Hay gente que le gusta robar cosas pequeñas. Diamantes, por ejemplo. Son fáciles de esconder, y sus dueños pueden no darse cuenta de que se los han robado hasta cuando es demasiado tarde. No carece de astucia el que escoge robar esas gemas cuajadas de luz, y tan portátiles que no es difícil hacerlas pasar por retenes y fronteras.
En cambio hay gente paradójica que escoge robar cosas tan grandes que nadie sabría qué hacer con ellas. No hablo de jarrones Ming, ni de alfombras, ni de elefantes. Hablo de bienes más grandes aún. Hablo de la más atrevida, la más temeraria, e increíblemente la más exitosa entre nosotros de las formas del robo. Ese bien que aquí se roba amplia y persistentemente, con toda eficacia y sin consecuencias para el ladrón, es la tierra.
Al comienzo no sólo la robaban. Bastaba que tres ladrones se unieran, bastaba que uno de ellos fuera capellán y el otro notario, y declararan, porque les convenía, que los dueños de aquellas tierras eran infieles y antropófagos, y las tierras pasaban inmediatamente a sus manos, bajo el sello protector de la corona y bajo la segura bendición del santo papa. La cosa ni siquiera se llamaba robo y no había que ocultarla.
El método era tan perfecto que los ladrones, a los que se les daban nombres más respetables, no sólo pasaban a ser dueños de la tierra sino dueños de todos los anteriores propietarios que esa tierra tenía, y que en adelante debían encorvarse para siempre sobre los surcos a tributar su sudor y su vida ante esos nobles adalides de la civilización que habían venido a redimirlos de la barbarie.
Así fue en los orígenes. Y aunque el sistema fue cambiando con los tiempos, no podemos decir precisamente que se sofisticara. También las guerras civiles solían dejar las tierras de los derrotados en manos de los triunfadores, y oportunas autoridades emitían enseguida los títulos correspondientes.
No es que el robo haya venido a hacerle trampa a la ley: con el robo llegó la ley y se entronizó. Muy a menudo eran los encargados de aplicar las leyes quienes cometían el delito y lo legitimaban. Imagino que a las facultades de Derecho les causa tanta consternación leer la minuciosa historia de nuestra injusticia que prefieren no pensar en ello. Por eso no vemos hoy grandes debates sobre el modo como ha sido profanado siempre en nuestro suelo el derecho de propiedad: casi tanto como el derecho a la vida.
Por allá en los años treinta se empezó a hablar de la necesidad de una Reforma Agraria. Pero los tenientes de la tierra no sólo habían sido hábiles a la hora de obtenerla: se mostraron más hábiles aún a la hora de defenderla, y la legalidad tan profanada por ellos o por sus respetables antepasados se volvió su disciplina favorita, para ejercer la legítima defensa contra toda amenaza liberal.
Y llegaron los temibles y rojos años cincuenta. Y en vez del éxito de la Ley de Tierras de López Pumarejo, y en vez de la reforma tan cantada, Colombia vivió esa espantosa contrarreforma agraria que se llamó La Violencia, que cambió el mapa de la propiedad, precisamente allí donde estaba la principal riqueza nacional, la zona cafetera. Muchos teóricos preguntaban por qué maldición la violencia se ensañaba con tierras tan hermosas y fecundas. Sin embargo, era fácil ver cómo coincidía el rastro rojo de la sangre con el rastro rojo de los frutos en las ramas.
Después de aquello, de nada se habló tanto en Colombia como de la Reforma Agraria. Pero un magistral Congreso de terratenientes se encargó de impedir, por siempre y siempre y siempre, que aquella reforma llegara. De pronto, en los años ochenta, otro cambio ocurrió en nuestros campos. ¿Llegaba por fin la Reforma Agraria que aclimataría la paz, que honraría la vocación agrícola del país, que por fin les haría justicia a los campesinos tan maltratados, tan expulsados?
No: nuevos terratenientes venían por el resto. Los campesinos que quedaban en nuestros campos fueron arrojados a las ciudades, y no precisamente a trabajar en la industria, porque ya la industria había sido sustituida por dos grandes renglones de la economía, el tráfico de drogas y el lavado de activos. Sus hijos no tendrían opciones laborales por fuera de esos florecientes y violentos negocios.
En un país donde la más antigua tradición es el despojo de tierras, resulta asombroso oír hablar de la intención de devolver la tierra a sus propietarios. La más reciente oleada dejó millones de hectáreas productivas en otras manos. ¿Cómo irán a hacer para arrebatarles las tierras a sus actuales dueños y devolvérselas a los campesinos desplazados? La generosa intención no puede olvidar que estamos en un país donde la voluntad de los terratenientes se confundió siempre con la ley.
Desde el comienzo de nuestra historia, cierta gente se acostumbró a robar algo que no es posible llevarse para ninguna parte, que tiene que permanecer allí donde estaba. Se acostumbró a cometer robos que no es posible ocultar, a robar lo que enseguida se advierte que ha sido robado. ¿Cómo lo hacen? ¿Y cómo logran que esos robos sean enormes, persistentes, eficaces e impunes? El que logre explicarlo habrá llegado al alma de nuestra sociedad, a la clave de nuestra identidad, al secreto mejor guardado de nuestra nación.
Por: William Ospina
http://www.elespectador.com/columna-222642-instrucciones-robar-un-diamante
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