Gran parte de los conflictos sociales que enfrentan a comunidades con el establecimiento han tenido origen en la imposición de los intereses de éste sobre los de aquellos.
No solo de enfrentamientos y polémicas civilizadas, sino también de acciones armadas. Ha sucedido así con dos asuntos históricos: la tierra y el poder. La exclusión económica política de campesinos, indígenas y negros ha sido la causa de muchos de los males que sufrimos. Una de las medidas que se han inventado para debilitar esa contradicción es la consulta previa —Convenio 169 de OIT, vinculante— que, léase bien, debe ser libre, previa e informada. La razón es simple, las comunidades étnicas no son respetadas en su integridad —territorio, cultura y autoridades— por las leyes convencionales y requieren una protección especial. Al país se le consulta cada cuatro años sobre políticas públicas y orientaciones ideológicas, lo que implica de por sí una consulta sobre grandes proyectos económicos y políticos. Es una práctica que hace parte de la cultura de Occidente, aceptada formalmente por casi todo el mundo. Son dos formas complementarias de consulta y por tanto de participación política. El problema consiste en que la consulta previa es administrada por el establecimiento, el cual tiene sus propios intereses. Legítimos, claro, pero no idénticos a los de las comunidades étnicas. Y ahí está el problema, porque se trata en general de dos modos distintos de mirar el mundo y de vivir. En la sociedad mayor prima lo que la economía política llama la reproducción ampliada de capital y en las comunidades la reproducción simple. Por eso, entre paréntesis, los campesinos deberían gozar de la consulta previa.
En las últimas semanas tres casos se han puesto sobre la mesa de discusión pública: el del Parque Tayrona, el de Fazenda y el de Tumaco. Tres casos diferentes pero que tienen un origen común. Se trata del enfrentamiento de dos derechos, el de la integridad étnica y el de hacer plata. En el caso del Tayrona y de Tumaco los jueces han fallado a favor de las comunidades, es decir, de las consultas; en el caso de Fazenda, un gran criadero de cerdos en los Llanos Orientales que afecta a los indígenas sicuanis, está por fallar. El Gobierno está asustado y busca reglamentar la consulta para que no impida las grandes inversiones o las leyes que las garanticen, así tenga y deba restringir los derechos de las comunidades. Ese es el pleito. La plata manda y el Gobierno se dará mañas de torcerle el pescuezo a la gallina de los huevos de oro —la paz— para quedarse con el oro. En el Tayrona, tres empresas y dos familias quieren quedarse con una región entera que pertenece por naturaleza a los indígenas de la Sierra Nevada y por belleza a todos los colombianos. El fallo obliga a la consulta y la consulta les será adversa a los empresarios. En Tumaco, el Tribunal de Pasto concluyó que el uso del veneno —arsénico— que los empresarios emplean para disminuir los costos de la lucha contra una plaga en sus cultivos de palma africana debe ser consultado con las comunidades negras que están sufriendo las consecuencias. Vuelve y juega, plata —o inversiones— de unos pocos contra la salud de la mayoría. El caso de Fazenda es también simple: siete niños y 10 adultos de la comunidad indígena sicuani han muerto por contaminación de aguas con la caca de los 20.000 marranos de la empresa. Como quien dice: consuma más carne de cerdo afuera de la región, porque aquí lo que se come es su caca.
El Gobierno alega que la consulta paraliza las inversiones. Que el código de minas, la ley de desarrollo rural, la reforma a las corporaciones autónomas o los grandes proyectos de infraestructura: hidroeléctricas, carreteras, todo “lo que nos sacará de la pobreza”, está detenido por el capricho de unos cuantos indios y unos pocos negros. No lo dirán tan fuerte, pero así lo dicen en los cocteles, que es el sitio donde se cocinan esos proyectos y leyes. El argumento es que esas inversiones generan —palabra típica— empleo. ¡Fariseísmo puro! Si así fuera se debía excluir, por ejemplo, de la explotación de oro a las multinacionales para que ese trabajo lo hagan los barequeros. En cada caso se podría decir lo mismo. En Fazenda, los cerdos valen más que los indios. En el Tayrona, los Dávila o los Bessudo valen más que los koguis, arhuacos, wiwas, kankuamos y que el derecho que tenemos todos los colombianos de bañarnos en las playas del Tayrona.
Por: Alfredo Molano Bravo
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