Hablar del desarrollo en serio de un país como Colombia sin proponerse industrializarlo constituye una bobería. Pero así ocurre. Es más: si algún sector ha sido golpeado por dos décadas de libre comercio es este. Ha sido tal la “desindustrialización” del país –así la llamó en los años noventa el anterior presidente de la Andi–, que esa sigla ya significa Asociación Nacional de Empresarios, no de Industriales, cambio de nombre que reconoce el peso que cobran dentro de la organización otros sectores económicos, incluidos los importadores que arruinan a los industriales.

El acomodamiento de la burocracia gremial implícito en el cambio de lo que quiere decir Andi y el bochornoso espectáculo de la embajada con la que Uribe premió al director de la asociación de los pequeños y medianos industriales que respaldó el TLC con Estados Unidos, en parte explican por qué la desprotección de este sector es mayor que la del agro y por qué también, sobre todo en el caso de los no monopolistas, se produce con el lastre de las decisiones del Estado en todos los órdenes (aranceles, tasa de cambio, impuestos, créditos, tasas de interés, prácticas comerciales, respaldo científico y tecnológico, etc.).

Consecuente con su pasado como ministro de César Gaviria, cuando aupó la apertura y hasta firmó un acuerdo con México lesivo para la industria nacional, Juan Manuel Santos empezó su gobierno reduciendo los aranceles industriales frente a todos los países del mundo, concesión unilateral que les regaló a los productores extranjeros otra porción del mercado interno y debilitó las finanzas públicas. Además de los TLC con Estados Unidos y la Unión Europea, pretende otro con Corea, que le significará más daños a lo que queda de la industria instalada en el país, todo en un ambiente de alta revaluación, que les impide competir a quienes producen para el mercado interno o para exportar.

Un día los colombianos entenderán que la industrialización es uno de los prerrequisitos del progreso y el bienestar y tomarán las decisiones políticas que la hagan realidad.

En Colombia la gasolina es bastante más cara que en Estados Unidos –US$4.14 versus US$2.85/galón en enero pasado. Pero el ingreso per cápita de aquí es nueve veces menor que el de allá. Ese absurdo se explica porque Ecopetrol cobra por el petróleo mucho más que lo que le cuesta producirlo, porque los agrocombustibles son bastante más costosos que los combustibles extraídos de los hidrocarburos y porque los impuestos a la gasolina equivalen al 27 por ciento del precio final –y los del ACPM, al 18 por ciento. Los precios altos los justifica el gobierno diciendo que los combustibles los consumen los “ricos”, sugiriendo que cualquiera que posea un carro es un magnate. Cuentos. Todo el diesel y una parte importante de la gasolina lo consume el transporte público de carga y pasajeros que pagan, principalmente, los pobres y las clases medias cuando toman un bus o compran una panela. Y constituye una desproporción argüir que cualquiera que posea un vehículo particular es un oligarca que merece ser sometido a una feroz exacción. Con trucos como estos se reemplazan los impuestos que los verdaderos magnates no pagan.

Sí es una manguala. Hace semanas ya, se supo que el santo-uribismo en el Congreso modificó el censo electoral para excluir a los miembros del Polo, el único partido en oposición al gobierno de Juan Manuel Santos. Ese hecho inaudito, imperdonable en cualquier concepción elementalmente democrática, no provocó el repudio general de los analistas. El silencio ha sido la norma. Peor que el unanimismo que se pretende en torno a Santos en el Congreso es el que se impone fuera de él. ¿Esto es lo que llaman democracia? Y después se preguntan por qué el descrédito de los gobiernos colombianos en el exterior, salvo entre las trasnacionales que operan en Colombia, a las que hay que pagarles con el subdesarrollo nacional para que digan lo contrario.

Nadie sabe con certeza por qué los egipcios se aguantaron por tanto tiempo al correveidile de Washington que los avasallaba y por qué se rebelaron ahora y no antes. El papel de “florero de Llorente” que jugó el levantamiento de Túnez, por sí solo, no explica el fenómeno. Seguramente nunca logrará descifrarse qué hace detonar la rebeldía de los pueblos. Pero sí se confirmó algo sabido que con frecuencia se ignora: los países no cambian cuando cambian los dirigentes sino cuando cambian los pueblos y estos se deciden a cambiar a los dirigentes. Todos los que en la izquierda se han ido en contra de esta verdad se han estrellado o traicionado.

 

Moir

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