Durante los 15 o 20 años en que el Consenso de Washington dominó el discurso del sistema-mundo (circa 1975-1995), la pobreza fue una palabra tabú, aun cuando se incrementaba a saltos y zancadas. Se nos dijo que lo único que importaba era el crecimiento económico, y que el único camino al crecimiento económico era dejar que el “mercado” prevaleciera sin interferencia “estatista” alguna -excepto, por supuesto, aquella del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Tesoro estadunidense.

 

La señora Thatcher de Gran Bretaña nos legó su famosa consigna TINA “There Is No Alternative” [no hay alternativa], con la que quería decirnos que no había alternativa para ningún Estado que no fuera Estados Unidos y, supongo, el Reino Unido. Los países del sur, sumidos en tinieblas, únicamente tenían que abandonar sus ingenuas pretensiones de controlar su propio destino. Si lo hacían, entonces podrían algún día (pero quién podría decir cuándo) ser recompensados con crecimiento. Si no lo hacían, estarían condenados a -¿me atrevo a decirlo?- la pobreza.

Hace mucho que terminaron los días de gloria del Consenso de Washington. Las cosas no mejoraron para la mayoría de la gente del Sur global -muy por el contrario- y la rebelión estaba en el aire. Los neozapatistas se levantaron en Chiapas en 1994. Los movimientos sociales le pusieron un alto a la reunión de la Organización Mundial de Comercio en Seattle, en 1999 (de la cual nunca se ha recuperado). Y el Foro Social Mundial comenzó su vida expansiva en Porto Alegre en 2001.

Cuando la así llamada crisis financiera asiática estalló en 1997, ocasionando vastos daños económicos en el este y el sudeste asiático, que se expandieron a Rusia, Brasil y Argentina, el FMI se sacó del bolsillo una serie de trilladas demandas para estos países, si querían alguna ayuda. Malasia tuvo el valor de decir no gracias, y Malasia fue la más pronta en recuperarse. Argentina fue aún más audaz y ofreció pagar sus deudas a más o menos 30 centavos por dólar (o nada).

Indonesia, sin embargo, se volvió a enganchar y pronto lo que parecía una muy estable y duradera dictadura de Suharto llegó a su fin debido a un levantamiento popular. En el momento, nadie excepto Henry Kissinger, ni más ni menos, le rugió al FMI, diciendo, en efecto ¿qué tan estúpido se puede ser? Era más importante para el capitalismo mundial y Estados Unidos mantener a un dictador amistoso en el poder en Indonesia que hacer que un país siguiera las reglas del Consenso de Washington. En un famoso editorial abierto, Kissinger dijo que el FMI actuaba “como un doctor especialista en sarampión que intenta curar todas las enfermedades con un solo remedio”.

Primero el Banco Mundial y luego el FMI aprendieron su lección. Forzar a los gobiernos a aceptar como política sus fórmulas neoliberales (y como precio por la asistencia financiera cuando sus presupuestos estatales están en desbalance) puede tener nefastas consecuencias políticas. Resulta que después de todo hay alternativas: el pueblo puede rebelarse.

Cuando la siguiente burbuja reventó y el mundo entró en lo que hoy se refiere como la crisis financiera de 2007 o 2008, el FMI se sintonizó más con las desagradables masas que no conocen su sitio. Y alabado sea, el FMI descubrió “la pobreza”. No sólo descubrieron la pobreza, sino que decidieron proporcionar programas para “reducir” el monto de pobreza en el Sur global. Vale la pena entender su lógica.

El FMI publica una elegante revista trimestral llamada Finance&Development. No está escrita para economistas profesionales sino para el público más amplio de diseñadores de políticas, periodistas y empresarios. El número de septiembre de 2010 incluye un artículo de Rodney Ramcharan cuyo título lo dice todo: “La desigualdad es insostenible”.

Rodney Ramcharan es un “economista de alto rango” en el departamento africano del FMI. Nos dice -la nueva línea del FMI- que “las políticas económicas que simplemente se enfocan en las tasas de crecimiento promedio pueden ser peligrosamente ingenuas.” En el Sur global una alta desigualdad puede “limitar las inversiones en capital humano y físico que impulsen crecimiento, incrementando los llamados en favor de una retribución posiblemente ineficiente”. Pero lo peor es que una gran desigualdad “le da a los ricos mayor voz que a la mayoría, menos homogénea”. Esto a su vez “puede sesgar aún más la distribución del ingreso y osificar el sistema político, lo que conduce en el largo plazo a consecuencias políticas y económicas todavía más graves”.

Parece que el FMI finalmente escuchó a Kissinger. Tienen que preocuparse tanto por las masas sin lavar en los países de gran desigualdad, como por sus elites, que también retrasan “el progreso” porque quieren mantener su control sobre la mano de obra no calificada.

¿Se ha vuelto el FMI repentinamente la voz de la izquierda mundial? No seamos tontos. Lo que quiere el FMI, al igual que los capitalistas más sofisticados del mundo, es un sistema más estable donde sus intereses de mercado prevalezcan. Esto requiere torcerle el brazo a las elites del Sur global (y aun del Norte global) para que renuncien a unas pocas de sus mal habidas ganancias en aras de programas de “pobreza” que apaciguarán lo suficiente a los pobres, siempre en expansión, y calmarán sus pensamientos de rebelión.

Puede ser demasiado tarde para que esta nueva estrategia funcione. Las caóticas fluctuaciones son muy grandes. Y la “insostenible desigualdad” crece diario. Pero el FMI y aquéllos cuyos intereses representa no van a dejar de intentarlo.

 

Por Immanuel Wallerstein

 

Traducción: Ramón Vera Herrera.

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