Parece haber consenso suficiente alrededor de la idea de que el conflicto armado interno de Colombia se asienta en un grave y agravado problema agrario, que tiene en la concentración de la tierra y en el despojo, dos elementos de incontrastable importancia.
Por lo anterior, no es gratuito que el primer punto de la agenda pactada entre el Gobierno de Santos y la cúpula de las Farc, en el marco del proceso de paz de La Habana, sea la Política de desarrollo agrario integral.
Ahora bien, ese problema agrario se levantó históricamente sobre un invisibilizado conflicto étnico-identitario, en el que de un lado aparece una élite – y con ella, millones de colombianos- que se considera ‘blanca’, y del otro, comunidades negras, indígenas y campesinas que sobreviven no sólo al modelo de desarrollo económico de carácter extractivista, sino a la exclusión social, económica, cultural y política, lograda bien a través de mecanismos institucionalizados (legales), o a través del uso de la violencia, en especial la que ejercieron los grupos paramilitares durante más de 20 años.
Dicho conflicto étnico-identitario se alimenta desde las huestes de una sociedad civil urbana a la que le resultan incómodos los modos de vida de indígenas, afros y campesinos. De allí que estos ciudadanos colombianos no encajen dentro de lo que se conoce como cultura dominante ‘blanca’, cuyos representantes están asociados a una élite que de tiempo atrás mira con desdén los proyectos de vida de afrodescendientes, indígenas y de campesinos. A las formas culturales como se manifiestan estos proyectos de vida, esa cultura dominante las llama subculturas.
La transformación de la naturaleza del conflicto armado interno comienza desde el preciso momento en que sectores societales (gremios económicos y sectores sociales y políticos), apoyaron el proyecto paramilitar, con el que se logró expulsar a millones de colombianos del campo, que hoy deambulan y sobreviven en hostiles ciudades en donde lo único que han podido asegurar es una fatal metamorfosis en sus identidades, hasta el punto de que todas las víctimas del desplazamiento forzoso, indígenas, afros y campesinos, se reconocen y son reconocidos bajo las categorías pobres, desarraigados, habitantes de la calle o desposeídos.
Esa es, entonces, la primera evidencia de que el conflicto interno dejó de ser exclusivamente agrario, para convertirse en un crudo enfrentamiento de cosmovisiones, esto es, la pugnacidad entre una cultura ‘blanca’, que se considera moderna y busca modernizar el país a la fuerza, y las cosmovisiones que soportan las prácticas culturales de indígenas, campesinos y afrodescendientes.
Estas comunidades, justamente, resisten las embestidas del desarrollo económico planeado desde frías oficinas de Bogotá y las acciones criminales de los grupos armados, en especial las calculadas arremetidas de los paramilitares, que actuaron como el brazo armado de unos sectores de poder que buscan a toda costa modernizar el campo. Y ello significa sacar, expulsar, expoliar, desplazar o matar a indígenas, afrodescendientes y campesinos, quienes representan atraso y abandono para esa cultura dominante que vive cómodamente en las ciudades capitales.
La resistencia que aún ofrecen estos tres grupos étnicos en campos y selvas y en territorios de propiedad colectiva, no sólo es digna, sino que ha exacerbado los odios de una élite blanca que no sólo usó a los paramilitares como su brazo armado y político para imponer las lógicas del monocultivo y el modelo económico fundado en la extracción de materias primas, sino que apela a la firma de Tratados de Libre Comercio para hundir en la pobreza y en el desespero a quienes simplemente tienen una relación consustancial con la naturaleza y saben muy bien qué es eso de vivir de manera autónoma.
Los territorios de indígenas, afros y campesinos, la cultura dominante ‘blanca’ los considera como simples escenarios de explotación económica y/o estratégicos teatros de operaciones, desde las perspectivas de los militares y la de los señores de la guerra.
En ese orden de ideas, las masacres y las prácticas genocidas perpetradas por los paramilitares ahondaron y liberaron un oculto conflicto étnico que este país no reconoce aún, pero que claramente está allí, latente, entre quienes creen a pie juntillas que todos aquellos ciudadanos que no se articulen a las lógicas de consumo y a las formas como el capital circula y se impone, resultan inconvenientes para unos sectores sociales y productivos que a toda costa vienen imponiendo un modelo de desarrollo, que basado en las prácticas del monocultivo y la extracción minera y maderera, de manera objetiva viene hostigando, persiguiendo y sometiendo las culturas de aquellos que aun viven de cultivos de pan coger y bajo las dinámicas de proyectos de propiedad colectiva.
Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo
http://laotratribuna1.blogspot.com
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