La globalización, el fracaso del capitalismo, la incomunicación, las servidumbres de la contemporaneidad, son algunos de los temas tratados con este soñador que incesantemente propuso en su fértil existencia la renovación de la utopía y que siempre se obstinó en imaginar una oportunidad para lo humano en la Tierra.
Autor de: Manual de pintura y caligrafía (1977), Alzado del suelo (1980), Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1985), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), El evangelio según Jesucristo (1991), Ensayo sobre la ceguera (1996), Cuadernos de Lanzarote (1997), Todos los nombres (1997), La caverna (2001), El hombre duplicado (2002), Ensayo sobre la lucidez (2004), Las intermitencias de la muerte (2005), El viaje del elefante (2008) y Caín (2009).
La siguiente lúcida conversación con el gran escritor portugués fue realizada en Bogotá para el No. 14 de la revista Común Presencia durante su visita promocional de la novela La Caverna y la reproducimos aquí en su totalidad para el placer de todos los confabulados.
La noche del jueves 22 de febrero mientras dos mil personas escuchaban al último (¿al primero?) de los seres humanos en el teatro Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá, afuera bajo un aguacero torrencial setecientos admiradores que no lograron ingresar gritaron arengas y golpearon las puertas doradas con paraguas, llaveros y monedas, permaneciendo durante más de una hora amotinados bajo el inclemente clima, con la esperanza de que la severa administración cediera a su clamor y les permitiera compartir con este premio Nobel portugués las horas tan esperadas de su crítica lúcida y de su sabio cinismo.
El mitin se fue haciendo más ruidoso y aunque el propio Saramago se solidarizó con los frustrados fanáticos, no sólo se les negó el acceso sino que se decidió acudir a la policía para dispersarlos. Vimos a estudiantes, senadores, figuras de la vida pública, colegialas de uniforme a cuadros, mimos e intelectuales, desplegando su furia por la prohibición de entrar. La multitud continuó creciendo mientras por los corredores posteriores, un grupo de elegantes señoras que golpeaba con sus joyas decidió quitarse los zapatos y todas sus prendas de material sonoro con el propósito de lanzar su postrera acometida. Infructuosamente se cantaron consignas, se tocaron canciones en clave morse y se promulgó el derecho a escuchar a quien es reconocido como uno de los más fervientes difusores de la libertad. Luego una horda de bellas mujeres sacando sus lápices labiales pintó en el techo y las paredes mensajes de amor para este incansable renovador de utopías, que dijo lo que todos queríamos oír y que despertó las pasiones más exaltadas entre sus obsesivos lectores colombianos; dejando coloridos graffitis que sólo pretendieron testimoniar la necesidad de su fuerte presencia entre nosotros: “Amado Saramago, La tribu sensible presente, Saramago quédate en Colombia, Saramago mago…”
—Hace poco usted estuvo en Angola, presentando alguno de sus libros, exactamente en Luanda —no en Londres, ni en París o Nueva York, lo cual es admirable—, y allí dijo algo conmovedor: «Vivimos una sociedad excluida, fragmentada, que hace que cada día desaparezcan especies animales, vegetales, lenguas y culturas, y si no tomamos precauciones convertiremos muy pronto a la Tierra en un desierto».
Todos los años exterminamos comunidades indígenas, millares de hectáreas de bosques e incluso innumerables palabras de nuestros idiomas. Cada minuto extinguimos una especie de pájaros y alguien en algún lugar recóndito contempla por última vez en la Tierra una determinada flor. Konrad Lorenz no se equivocó al decir que: somos el eslabón perdido entre el mono y el ser humano. Eso somos, una especie que gira sin hallar su horizonte, un proyecto inconcluso. Se ha hablado bastante últimamente del genoma y al parecer lo único que nos distancia en realidad de los animales es nuestra capacidad de esperanza. Hemos producido una cultura de la devastación basada muchas veces en el engaño de la superioridad de las razas, de los dioses, y sustentada por la inhumanidad del poder económico. Siempre me ha parecido increíble que una sociedad tan pragmática como la occidental haya deificado cosas abstractas como ese papel llamado dinero y una cadena de imágenes efímeras. Debemos fortalecer, como tantas veces lo he dicho, la tribu de la sensibilidad… ¿Para qué construir grandes autopistas, transbordadores espaciales, o enormes rascacielos cuando aún no se ha solucionado el problema elemental del hambre?
Usted cita con frecuencia la frase del heterónimo de Pessoa: Ricardo Reis, protagonista de una de sus más reconocidas novelas: «Sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo…»
Sí, pero no estoy de acuerdo con esa frase que durante años ha sido para mí una contradicción. Después de Hiroshima, de los campos de exterminio y de las múltiples guerras imaginadas por el hombre, que nunca se fatiga de improvisar el horror, ¿cómo creer que es sabio contentarse con el espectáculo del mundo? Cuando decidí escribir La muerte de Ricardo Reis para completar la biografía de este personaje, de quien Pessoa jamás dijo que había muerto, quise resolver un conflicto que tenía con aquel poeta que produjo una influencia gigante, terrible, sobre toda la literatura portuguesa, y cuestionar su inocente sentencia. Hoy sólo espero que piensen que he sobrevivido a su sombra.
—¿Al escuchar su discurso de aceptación del Premio Nobel se podría pensar que la pobreza a pesar de ser una fatalidad está provista de cierta lucidez que hace mirar al mundo con mayor profundidad?
—No estoy muy seguro. La pobreza es una humillación. Yo escribí una obra de teatro llamada La segunda muerte de Francisco de Asís, en la que imagino que este hombre regresa y encuentra su Orden convertida en otra cosa, y fracasa en su intento por recobrar su pensamiento original. Decepcionado, en una escena posterior busca a los pobres con el objetivo de conminarlos a la pureza inicial y ellos le replican: «Tú quisiste ser pobre y eso es cosa tuya, nosotros lo somos y no queremos serlo…» Y al final Francisco reflexiona con desolación: «Siempre estuve equivocado, la pobreza no es santa». La lucidez entonces a la que se refiere la pregunta, tendría más que ver con cada persona que con una situación determinada. Hay quienes pueden sobrevivir a innumerables carencias, a desconocimientos, a estigmatizaciones de toda índole, pero la mayor parte es aplastada, y todo su horizonte se reduce a poder desayunar el día siguiente.
—En el mismo discurso usted relata un conmovedor pasaje de su infancia en el que su abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, al presentir que la muerte venía a buscarlo se despidió de los árboles de su huerto abrazándolos y llorando porque sabía que nunca los volvería a ver…
Es un recuerdo poético, la memoria siempre da pinceladas sobre los rostros y convierte a todo el mundo en una especie de personaje, de creación imaginaria. La memoria es el dramaturgo que tienen adentro todos los hombres, pone en escena e inventa un disfraz para cada ser vinculado con nosotros. La distancia entre lo que fue una persona y lo que se recuerda de ella es literatura. Las evocaciones primigenias, las primeras percepciones de la vida, de su riesgo, de sus desprendimientos, son determinantes; porque producen imágenes que dejan tatuajes y afloran sin darnos cuenta en todo proceso artístico. Además la memoria es una centinela imprescindible, la vigía que impide a la injusticia reinar, que no permite que olvidemos Auschwitz, Actael en Chiapas, Sarajevo, Nagasaki, y tantas equivocaciones y masacres; y si acudimos a ella para referimos a un país como Colombia podríamos dibujar un mapa invadido de puntos rojos, de lugares que antes eran mágicos y hoy son apenas nombres que nos hacen temblar.
Usted ha dicho que la nueva esclavitud es el temor a perder el empleo, y en su trilogía compuesta por Ensayo sobre la ceguera, Todos los nombres y La caverna, plantea un mundo donde la mirada ha sido sometida…
Yo sólo digo lo que todos sabemos, el ser humano es la única prioridad pero ha sido convertido en una herramienta que se desecha. Vivimos tiempos confusos, contradictorios e injustos. Se institucionalizó un sistema más nefasto que los anteriores, porque al menos durante la época de la esclavitud o del feudalismo el oprimido conocía su desdicha, mientras ahora nadie se da cuenta de su terrible subyugación, de su incesante miedo. El espíritu de la competencia ha sido lamentable para el mundo, a todos los seres se les induce a superar a sus prójimos, olvidando que tenemos un compromiso común. En todas partes se educa para la guerra y jamás para la paz, se nos somete a la estúpida adoración de una bandera o un himno nacional, se idealizan las razas y los pueblos y se delimitan en forma excluyente las fronteras. Pienso que si no encontramos la forma de vivir juntos, si no nos unimos en lo benéfico que le pasa a los seres humanos, no nos salvaremos… Estamos siendo aniquilados, derrotados, invadidos… porque no usamos el único remedio que existe: la solidaridad y la humanización. No soy un profeta, pero no tolero la premisa de que sólo se puede vivir marginando, explotando, avasallando, y por el otro lado soportando la humillación en silencio. Se me dice con frecuencia: «Ya te ganaste el Nobel, ya no tienes preocupaciones», y yo contesto: «¿Cómo no preocuparse si el horror cada minuto desgarra la tierra? ¿Cómo no continuar en pie de alerta cuando nos han transformado en una raza de cíclopes, en seres de mirada unidireccional controlados por las imposiciones del consumo?» Lo pienso y lo reitero: debemos establecer una sociedad que nos permita recuperar la condición humana impidiendo que se nos convierta en hormigas, lo cual sería lamentable, aunque en el fondo yo pienso que sería peor ver a las hormigas convertirse en hombres, porque en ese caso no habría opción para la Tierra.
—Habrá una segunda oportunidad para el marxismo. Las ideologías que hablan de liberación, de igualdad, son siempre necesarias. El capitalismo es un error y por eso es fundamental analizar nuevas propuestas que inventen un mundo más equilibrado, en el que ya no existan tres mil millones de personas viviendo con sólo dos dólares diarios. Durante esta visita a Colombia he dicho enfáticamente: sí, hay que legalizar la droga, pero primero el pan. Mientras un continente como África muere de hambre y de enfermedades que no puede controlar, no es posible hablar del triunfo del capitalismo. Yo creería en este sistema, no cuando el hombre llegue a Marte, sino cuando todos tengamos alimento. Por eso la carrera espacial me parece secundaria, además el hombre ya casi logra destruir la Tierra, ¿para qué tanto empeño en destruir otro planeta?
—Usted nos ha venido alertando sobre los peligros de la globalización económica…
—¿La cultura considerada como industria también es síntoma de esta decadencia universal?
Es otra perversión de nuestro tiempo, otro tentáculo de la manipulación ejercida sobre nuestras mentes. Una novela o un poema están muy distantes de ser llamados productos culturales, ¿cómo podría ser una obra de arte una simple mercancía? Un cuadro de Picasso por alto que sea su precio es mucho más que un producto, es una forma intensa de ver la vida, de denunciar las formas establecidas y a veces las arbitrariedades humanas.
Se habla de factorías culturales, del autor como un prestatario de contenido, como un mercachifle de ideas, y esto es erróneo. La sociedad de consumo intenta absorber el arte que siempre se le escapa, y aunque a veces parece asimilarlo, en la verdadera obra acecha una serpiente, una venganza que la pone en entredicho. Las enormes galerías o casas disqueras creen haber convertido el arte en un producto similar a una bebida light, pero las verdaderas obras siempre terminan por burlarse de ese esquema, creando conciencia, preguntando sobre las carencias de nuestras vidas. La Ilíada o Los hermanos Karamazov, que citábamos anteriormente, no son productos culturales y aún no es fácil verlos en los grandes almacenes de cadena. La poesía resiste como lo ha hecho siempre, y aunque el comercio insista en comprarla o seducirla, nunca sabrá en qué lugar se encuentra su barricada, porque es en lo más primitivo y elemental del hombre, en nuestra sensibilidad adherente, compartida.
¿Piensa que la información es lo contrario de la comunicación?
—La comunicación requiere de un ritual, de una profunda compenetración con el interlocutor y muchas veces ni siquiera es necesaria la palabra. El periodismo que se está haciendo ahora en el mundo es idiotizante. El Internet ha hecho que los mensajes sean más rápidos pero eso no quiere decir que sean más profundos. Una carta tradicional llevada por el cartero en bicicleta atravesando caminos enlodados durante semanas, tiene más poder sagrado que un mensaje con errores de ortografía y palabras pegadas enviado a un correo electrónico. En la carta está la letra, la caligrafía del autor e incluso el aroma, es un objeto más humano, que posee una carga de significados más elementales y más hondos. Puedo parecer anacrónico, pero creo que la comunicación está más cerca de esa carta. Quizá la verdadera comunicación no esté ni siquiera en el lenguaje, sino en la piel, en la mirada, en el silencio. Tal vez está en el reconocimiento de nuestro dolor hasta un punto en que pueda compartirse para poder superarlo.
—Usted ha manifestado que la literatura no produce respuestas y a veces ni siquiera preguntas…
—No sólo la literatura, sino mi tránsito vital ha estado demarcado, enriquecido, por dudas e incertidumbres. Yo creo que sólo tengo dudas, y éstas me han hecho crecer, profundizar… Pienso que con aquellos que tienen respuestas es imposible dialogar, que es mejor no saber para comunicarse, y más provechoso pararse en la mitad, escuchar, suponer que todos pueden tener razón y que las cosas pueden ser ciertas también en su lado opuesto. Dudo luego existo.
—La sociedad de consumo nos obligó a abandonar los parques, hizo de los centros comerciales nuestras nuevas catedrales, abolió oficios que nos han acompañado desde tiempos prehistóricos, ¿eso parece ser lo que usted denuncia en su novela La caverna?
—¿Toda creación artística representa un territorio libre del deseo?
—El deseo es esencial, tal vez bastante, pero no un atributo tan exclusivo como para poder definirla. Yo soy un intelectual no intelectualizado, tengo carencia de información, de conocimientos, y como pienso primero en lo vivencial, creo que es en la mirada donde el deseo se hace más feliz. Sin ninguna veleidad, sin querer alcanzar definiciones esotéricas, diría como cultor de la novela que para mí objetivamente no es un género sino un espacio, un lugar literario donde todo puede confluir: la ciencia, la filosofía, la poesía… Es decir una summa que rompe las fronteras del género y deja que todo lo que está alrededor entre como un río en el mar… Esta respuesta salió un poco poética. Creo que es exactamente la que eliminarían los obtusos editores de los diarios.
—La poesía portuguesa es una de las más reveladoras y sustanciales de nuestro tiempo. ¿Cómo es su relación con Sophia de Mello, Eugénio de Andrade, António Ramos Rosa, que aquí se conocen clandestinamente?
La poesía tiene la suerte de la clandestinidad, de formar sectas. Ellos son poetas muy importantes de la lengua portuguesa y mi relación (exceptuando el afecto) es desde luego la del lector emotivo. Nosotros hemos tenido grandes voces e incluso se inventó el eslogan: Portugal, tierra de poetas, porque con este género ha existido una tradición, mientras con la novela se ha dado siempre un relevo de cúspides y declives. Por mi parte pienso que se puede encontrar más poesía en mis novelas que en mis poemarios, y que el tercero titulado: El año de 1993 (escrito en 1975) donde se cuenta una historia y con una descripción fantástica se imagina un país, quizá sea un puente hacia la narrativa… Una reconocida crítica le da importancia a este libro diciendo que constituye mi paso a la novela, lo que es bastante obvio porque desde allí nunca he vuelto a escribir libros de poesía. Cualquiera puede ser profeta del pasado.
—Siempre hay temas de los que no podemos escapar y hacerlo por recurrir a una fórmula es un desacierto. En mis novelas reitero que nos han direccionado la mirada, que nos han vendado, enceguecido, pero también me obsesiona la identidad, y por eso el protagonista de Todos los nombres durante trescientas páginas se pregunta quién es el otro (más precisamente la otra). Un escritor debe obedecer a sus pasiones, arriesgándose. Ignoro si hay evolución en el arte, pero sé que no hay progreso, y que quizá estamos más próximos al retroceso. Si existiera un avance en el sentido propuesto por el positivismo estaríamos haciendo obras extraordinarias, pero nada hemos hecho aún que haya superado La Ilíada o las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira.
—Hace cinco años reside en la isla española de Lanzarote, y allí huyendo del asedio del prestigio surgieron sus cuadernos biográficos, ese intento proustiano por recobrar el tiempo…
—España ha ejercido sobre mí cierta fascinación y esa isla del archipiélago de Canarias es una opción de paraíso que además me ha suscitado Los Cuadernos de Lanzarote, que defino como una necesidad de apresar el tiempo, de ser consciente de su transcurrir, de sentir su latido… lo que quizá en su origen sea la propuesta de Proust. Escribir es escuchar el tiempo.
—Ha hablado muchas veces de su gusto por algunos escritores hispanoamericanos…
—No los leo porque escriban en un idioma determinado sino porque son buenos… Al comienzo mi acercamiento al español fue conflictivo pero ya no me preocupa, a pesar de que no he prosperado mucho. Y como hablo mal el español pienso mal en español y por fortuna nunca pasa nada. En cuanto a los escritores podría nombrar a: Sábato, Onetti, Cortázar, Donoso y al mismo Vargas Llosa, que escribe para un público distinto al mío; porque esa es la diferencia entre nosotros, los públicos que nos leen, que nos escuchan, solamente eso. También pienso que hay escritores con buena prosa sostenida en el Post-boom, e incluso en el Post-post-boom, y en todas esas equívocas denominaciones que inventa el comercio.
—¿La literatura es uno de los pocos antídotos contra la ceguera interior?
El tiempo inició su regreso a las manecillas del reloj. El reportaje agonizaba por un asedio de cámaras y periodistas que esperaban tras la puerta al último (¿al primero?) de los seres humanos, para rastrear su sabiduría, su generosidad, su acendrado humanismo, y acabar de construir la estela de este cometa esencial en su viaje por Colombia. Vimos su rostro sereno iluminarse y sus manos que parecían pájaros escribir ese nombre, que contiene todos sus nombres, esa firma que termina con una desproporcionada letra “g” antecedida por una “o” tan diminuta como un punto, mientras terminaba la dedicatoria en uno de sus libros.
Su risa triste nos preparó para el entrañable abrazo de despedida. Y aunque era fácil creer en la esperanza salimos del hotel, sabiendo que en sus ojos permanecería la pesadumbre de una humanidad amenazada por su irreductible contradicción y en su interior la desgarradura de ser su profunda conciencia.
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