El proceso electoral peruano dio grandes sorpresas. Luego de haber sido la economía de América Latina de mayor crecimiento en los últimos años, se esperaba que los dirigentes que lo propiciaron regresaran al poder.

Por el contrario, Toledo y Kuczynski, el presidente y el ministro del supuesto milagro, fueron arrollados en la primera vuelta, y en la segunda triunfó Ollanta Humala, el candidato que más se apartaba del modelo económico imperante.

El realineamiento de fuerza se vio complicado por las adhesiones de Vargas Llosa y Toledo al candidato que estaba más lejos de su pensamiento. Pero la cuenta de cobro no demoró en llegar. Los dos personajes aspiran a que Humala designe como ministros a los defensores del modelo económico que prometió cambiar durante la campaña.

La economía peruana tiene un alto grado de ficción. El dinamismo proviene de una entrada masiva de las multinacionales para explotar la riqueza mineral en plata, oro, cinc, cobre, etc. La expansión de estas actividades se manifestó en un crecimiento de 7,5% en los últimos seis años. Sin embargo, los beneficios están representados en rentabilidades desorbitadas de 40% en las empresas registradas en la bolsa y de 90% en las mineras. En contraste, de acuerdo con la Cepal, en el período descrito los ingresos laborales crecieron menos de 0,5% y el empleo 2,0%. De donde se deduce que los ingresos del trabajo aumentaron en razón de 2,5% y los de capital 15%.

La aparente contradicción política tiene una clara explicación en la economía. El espectacular crecimiento peruano no llegó a las grandes mayorías y amplió en forma aberrante las desigualdades.

A diferencia de los que predican Vargas Llosa y los dirigentes neoliberales, el mercado no es la solución, sino el problema. La entrega de los recursos naturales para que se explotaran con ganancias desorbitadas condujo a la concentración en la minería que no genera empleo y origina enormes rentas que impiden el desarrollo de otras actividades.

Perú tiene una de las estructuras industriales más rudimentarias de la región y los mayores índices de informalidad. La conversión de las utilidades empresariales en transferencias a los estratos menos favorecidos en la forma de salarios y necesidades básicas se ve limitada por la producción interna y las presiones inflacionarias, como sucedió en Venezuela. La estabilidad monetaria y cambiaria del sistema depende de acumular cuantiosas utilidades que no se gastan y no se pueden trasladar a la población.

Lo que se plantea, precisamente, es la presencia del Estado para revisar los contratos mineros, elevar los impuestos, movilizar los excedentes a la creación de empresas industriales y agrarias, así como la formalización del trabajo. Además, no se puede ignorar que la racionalización de las utilidades ocasionaría el retiro de algunos inversionistas, desinflando el crecimiento. De hecho, se requiere regular los movimientos de capitales, intervenir el mercado cambiario y orientar en forma selectiva el crédito.

No es algo que se pueda reducir a las políticas aplicadas por Lula dentro de la tradición estructuralista. Brasil nunca le jugó al neoliberalismo; mantuvo la protección industrial y agrícola, operó con elevadas tasas impositivas y no firmó acuerdos de libre comercio. Así, la reducción de la pobreza se logró dentro del mismo modelo, elevando el salario mínimo, mejorando la universalidad de los programas sociales y ampliando el empleo.

La diferencia es grande. Mientras en Brasil los avances de la equidad se podían hacer con ajustes menores del modelo existente, en Perú requieren cambios sustanciales en la estructura productiva.

 

 

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