Mientras en el Congreso de la República se cocinaba un operativo de fuga constitucional de los parapolíticos, de sus protectores y de sus financiadores, el presidente Santos anunciaba muy orondo, en Río+20, que añadía en números redondos 17 millones de hectáreas a las áreas de reserva estratégica para minería existentes, para un total de 22 millones de hectáreas.
Es decir, cuatro veces más de la superficie dedicada a la agricultura en el país. A su regreso de Río se encontró con que un mamut gigantesco se había entrado a la Casa de Nariño y había vuelto trizas la cristalería, sin que nadie se diera cuenta. El jueves recogió los vidrios y hoy está dedicado a pegarlos uno por uno.
Mientras tanto, miles de mineros grandes y pequeños preparan expediciones para posesionarse de las “áreas de reserva estratégica” situadas en las pocas regiones en que aún se conservan culturas indígenas y negras, matas de monte y selvas, ríos y humedales. ¿Quién va a impedir que esa masa de mineros invada las 22 millones de hectáreas y comience a descapotar, contaminar ríos y caños con mercurio y cianuro, a comprar autoridades indígenas y municipales? Más aún, cuando lleguen ya estarán allá puntas de guerrilla o comandos paramilitares esperando a los mineros para prestarles el servicio de seguridad. Las áreas estratégicas para la minería —decretadas por la Resolución 0045 del 20 de junio pasado de la recién creada Agencia Nacional de Minería— se extienden a lo largo y ancho y hondo de los departamentos de Vichada, Guainía, Vaupés, Amazonas y Chocó. Son 202 bloques específicos o polígonos alinderados que pueden ser pedidos en concesión por particulares. (Un par de ejemplos de la precisión con que han sido publicados en el Diario Oficial: Bloque N° 191 en Cumaribo, Vichada: 0.1225 hectáreas —ni siquiera una hectárea—, Bloque N° 96 en Puerto Colombia, Guainía, 28.002 hectáreas). Son áreas donde hay sólidos indicios de la existencia de oro, metales del grupo de los platinoides, cobre, hierro, coltán y minerales asociados, minerales de fosfatos, minerales de potasio, minerales de magnesio, uranio y carbón metalúrgico y térmico. Mejor dicho, todo lo que en el subsuelo existe. La mera publicación de la resolución atraerá a barequeros, mineros de retroexcavadora, draga, dragueta, manguera y, claro está, geólogos, abogados, ingenieros y políticos a sueldo de las grandes multinacionales de la minería, con el objeto de catear, explotar y defender los bloques. La resolución es un acto administrativo que de hecho afecta a la gran mayoría de comunidades negras e indígenas del país y, por tanto, supone la consulta previa. Norma que, por supuesto, se birló.
En los 22 millones de hectáreas el Gobierno —tan ajeno a la corrupción— piensa transformar la feria de concesiones con cédula, según palabras del ministro de Minas, por rondas mineras a las que, como es bien sabido, sólo podrán asistir las grandes empresas que puedan cumplir con las exigencias de una “minería sostenible”. ¿Podría explicar el Gobierno cómo hacer para al mismo tiempo que de una mina se saca oro, se mete? Y, para completar, la minería debe ser “amigable”. Del Gobierno, sin duda.
Si bien esos bloques no están dentro de zonas mineras indígenas, según se lee —en pésimo castellano—, nada impide que una multinacional china, digamos, firme con un resguardo indígena —o con su capitán— una especie de consorcio para la explotación de coltán, donde los indígenas tengan el 1% de participación en la empresa. Esa sociedad haría de hecho legal la explotación y aseguraría el resultado de la consulta.
Más allá del destrozo ambiental que traerá la minería “sostenible”, lo que nunca se podrá remediar es la división de las comunidades indígenas y negras, la compra de consultas, la corrupción de capitanes, a imagen y semejanza de lo que ha hecho el Gobierno con el Congreso, el Congreso con las cortes y las cortes con el Gobierno.
Alfredo Molano
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