Un pequeño número de policías se insubordinó en la mañana del jueves 30, sobre todo en la ciudad de Quito, pero también en Guayaquil y Cuenca, en rechazo a la Ley de Servicio Público que, según manifestaron, perjudica sus ingresos y varios beneficios corporativos. Cuando el presidente Rafael Correa acudió al regimiento de Quito número 1 tomado por los insubordinados, fue abucheado, mojado y gaseado, y luego retenido durante horas en el Hospital de la Policía Nacional. Los policías también tomaron el Parlamento e impidieron su normal funcionamiento, y soldados de la fuerza aérea ocuparon el aeropuerto internacional de Quito.

Con el paso de las horas, la insubordinación policial se convirtió en crisis política e institucional que forzó al presidente a decretar el estado de excepción, primero, y más tarde a negociar con representantes de los policías una salida a la crisis. No se trata, en rigor, de un golpe de Estado, aunque la sensibilidad de las izquierdas luego de los sucesos de Honduras, hace algo más de un año, justificó la mayor alarma. Fue el entorno de Lula el que primero percibió que las cosas no saldrían de su cauce y que la protesta policial quedaría en eso, más allá de lo exagerado, exacerbado y desmedido, además de ilegal e inconstitucional, de su accionar.

La crisis deja varias lecciones. La primera es la respuesta fulminante de la Unasur, que fue capaz de reunirse en pocas horas para acotar la crisis ecuatoriana y encauzarla como ya había hecho dos años atrás cuando la derecha boliviana buscaba jaquear al gobierno de Evo Morales. La rápida convocatoria a una cumbre de presidentes de la Unasur, convocada a contrarreloj y celebrada la misma noche del jueves 30 en Buenos Aires, es una clara muestra de que vivimos tiempos nuevos en los que el golpismo, en cualquiera de sus formas, ya no corre.

La segunda es que la región ha ido tomando forma propia, que ya tiene una madurez que le permite encarar situaciones complejas más allá de las diferencias entre los gobiernos que la integran. La rápida respuesta de todos los gobiernos es una de las mejores noticias. Los de Colombia y Perú mostraron desde el primer momento su apoyo a Correa, cerrando incluso sus fronteras y dejando de lado antagonismos y diferencias, y mostrando que son más las cosas que los unen que las que los separan. No puede olvidarse que menos de dos años atrás Ecuador y Colombia rompieron relaciones a raíz del bombardeo al campamento de Raúl Reyes el primero de marzo de 2008.

La tercera lección que deja esta crisis es la tardía reacción de la Casa Blanca que declaró su apoyo a Correa después que los militares ecuatorianos habían acordado la continuidad constitucional y luego de ser emplazada por el gobierno cubano para que se pronunciara claramente.

En adelante, las crisis regionales serán resueltas en la región. “Sudamérica para los sudamericanos” podría ser el nuevo lema capaz de regir la vida política en esta región que ya no es patio trasero de nadie. Los hechos confirman el aserto del economista brasileño José Luis Fiori en un artículo publicado en el periódico Valor (29-IX-2010), en el que alerta que la región está viviendo una “revolución intelectual”, que “ya consolidó una nueva manera del continente de mirarse a sí mismo y al mundo, y a sus propios desafíos asumidos como oportunidades y opciones, que deben ser hechas a partir de su propia identidad y de sus propios intereses”.

Los principales líderes de la región ya no piensan, ni pueden hacerlo, en función de sus relaciones con los centros de poder, que viven una profunda y prolongada crisis, sino en base a intereses propios. En Ecuador, ni siquiera la derecha más retrógrada, como la que encabeza el alcalde de Guayaquil, Jaime Nebot, ha sido capaz de apoyar a los sublevados.

Por último, la crisis deja otra lección también importante. Las gubernamentales fuerzas del cambio, o de la “revolución ciudadana” en el caso de Ecuador, no pueden enajenarse el imprescindible apoyo de los movimientos sociales. El presidente Correa ha estado enfrentado con el movimiento indígena, con sindicatos y los más diversos colectivos. Ciertamente, mantienen posturas muy diferentes en asuntos decisivos como el uso de las aguas por las multinacionales mineras y por otras razones vinculadas al modelo de desarrollo. Pero Correa elevó en varias ocasiones el tono de la confrontación, agrediendo innecesariamente a dirigentes sociales con acusaciones fuera de lugar.

El comunicado de la Conaie habla por sí solo. Acusa a Correa de haberse empeñado en atacar y deslegitimar a los movimientos sin haber tocado las estructuras de poder de la derecha. Esa actitud no ha hecho más que favorecer a la vieja derecha, tanto a la económica como a la política. “Para nosotros es una situación bien incómoda”, afirmó un dirigente de las asambleas del agua del Azuay vía telefónica, “ya que estamos contra la vieja derecha que quiere tirar a Correa, pero también contra la nueva derecha que representa el presidente, por eso apostamos a tumbar este modelo que sigue siendo neoliberal”.

Eso tal vez explique que no haya habido masivas movilizaciones en apoyo de la “revolución ciudadana”, como las que hubo en 2002 en Venezuela para frenar y revertir el golpe contra Hugo Chávez, o las que en septiembre de 2008 derrotaron a la derecha en Bolivia. La soledad de un poder que se proclama hacedor de los cambios y encarnación de la voluntad popular, enseña que algo no se está haciendo bien. La tentación de gobernar para la población pero sin ella, taponando las críticas con discursos, es pan para hoy y desamparo para mañana.

Raúl Zibechi

http://www.jornada.unam.mx/2010/10/02/index.php?section=opinion&article=020a1mun