Aquí nunca ningún gobierno ha pretendido tocarles un pelo a los intereses norteamericanos. Como hicieron tantos en otros países.
Tienen razón los dos. El régimen de Hugo Chávez siempre ha mirado con simpatía y prestado refugio en su territorio a las guerrillas colombianas, como dice Uribe. Y el régimen de Uribe siempre ha representado los intereses de los Estados Unidos en América Latina. Y todo eso se sabía.
Porque no es nuevo. No data ni de Chávez ni de Uribe, sino que viene de mucho más atrás. Fue una costumbre establecida, durante las guerras civiles respectivas que tuvieron los dos países a lo largo del siglo XIX, la de ayudar a los rebeldes alzados en armas contra el gobierno vecino: de Venezuela para acá y de Colombia para allá. Y esto empezó casi antes de que se hubiera completado el desgajamiento de las antiguas colonias de España en América. Por otra parte, siempre han sido así las cosas en la historia: podría citar al respecto proverbios vietnamitas y griegos de la antigüedad: desde que se inventaron las patrias y las guerras.
Así que no hay duda de que las pruebas que exhibió el gobierno de Uribe en la OEA son ciertas.
Pero es igualmente cierta la tesis del gobierno de Chávez según la cual Colombia ha actuado bajo Uribe como la punta de lanza de los intereses norteamericanos en el continente. Para demostrarlo bastaría con la entrega de las siete bases militares para que sean usadas por los norteamericanos, a espaldas del Congreso y de la opinión, hace apenas dos años. Sin embargo, también eso es viejísimo. Colombia ha sido siempre, desde la llamada Independencia, el peón de estribo de los Estados Unidos aquí abajo. Desde que Santander los invitó a participar en el Congreso Anfictiónico de Panamá. Desde que Mariano Ospina Rodríguez propuso que Colombia se vendiera como un estado más de la Unión Americana. Desde que Marco Fidel Suárez señaló el camino del norte con su dedo de latinista: ‘respice polum’. Desde que Laureano Gómez envió tropas colombianas a combatir en Corea, para darle a la guerra norteamericana una justificación colectiva ante las Naciones Unidas. Desde que Julio César Turbay se puso del lado de Inglaterra y de los Estados Unidos en la guerra de las Malvinas argentinas, ganándose para Colombia el remoquete de ‘Caín de América’. Desde que el mismo Uribe que ahora se despide apoyó al presidente Bush -y fue el único en hacerlo en todo el hemisferio- en su guerra de Irak, y luego se empeñó también en ayudar en la de Afganistán enviando “erradicadores manuales” para ayudar en la lucha contra el narcotráfico.
Y por supuesto, en esa misma lucha contra el narcotráfico: ahí Colombia ha sido, desde que la farsa sangrienta comenzó, el más obediente servidor de las políticas norteamericanas. “Por convicción, no por coacción”, llegó a decir patéticamente el coaccionado Ernesto Samper en su momento.
Pero es cierto que casi no ha sido necesaria la coacción para lograr el sometimiento de los gobiernos de Colombia. Este es tal vez el único país de todo el continente que nunca ha sido invadido por los Estados Unidos -salvo para la amputación de Panamá, que no fue defendido-, y en el que los Estados Unidos no han necesitado nunca ni instalar un dictador, ni derrocarlo: de ahí viene lo que llaman “nuestra” tradición civilista. No es nuestra: es de ellos. Aquí los gobiernos han hecho siempre dócilmente lo que desde allá arriba les han dicho. Por eso no es una casualidad que Bogotá mereciera el honor de ser designada como sede de la Primera Conferencia Panamericana, esa de abril de 1948 que -curiosa coincidencia- coincidió con el ‘Bogotazo’ que parecía mostrar tan a las claras el peligro de la subversión comunista en América Latina. Aquí nunca ningún gobierno ha pretendido tocarles un pelo a los intereses norteamericanos, como hicieron tantos en otros países: Lázaro Cárdenas en México, Getúlio Vargas en el Brasil, Perón en la Argentina, Árbenz en Guatemala, Allende en Chile, los coroneles en el Perú, Torrijos en Panamá… Por eso no ha sido necesario imponer tiranos sanguinarios como Somoza o Pinochet, o tantos otros. ¿Para qué, si los intereses de las empresas bananeras los cuidaba perfectamente el gobierno del moderado Abadía Méndez, y los de las petroleras el del demócrata Virgilio Barco? Todo se ha hecho aquí por las buenas. Tiene razón Chávez: los de Colombia han sido, tradicionalmente y desde el comienzo mismo de la llamada Independencia, gobiernos lacayos.
Tanto, que cabe pensar que este sainete de los últimos días que le transmite al presidente electo Santos la papa caliente de la pelea con Chávez no es, como puede parecer, un capricho agónico de Uribe contra su sucesor. Sino un servicio más que les presta a sus amos, como diría el coronel venezolano. Así, el Departamento de Estado norteamericano ya terció para advertir que “hay que tomar las acusaciones muy en serio”. Porque muestran lo que había que mostrar: que Chávez es un protector de narcoterroristas. ¿Y para qué son las siete bases cedidas por Colombia? Pues para combatir el narcoterrorismo.
Va a acabar Chávez teniendo razón hasta en su delirante denuncia de que a Bolívar lo envenenaron los colombianos. O si no, que se lo pregunten a Maradona.
[ Fuente: Semana ] [ Autor: Antonio Caballero]
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