[ 07/19/2010] [ Fuente: Moir ] [ ]

 

El imperio español en los comienzos del Siglo XIX era un grande y viejo barco mohoso con su maderamen henchido de agua y tripulado por fantasmas feudales en una época de ebullición burguesa. Se parecía –lo cual no es coincidencia- al barco del “Diario de un naufrago” encontrado en una botella, de Allan Poe. El timón se lo disputaban dos reyes, la economía estaba arruinada, el déficit fiscal hacía tambalear el dorado trono, la miseria política y científica no la habían remediado los paños de agua tibia de los Borbones y, para escalar sus males, se encontraba en medio de la lucha titánica de dos colosos capitalistas, Inglaterra y Francia.

Pero al igual que el enorme barco del poeta norteamericano navegaba a todo trapo con su desueto velamen imperial desplegado en la tormenta. A eso lo había arrastrado la ambición de conservar su esclerótico predominio, ya que no por su poderío económico, sí por las razones de sus cañones, política a menudo observada por los imperios en decadencia.

Pese a sus deficiencias podía vanagloriarse de una tradición marinera que subsistía precariamente al hundimiento de su flota de guerra por Nelson en Trafalgar, un ejército heredero de las brillantes tradiciones guerreras de los famosos tercios españoles, una burocracia añosa que, a pesar de la decadencia, tenía en su haber tres siglos de administración colonial y, como lo demostraría la guerra de liberación contra el ejército napoleónico, un apoyo popular –por el sentimiento nacional y la tradición- cerril e indómito que no debía menospreciarse. Eran activos en una época de pruebas inmensas.

Había contraído una equívoca alianza con el destructor de reyes y sepulturero de feudalismos y servidumbres: Napoleón, la cual le había costado su flota y la interrupción de la comunicación con los territorios de ultramar. La Guerra de las Naranjas del Binomio Francia-España contra Portugal e Inglaterra llevaría los ejércitos napoleónicos al suelo español. Para 1808 le significaría el sablazo con el cual el cabito corso separaría la cabeza del añejo tronco de la corona española.

Napoleón, con el fácil expediente de ser el árbitro en las desavenencias entre el príncipe heredero, felón o deseado según el cristal con que se le mirara, y su padre, los apresó y colocó a su hermano como rey del vetusto imperio. Las consecuencias de ese hecho, desencadenado por el ascenso victorioso de la revolución burguesa en Europa, para los intereses de los americanos fueron de singular importancia. Quedó el reino sin rey legítimo. Calculaba Napoleón el derrumbe de España tal y como se habían derrumbado ante sus trompetas otros reinos y señoríos. No fue así. La guerra de guerrillas, las partidas de paisanos –apoyados por los ingleses de Wellington- acosaron al mejor ejército del mundo convirtiendo la invasión en una auténtica desgracia, una llaga purulenta que desangraba en hombres y recursos a Francia.

La España se iba al garete y cada quisque trataba de salvarla. Las Juntas Locales y Supremas ideadas para liderar la guerra de independencia, fueron su salvación y, contradictoriamente, la ruina de su dominio en América. Un ejemplo funesto. Eclosionaron las Juntas bajo la patriótica adhesión a la corona. En realidad eran otra cosa. Pero no había nada que hacer. España debía ser salvada de Napoleón, lo demás era lo demás. Los virreyes que pudieron sostenerse, como el del Perú, lo hicieron con los recursos que tenían a mano, los demás sucumbieron uno a uno.

Unos pocos decenios antes las colonias inglesas en Norteamérica se habían levantado contra su metrópoli. España y Francia las ayudaron por gracia de sus contradicciones con Inglaterra. El ejemplo de la revolución norteamericana fue aciago a mediano plazo en lo ideológico y en lo político para las testas coronadas de Madrid y París, pero eso naturalmente no podía entrar en sus cálculos acuciados por las exigencias de la hora.

Pero sin lugar a dudas el hecho de mayor importancia, un asunto histórico universal categórico, fue la revolución francesa. 1789 estaba gravado con fuego y metal pesado. Por el peso específico de Francia expresado en su economía, su población, su ciencia, el dominio ideológico que había alcanzado sobre el resto de Europa y que se extendería después de la revolución por más de un siglo, lo que le sucediera impactaba decisivamente al continente y al mundo. A eso se añadió un algo que señalaría Marx: los franceses llevaron sus asuntos hasta sus últimas consecuencias: 1789, 1830, 1848 y la Comuna de París. Las cabezas de Luis XVI y María Antonieta en un cesto, el terror del año 1793 y Napoleón trastornaron y transformaron a Europa y al mundo.

Los ilustrados neogranadinos seguidos por artesanos y campesinos que hicieron oír su voz en Santa Fe como un poco antes lo habían hecho en otras ciudades hundían tres siglos de dominio feudal y absolutista, aupados por las revoluciones burguesas europeas, las cuales tenían, a su vez, un antecedente categórico: la formación de los Estados nacionales. Por eso la palabra independencia que inscribirían en sus banderas, muy pronto después del 20 de julio de 1810, era deudora y desarrollo natural del proceso de formación y desarrollo del capitalismo en Europa.

Doscientos años después pretenden el gobierno y sus áulicos convertir la conmemoración en un asunto banal de pequeños detalles y anécdotas, y en una cuestión parroquial, tratando de negar que la guerra de independencia movilizara las fuerzas que yacían en el seno del pueblo, despertadas gracias a enormes hechos internacionales. Por supuesto que lo hacen a toda conciencia ya que su intención es evitar que los colombianos hagan los necesarios paralelos entre su triste suerte en manos del imperio español en 1810 y las deplorables condiciones en que se encuentran en 2010 en manos del imperialismo norteamericano y que lleguen a la justa consecuencia de requerir una segunda independencia.