Por todo el planeta hay candentes debates en torno a la semilla, la cual es la base de la cadena alimenticia humana. Los debates no son solamente en torno a las polémicas semillas transgénicas. Son además acerca de la apropiación y privatización de las semillas, transgénicas o no, mediante leyes y tratados de propiedad intelectual, y el poder creciente de corporaciones transnacionales como Monsanto y Syngenta que parecen encaminadas a formar monopolios virtuales sobre éstas.
Los intentos de los poderosos por apropiarse de las semillas no tienen nada de nuevo, como veremos a continuación.
A lo largo de la historia las naciones e imperios siempre han tenido sus programas agrícolas, que con el pasar de los siglos aumentaron en complejidad y sofisticación. Cuando las sociedades europeas dieron el salto a la industrialización, millones emigraron del campo a la ciudad, de la finca a la fábrica. Se creó así una situación sin precedente histórico: los agricultores pasaron a ser minoría, y por vez primera había una gran masa de gente que no producía alimentos ni tenía conexión alguna al agro, pero que de todos modos había que alimentar. Esta situación hizo necesario el transformar y revolucionar la agricultura mediante la técnica científica. Los incipientes estados-nación comenzaron a invertir recursos considerables en las ciencias agrícolas y se impuso una división del trabajo con el surgimiento de nuevos profesionales de la agricultura que no eran agricultores- extensionistas, agrónomos, fitomejoradores, veterinarios, y más. El agro iba entonces camino a la masificación e industrialización, y el agricultor iba proletarizándose y convirtiéndose en un trabajador alienado, en un pasivo consumidor de insumos externos y de conocimiento de expertos que venían a decirle qué hacer y cómo.
Los programas agrícolas de los imperios siempre han necesitado de una inversión sustancial en la adquisición de variedades de semilla de todas partes del mundo. Tan temprano como en el año 2,800 antes de Cristo, el emperador chino Shen Nung enviaba colectores de plantas a regiones distantes en busca de especímenes de valor agrícola o medicinal, y ya en el siglo XVI había jardines botánicos en Italia, Alemania, Francia, Inglaterra, Suiza y Holanda. Los jardines botánicos, aparte de su función estética, fueron establecidos para recibir y sistematizar las muestras de semillas y plantas de gran valor económico para los imperios coloniales.
Según Michael Dorsey, profesor de estudios ambientales de la Universidad de Dartmouth en EEUU, los jardines botánicos “y sus redes asociadas, incluyendo a los botánicos y herbalistas, movieron especies- en especial aquellas con propiedades medicinales o valor económico- al Viejo Mundo al igual que entre las recién fundadas colonias…”
“El rey de España y otros monarcas europeos tenían a su disposición botánicos y farmacéuticos para identificar, recolectar, formular e identificar medicinas de plantas para la familia real. El deseo de expandir sus farmacopeias personales legitimó el financiamiento para los primeros proyectos de exploración, especialmente aquellos dirigidos hacia el Nuevo Mundo. Según Schultes y Reis, el rey de España envió su médico personal a vivir con los aztecas para estudiar sus medicinas, menos de cincuenta años después de los primeros viajes de Colón. De hecho, era raro que un barco camino hacia el Nuevo Mundo o regresando de él- o camino hacia cualquier lugar fuera de Europa durante la Era de Exploración- no tuviera a bordo una persona conocedora de plantas y potencialmente capaz de explotar sus propiedades medicinales.”
Fue así como el banano, oriundo del sureste de Asia, acabó en Africa y el Caribe. En dirección opuesta viajó el cacao, nativo de Brasil, y ahora se siembra en Africa y el sureste de Asia. El café es de Etiopía, y hoy día su siembra es importantísima para las economías de Latinoamérica, el Caribe y el sureste asiático (de hecho, la historia de Puerto Rico hubiera sido bastante distinta sin el café). El algodón es originario de Perú y México, y los colonizadores lo trasladaron a Africa y la India, y en ambos lugares es actualmente de los cultivos de mayor importancia económica. De Brasil son la piña y el caucho, y de ahí llevaron ambos cultivos a Africa y Asia. La caña de azúcar, cultivo asociado a la esclavitud más abyecta y a ganancias obscenas de hacendados en el Caribe, viene del sureste de Asia. Este traslado de materia vegetal no comenzó con los viajes de Cristóbal Colón, ya para el año 1300 Europa había importado de otras regiones el cultivo de cebada, trigo y alfalfa. El teórico y visionario canadiense Pat Mooney, quien en 1985 ganó el Premio Nobel Alternativo por su investigación histórica y social sobre las semillas, describió este proceso como un “juego de ajedrez botánico” imperial.
Cristóbal Colón regresó de su primer viaje a América con semillas de maíz, que eran algo nunca antes visto en el continente europeo. Se podría decir que las semillas de las Américas que los colonizadores europeos se apropiaron fueron un tesoro más grande que las montañas de oro y plata que se llevaron. Después de todo, los minerales y piedras preciosas sólo pueden ser apropiados una vez, pero una semilla sigue rindiendo una temporada tras otra. Sobre este germoplasma se construyeron las grandes industrias química, farmacéutica, textil, maderera, alimentaria, y más recientemente de biotecnología.
No se puede subestimar el impacto profundo que tuvo la llegada de la papa y el maíz a Europa. Ambos proveen más calorías por hectárea sembrada que cualquier otro cultivo que se haya sembrado anteriormente en ese continente. Las clases dominantes usaron estos cultivos para alimentar a los empobrecidos campesinos y al creciente proletariado industrial que vivía en los tugurios urbanos. Se ha dicho, quizás de manera exagerada, que sin la papa la industrialización de Alemania hubiera sido imposible, pero “los nuevos cultivos de las Américas ciertamente desempeñaron un importante rol en alimentar una población europea que casi se duplicó entre 1750 y 1850″, dice el profesor Jack R. Kloppenburg, de la Universidad de Wisconsin.
Los imperios coloniales europeos desarrollaron sus respectivos programas de adquisición de semilla, los cuales guardaban celosamente. Los holandeses, por ejemplo, cortaron todos los árboles de nuez moscada y de clavo de especie de las islas Molucas, excepto en tres islas donde tenían sus plantaciones, desde luego con considerable protección militar. Los franceses hicieron de la exportación de semillas de indigo de la isla de Antigua una ofensa capital. Y el Kaiser de Alemania mandó a recolectar semillas de las colonias en Africa y el Pacífico, y para alojar los especímenes estableció una estación agrícola moderna en Gatersleben, que llegó a ser uno de los mayores depósitos de semilla del mundo.
Hoy día la semilla no es menos importante que en siglos pasados. “Las semillas comerciales, el primer eslabón de la cadena alimentaria agroindustrial, son el punto de partida de las materias primas agrícolas que serán empleadas para producir, además de alimento, forraje y fibras textiles, energía, sustancias químicas de alto valor y productos de consumo final, como por ejemplo plásticos y fármacos”, plantea un informe publicado en 2011 por el Grupo ETC, organización fundada y dirigida por Pat Mooney. “Las mayores empresas semilleras y de pesticidas ya se están montando en el tren de la bioeconomía. Monsanto, Dow y DuPont son algunas de las empresas que se están asociando con las empresas desarrolladoras de las nuevas plataformas tecnológicas que servirán para fabricar los nuevos productos agroindustriales de base biológica.”
Informa el Grupo ETC que diez corporaciones controlan 74% de las semillas comerciales, un negocio valorado $27,400 millones. Sólo tres de ellas, Monsanto, Dupont y Syngenta, tienen juntas más de la mitad del mercado semillero mundial. La estadounidense Monsanto tiene una tajada de 27%, más controla aproximadamente 80% del negocio de las semillas transgénicas.
Pero los tiempos van cambiando. Hoy hay nuevos actores sociales y una conciencia crítica que no existía hace 20 o siquiera 15 años. En los Foros Sociales, los movimientos de indignados, las tribunas de la soberanía alimentaria, colectivos agroecológicos, y en el seno de nuevas organizaciones, se cuajan visiones alternativas y se lanzan acciones concretas para proteger las semillas agrícolas de quienes pretenden apropiárselas y privatizarlas.
Citamos un documento de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo y la Vía Campesina:
“Afirmamos que la semilla es muchísimo más que un recurso productivo, que ellas son simultáneamente fundamento y producto de culturas y sociedades a través de la historia. En la semillas se incorporan valores, afectos, visiones, y formas de vida que las ligan al ámbito de lo sagrado. Sin ellas es imposible el sustento y la soberanía de los pueblos. […] Por tanto, las semillas y el conocimiento asociado a ellas son parte fundamental e insustituible de la soberanía alimentaria de los pueblos. Las semillas no son un patrimonio de la humanidad, sino nuestro patrimonio, de los pueblos campesinos e indígenas, quienes las creamos, diversificamos y protegimos a través del tiempo y las ponemos al servicio de la humanidad. De allí en adelante nuestra campaña quedó establecida como “Las Semillas, Patrimonio de los Pueblos al Servicio de la Humanidad.” Las semillas no son apropiables. Ellas deben mantener en todo momento su carácter de patrimonio colectivo, frente al cual hay deberes ineludibles que cumplir, incluso por sobre el derecho a gozar de él. La Campaña, por lo tanto, se opone a la propiedad intelectual y a toda forma de apropiación de la vida.”
Ahora los grandes imperios no están solos en la mesa de juego. Los diversos pueblos y movimientos sociales de la tierra, armados con siglos de experiencia, se disponen a cambiar decisivamente el gran juego de ajedrez botánico.
ALAI
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