Los seres comunes y corrientes que los aplausos, los reflectores, los elogios convierten en luminarias, ídolos o caudillos, trazan una trayectoria similar.
Comienzan sin ser nada, ni nadie, hacen una gracia y otra y otra —puede ser un puño, una patada, un tiro, un grito— hasta que se hacen mirar, y luego alabar, magnificar. Engolosinados con el reconocimiento y el poder llegan a la cúspide. Entonces, se vuelven desdeñosos, déspotas, autoritarios. La decadencia comienza. Caen, completan su ciclo; pero ninguno, casi ninguno, se da cuenta de que la trayectoria es otra, de que ahora va hacia abajo. Como es ley, los casos son miles. Hay algunos cercanos a nosotros, dramáticos y ridículos, por lo demás.

Ningún colombiano, nos gustara o no el boxeo, fue ajeno a los triunfos de Pambelé. Un muchacho, salido del Palenque de San Basilio, que escaló la vida a coñazo limpio y en regla, que daba declaraciones, altisonantes unas y sabias otras —como aquella de que es mejor ser rico que pobre—, se convirtió en un ídolo, en un símbolo. El ron le ablandó los músculos y lo demás terminó por arrinconarlo contra las cuerdas de la vida. Lo vimos entrar a la plaza de toros alzando los brazos como si hubiera ganado una corona mundial más, y recibir el aplauso cariñoso de los 12.000 aficionados. Después, engolosinado con los vivas y hurras, llegaba que se caía, dando tumbos borracho, sólo para rescatar esa sensación de ser el ombligo del mundo. Una tarde llegó con la capa de rey del cuadrilátero —ya apolillada y descolorida— que se había puesto cuando ganó el campeonato mundial welter junior y una chapa estrambótica dorada en la cintura. Un monigote. La gente lo aplaudía con cierta piedad y mucha tristeza.

El caso no es idéntico en lo externo, pero es muy parecido en el contenido. Uribe no ha resistido lo que llaman la viudez del poder. No ha sabido administrar con madurez su nueva condición. Dispara a diestra y siniestra con violencia sus trinos, hace alharacas y casa peleas en cada esquina; no resiste dejar de ser mirado. Lo trasnocha la estatua que no le han levantado en Salgar, o en Ituango, o en Chigorodó, montado a caballo con poncho y zurriago; le amarga la vida —¡y qué amargura la que destila!— porque le muestran lo que hizo y no lo que dijo haber hecho: criar a un Arias, a un Moreno, a un general Montoya y ahora, es claro, a un Bolillo. No es que Bolillo hubiera sido funcionario de su gobierno, pero heredó su estilo, ese de “le doy en la cara, marica”, que oyó incrédula y dejó súpita a la opinión pública. Más aun, que nadie olvida. Uribe y Pambelé no soportan el anonimato y, como Bolillo lo demuestra, tampoco que se les contradiga. Lo que hizo Bolillo con la niña la semana pasada, lo hizo Uribe con el país y Pambelé con sus sparrings. Al expresidente sólo le falta aparecerse en el final del sub-20 con la banda presidencial terciada y dando tumbos por las graderías. Lo que nadie puede descartar, dada la crisis de egolatría demencial en que anda.

Alfredo Molano

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