Para Colombia el conflicto armado interno deja innumerables consecuencias, que bien pudieron facilitar el surgimiento y entronización del paramilitarismo en lo más profundo de los valores sociales colectivos de un país escindido, que se mantiene a pesar de la precariedad de su Estado.

 

 

 

Después del pacto de Santafé de Ralito, el paramilitarismo sigue vivo y presente

Han pasado ya 10 años de la firma del Pacto de Ralito, momento histórico en el que los paramilitares, apoyados y aupados por sectores de la clase dirigente, empresarial y política de Colombia, buscaron refundar la patria, a la luz de un proyecto de país que nos regresara a las aciagas noches del estado de sitio, a un Estado confesional y a una sociedad sometida a los intereses de unas reducidas élites.

Para Colombia el conflicto armado interno deja innumerables consecuencias, que bien pudieron facilitar el surgimiento y entronización del paramilitarismo en lo más profundo de los valores sociales colectivos de un país escindido, que se mantiene a pesar de la precariedad de su Estado.

Propongo estas tres consecuencias, que pueden servir de criterios para explicar por qué el paramilitarismo en Colombia, lejos de estar acabado por la entrega y extradición de sus principales cabecillas, es hoy un fenómeno vigente en el escenario electoral previo a las elecciones del 30 de octubre de 2011.

Baja institucionalidad, representada en el imaginario de ineficacia construido alrededor del pobre accionar de la justicia, que tiene un carácter histórico y exalta la debilidad y la incapacidad del Estado de imponerse frente a grupos sociales con conductas anómicas y frente a grupos armados ilegales que de tiempo atrás desconocen su autoridad y lo enfrentan militarmente.

Tradición violenta aceptada socialmente, que induce a pensar que los amplios y disímiles fenómenos de violencia que aún se dan en Colombia, están soportados en la ‘naturaleza violenta’(1) del colombiano, asociada además, a un problema fenotípico aupado por la incapacidad de las instituciones  estatales y la falta de una sociedad civil estructurada, con una agenda pública común, capaz de exigirle al Estado cumplir con principios y valores modernos.

Conductas societales normatizadas y normalizadas. Desde allí se concibe y se explica que el actuar de la autodefensa, como práctica social complementada o asociada a la posibilidad de hacer justicia por mano propia, el ciudadano colombiano la reconoce o la ha internalizado como norma, lo que, a su vez, permite volver ley socialmente aceptada todas aquellas prácticas y procedimientos que, alejados del contexto y las condiciones propias de un Estado social de derecho, se convierten en hechos perfectamente normales de acuerdo con las precarias condiciones en las que sobreviven el Estado y la sociedad colombianas en su conjunto.

Lo anterior también puede considerarse como la plataforma en la que se montó, actuó y permanece aún el paramilitarismo, la empresa criminal más grande de la historia reciente de Colombia.

Estamos lejos de superar el paramilitarismo por cuenta no sólo de la debilidad del Estado y de las fuerzas militares de someter o acabar con las guerrillas, sino porque existió y existe aún correspondencia entre las formas de actuar de élites sociales, económicas y políticas, dadas a construir una para institucionalidad en aras de conseguir y mantener beneficios y quienes lideraron y lideran aún el ideario paramilitar, hoy en manos de líderes políticos, congresistas, concejales, diputados, exfuncionarios, expresidentes y líderes gremiales. Todos juntos continuarán justificando el paramilitarismo por la presencia de la guerrilla, pero ocultando realmente lo que hay detrás de dicho fenómeno: desplazamiento forzado, la concentración de la tierra, proyectos agroindustriales, minería a gran escala. Es decir, mientras que subsista la necesidad de que el capital nacional y transnacional circulen para mantener el statu quo y las condiciones de inequidad, el paramilitarismo será, dentro de poco, un valor civil de especial reconocimiento social. Y será así porque la sociedad colombiana en general, los gremios, la Iglesia Católica y los medios masivos de comunicación no se han dado a la tarea de sancionar moralmente el actuar criminal de los paramilitares.

Y no habrá sanción moral porque en amplios grupos sociales el paramilitarismo es bienvenido porque justamente no se opone ni al modelo de desarrollo extractivo, ni al capitalismo, por el contrario, ayuda a reproducirlos, eso sí, a través de la violencia política y el desplazamiento forzoso, lo que de todas maneras profundizará más el conflicto colombiano pues al Estado le quedó grande resolver el problema de la cuestión agraria que está de fondo, aupado por unas élites que se benefician de la inoperancia y de la precariedad del Estado colombiano.

Lo cierto es que después de 10 años de firmado el Pacto de Ralito, el paramilitarismo está aún vivo y cada vez más convertido en un ethos compartido social, política, cultural y económicamente por el grueso de la sociedad colombiana.

(1) Al hablar de ‘naturaleza violenta’, así, entre comillas, no pretendo sugerir un apague y vámonos o considerar que nuestra sociedad no vislumbra un futuro, en la medida en que los individuos estarían condenados a repetir cíclicamente las dinámicas de violencia. Por el contrario, como creo que hay
caminos para superar estos hechos y estadios de violencia, con este ejercicio de reflexión intento aportar elementos para comprender y buscar soluciones alternas a las dinámicas del conflicto que, históricamente, ha permeado a la sociedad colombiana. De igual manera, rechazo la tesis de que exista una naturaleza violenta exclusiva de los colombianos.

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo