Estuve mirando el paso de la marcha universitaria en contra de la reforma a la ley 30 del 92. Quince mil o veinte mil estudiantes manifestando su desacuerdo sin violencia, abrazando policías, distribuyendo chapolas con fundadas críticas al proyecto, cantando unos, bailando otros, contrariando esquemas y hábitos.

Fue emocionante. Y además ilustrativo. Tengo la sensación de que el estudiantado ya no quiere, como lo pretendíamos nosotros en los 60, asaltar el cielo a pedrada limpia. No se trata de ser la vanguardia, sino de ser un sector que participa en la vida política del país. No hubo heridos ni vitrinas rotas. Desfilaron mostrando su fuerza sin ejercerla. Controlaron y desautorizaron a quienes podían poner en peligro el rechazo radical a la iniciativa del Gobierno. La idea de abrazar transeúntes, espectadores y a la misma Fuerza Pública creó un ambiente de simpatía y, añadiría, de respeto a favor de su protesta, como quizá desde las manifestaciones del año 29 contra Abadía Méndez, o del 54, contra Rojas Pinilla, no se veía. Tampoco se habían visto niñas con sus senos al aire pidiendo que la reforma la hiciéramos entre todos. No sólo le pusieron al desfile un toque de libertad, sino de franqueza. El señor procurador debió esconderse y temblar debajo de su escritorio viendo tal desenvoltura. La senadora Gilma Jiménez debe estar preparando en alguna sacristía una denuncia contra las estudiantes por corrupción de menores. Más asombroso fue ver a la Policía parada en una esquina, seria y serena mientras los estudiantes les pintaban corazones rosados, rojos y azules en sus escudos. No fue sólo espectáculo. Fue una defensa de lo que se llamó la democracia participativa que, nos dijeron, es el espíritu de la Constitución del 91, que el presidente Santos parece poner entre paréntesis cuando afirma que no es la calle el sitio para la discusión de reformas, sino el Congreso. El Congreso, donde a pupitrazo limpio se aprueba lo que el presidente quiera. Como, por ejemplo, en este caso, convertir la educación superior en una enorme maquila de obreros calificados, o supercalificados, para exportar. Una fábrica de autómatas, piezas de una gran máquina, que no critiquen y hagan realidad una de las consignas más finas de los estudiantes: “Pienso, luego desaparezco”. Es la esencia de la reforma: desaparecer a quien piensa, ahogarlo a punta de fórmulas. La calidad de la educación universitaria quiere ser sacrificada en favor de la producción en serie de profesionales obedientes, adocenados y formateados. ¿Y dónde emplearán esa masa de robots si la economía, con todas sus locomotoras al galope, será incapaz de emplearlos? Pues se exportarán, como cualquier camisa confeccionada en un galpón de Cajicá o de Sesquilé. El objetivo final es producir un capital humano, como lo llaman, barato. Pero además que ese “precio de oferta” —sale, lo llamaría el viceministro de Educación— sea pagado por el mismo producto o sea por el “profesional” lleno de grados y títulos a través de una plata que le presta el Icetex, un programa que terminará en manos del sistema bancario. ¡Qué más privatización que esa! La educación —decía una chapola— es un derecho, no un producto de supermercado. Y es que, diría el ministro de Hacienda, “plata no hay”. ¿Y cómo puede haber, si la que nos sacan a punta de impuestos se gasta en represión pura: un estudiante —dicen los estudiantes— le cuesta hoy al Estado tres millones y medio de pesos al año; un soldadito, $18 millones, y un preso, $12 millones. Si por lo menos a cambio de la reforma soltaran los soldaditos a trabajar, habría ganancia.

La manifestación del martes fue un ejemplo de democracia militante, incluida la Policía de Bogotá, que se dejó abrazar, en vez de amenazar, agredir, dar palo. Afirmo, por tanto, que Clara López, la alcaldesa, sería el mejor ministro de Defensa que jamás pudiéramos soñar. Mando civilizado se llama esa virtud.

 

Alfredo Molano Bravo

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