Y… ¿de qué quiero hablar? ¿Sobre la organización o sobre la ley revolucionaria de mujeres, de las arduas jornadas de trabajo, del logro que implica que cada una de las comunidades zapatistas tenga su propia primaria, de la llegada al Caracol con frío, rodeada de neblina y filas de zapatistas que aplaudían el paso de los alumnos de la Escuelita, de la comida, de la risa infantil? Prefiero hablar del sabor a cotidiano que pude probar, entendiendo claro, que los días estaban más tranquilos que de costumbre y que los zapatistas nos trataban con paciencia y calidez, comprendiendo nuestras limitaciones de citadinos en Los Altos de las montañas chiapanecas.

 

Tras llegar al Caracol que me correspondía (después de un recorrido lluvioso y lento) y tras entrar emotivamente al auditorio, que por cierto tenía un mural en blanco y negro de Zapata en uno de los portones, mientras que en el otro una mujer con un paliacate rojo que cubría su nariz y boca engalanaba la entrada con sus grandes ojos negros mirando de frente, nos recibieron.

Ahí en el registro me asignaron  una región, una comunidad y me presentaron a mi guardiana; todos y cada uno de los alumnos en la Escuelita estaban acompañados de un guardián o guardiana que estaba al pendiente y no nos dejaba solos.

Mi guardiana era joven, nos conocimos, nos apretamos la mano fuertemente y fuimos a buscar un lugar donde recostarnos, pues era tarde y al día siguiente nos levantaríamos temprano. Nos acomodamos, pusimos las cobijas y elsleeping sobre un plástico, el suelo de tierra estaba un poco enlodado dentro del auditorio.

Nos recostamos mirando el techo, ambas emocionadas, no podíamos dormir. Intercambiamos la primera ronda de muchas preguntas que teníamos la una para la otra. Ella tenía 20 años, igual que el levantamiento armado –pensé–, tema del que hablaríamos más adelante. Le gustaba ser guardiana, tenía frío porque la región de donde era originaria es más cálida y soleada.

—Haremos tortillas, pan y ya veremos qué más nos toca hacer— me decía. Luego me preguntó de dónde venía y qué hacía.

Por la mañana fuimos a desayunar. La fila de la comida era larga y el lodo hundía nuestros pies. Mi guardiana, como la mayoría de las mujeres de ahí, traía unos huaraches ligeros; causaba gran sorpresa para las citadinas ver cómo andaban con sus zapatitos entre el lodazal y cómo tenían que enjuagar sus pies varias veces al día para no cargar el lodo del camino.

Después regresamos al auditorio. Presentaron los cuatro libros de texto que se le otorgaron a cada alumno de la Escuelita. Mientras esto ocurría, mi guardiana bordaba con la velocidad de la experiencia. Le pregunté si acostumbraba vender bordados en las tiendas cooperativas del Caracol, me dijo que en ese sentido prefería el cultivo de café y que lo que bordaba era para su uso.

Pasamos el día en el auditorio. La temperatura disminuía,  incluso la neblina entraba por las puertas coloreando con su velo blancuzco. Al terminar, nos distribuyeron a las comunidades que nos fueron asignadas.

Tras un par de horas de camino, llegamos al centro de la comunidad. En el camino vimos otra con un letrero grande que exponía “Esta comunidad es adherente a la Sexta…” le pregunté a mi guardiana sobre ese lugar y me contó que antes era comunidad zapatista pero ya que la organización prohíbe el alcohol y las drogas, los habitantes de ese lugar prefirieron dejar el zapatismo porque la fiesta del santo patrono del pueblo “exigía” una gran fiesta con bebida incluida.

 

A la comunidad llegamos cuatro alumnos y cuatro guardianes, dos hombres y seis mujeres. Nos recibieron y ofrecieron pan y café —“han llegado una noche fría y primero vamos a tomar un café caliente”. Tras un descanso nos dividimos, los hombres se fueron caminando a una comunidad, mientras que las seis mujeres tomamos otra ruta. Tardamos alrededor de hora y media caminando, la noche había caído y nos alumbrábamos con lámparas de mano.

Llegué por fin a la casa que me tocaba, me recibió una familia compuesta por siete personas, los padres y cinco hijos. No había luz eléctrica. Por lo general, el agua y la luz no son del Estado sino que los propios zapatistas ponen el cableado y la tubería. Si bien en donde estaba se habían terminado los trabajos de agua y ésta fluía a la perfección, aún no tenían electricidad. Pasamos a comer algo para después recostarnos y madrugar al día siguiente para hacer las tortillas del desayuno.

El primer día comenzaba, aún no terminaba de clarear cuando ya estábamos haciendo las tortillas, las hijas mayores molían el nixtamal, y con la masa ya preparada comenzamos a hacer las tortillas y ponerlas a la leña.

Tras el desayuno partimos a la hortaliza, como no era temporada de siembra hubo que limpiar la tierra de malas hierbas y quitarle al platanal las hojas quemadas y secas por el sol.

Las familias zapatistas abrieron sus hogares. Fotografía: Amaranta Marentes Orozco

Con el día pude comenzar a conocer a la familia que me recibió, reír más abiertamente con mi guardiana, jugar con los niños más pequeños y comenzar a estudiar los libros. Así, le di una lectura en voz alta para que la familia pudiese escuchar, sabiendo de antemano que los pequeños no hablaban «castilla» y que los mayores entendían una parte pero no todo.

Ya para el atardecer, mi guardiana me llevó a caminar por la zona. Me contó que estaba contenta y llena de fuerza porque la lucha sigue, ya no es armada pero continúa con mayor fuerza ya que la construcción de autonomía se va forjando paso a paso. Esa tarde me habló sobre el levantamiento armado. Aunque era apenas una bebé, había escuchado a aquellos que vivieron esa parte de la lucha. Al día siguiente, durante el desayuno, el padre de la familia nos platicó que hace 20 años pensó que no sobreviviría. La madre recuperó sus memorias, sobre todo el miedo que sentía ya que su hijo mayor apenas tenía unos meses de nacido. La mayoría de la plática fue en tzotzil, traducida y aclarada por mi guardiana.

Para el siguiente amanecer, al ritmo de las manos que hacen tortillas, me contaron que iríamos a ver el ganado. Si bien es parte del trabajo colectivo, corresponde a una tarea “de hombres”. –Mientras ellos la realizan, nosotras cortaremos la leña– decía mi guardiana.

Caminamos un buen rato después del desayuno para encontrar el ganado, el niño más pequeño de la casa corría para recolectar frutas que me regalaba con una enorme sonrisa. Me explicaron que cada año, en enero, se sacrifica a una res para la fiesta de la comunidad y todas las familias de la zona comparten su carne. Quiero aclarar que ninguno de los días comimos carne ni huevo, ya que este ultimo se utiliza para hacer pan, pero de eso hablaré más adelante.

Ya en la zona de pastoreo las mujeres nos separamos y fuimos, machete en mano, a buscar la leña. Ellas con una precisión firme cortaban los árboles secos con apenas tres golpes.

 

Después de un rato de trabajo bajo el rayo del sol, era el momento de acomodar la leña para cargarla y llevarla a casa. La leña se amarra con unos lazos y se carga con la cabeza, alrededor de la frente hay una tira de petate para no lastimarse. Uno lleva el peso en la espalda; las manos pueden ayudar a retener la nuca o pueden ir libres.

Ese día la jornada de trabajo terminó temprano, aún así, estaba exhausta. La falta de costumbre hace que la cabeza duela muchísimo, llevar el peso con esa parte del cuerpo produce una sensación de tensión como si oprimieran con fuerza la frente.

Cuando cayó la noche, mi guardiana y yo fuimos a acostarnos. La oscuridad devoraba todas las cosas, nada se veía. Ella me contaba que tenía muchas ganas de ir a la secundaria pero como se encontraba hasta el Caracol y son casi dos horas en coche (¡hora y media caminando!), es demasiada distancia para asistir todos los días. Además, su hermano mayor ya se casó y el menor es muy pequeño, ella tendría que buscar la forma de ir sola y eso es peligroso. Las mujeres zapatistas al hacer sus traslados cotidianos deben ir acompañadas, no ya por machismo, sino por la cercanía de algunos cuarteles militares a los municipios zapatistas, lo que resulta muy riesgoso y la idea es cuidarse unos a otros.

Para el día siguiente la tarea era de mujeres, correspondía hacer pan en horno de leña. Mientras las mujeres amasan el pan hecho con huevo, harina y azúcar, los hombres colaboran trayendo la leña. Las mujeres nos contaban que ellas aprendieron solas ha hacer diferentes figuras.

Tras la comida nos trasladamos al centro de las comunidades de la zona. Nos despidieron con ese protocolo y solemnidad que caracteriza los eventos políticos zapatistas.

Esa fue mi última noche en comunidad zapatista, las estrellas brillaban como nunca y estaban tan cerca que era lo que alumbraba el horizonte de los altos chiapanecos. Por la mañana nos trasladamos al caracol para aclarar nuestras dudas en una sesión plenaria y clausurar la Escuelita zapatista.

Durante la despedida los zapatistas se disculparon por ser pobres y no tener más que entregarnos, nos agradecieron por haber dejado de lado nuestras comodidades citadinas y asomarnos a ver la vida zapatista. Fue una clausura emotiva, algunos alumnos se despidieron públicamente y agradecieron el recibimiento y la enseñanza.

Así también me despedí de mi guardiana, con sus ojos negros que reían con frecuencia, su manos fuertes y su espíritu valiente e incansable, los colores que la construyen y sus ganas de trabajar, hacer y sobre todo aprender todo lo que pueda. Así terminó para mi el primer curso de la Escuelita Zapatista.

 

Amaranta Marentes Orozco

México: Crónica íntima de la Escuelita Zapatista