En 2008 Marta Rodríguez recibió el Premio Nacional de Cine a “Toda una vida y obra dedicada al cine”, y ese mismo año fue merecedora de un estímulo del FDC (Fondo para el Desarrollo Cinematográfico) para la realización de un nuevo documental que ahora acaba de estrenar: Testigos de un etnocidio: Memorias de resistencia (2011).

 

 

MARTA RODRÍGUEZ

“YO SOY TESTIGO POR MEDIO DEL CINE”

En 2008 Marta Rodríguez recibió el Premio Nacional de Cine a “Toda una vida y obra dedicada al cine”, y ese mismo año fue merecedora de un estímulo del FDC (Fondo para el Desarrollo Cinematográfico) para la realización de un nuevo documental que ahora acaba de estrenar: Testigos de un etnocidio: Memorias de resistencia (2011). Una figura importante en la historia del cine latinoamericano, la documentalista empezó a filmar nuestro país en 1966 y sigue haciéndolo, pero jamás alguna película suya ha sido exhibida ni en las salas de cine ni en la televisión colombianas. Es un cine de tal coherencia, que incluso levanta escama, por su radicalismo, entre algunos intelectuales colombianos contemporáneos.

“¿Cómo te dijera? Cuando yo empecé a hacer cine, mientras trabajaba estudiaba Antropología, pero ningún profesor sabía lo que era Colombia. Uno estudiaba a Lévi-Strauss, a Malinowski y lo que quieras, pero no se tenía idea de nuestros pueblos indígenas, que eran reales, y a los que estaban matando. Entonces aparece el padre Gustavo Pérez, que había fundado el ICODES (Instituto Colombiano de Desarrollo Social) y tenía cámaras de cine y película, y nos cuenta que en San Rafael de Planas, en el Meta, ha habido una masacre de guahibos. Yo le digo que quiero ir a filmar lo que pasó, él me dice: ‘¿Sale mañana?’, y yo: ‘Claro’. Así conozco lo que es la realidad del indígena en nuestro país”.

 

 
 
Planas, testimonio de un etnocidio (Rodríguez & Silva, 1971)
 
Es 1972. Como lo rememora Marta en Testigos de un etnocidio, los pueblos indígenas eran considerados como animales en aquellos tiempos, y nada de lo que se hiciera contra ellos lograba ser divulgado, pero además difícilmente hubiera sido tenido en cuenta. Durante la filmación de Planas (1972), Marta y su esposo, el camarógrafo Jorge Silva, saben de una masacre anterior a la que documenta la película, hecha por unos ganaderos a un grupo de hombres y mujeres adultos, niños y ancianos de la comunidad kwiva. Se dan cuenta de que durante el proceso que se llevó a cabo en Villavicencio por la denuncia de un sobreviviente, los asesinos confesaron sin problema su crimen, porque para ellos no lo era, ya que sus padres y abuelos siempre habían matado indios, y eso en el Llano no era crimen. La absolución de los ganaderos asesinos, sin embargo, no logró dejarlos impunes. Marta y Jorge impulsaron un nuevo proceso con la ayuda de Luis Carlos Galán, y los criminales fueron a parar a la isla prisión Gorgona[1].
 
“Son los años en que Lleras Restrepo ha creado la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), y empieza a haber un proceso masivo de recuperación de tierras. Nosotros filmamos recuperaciones en todo el país, pero Misael Pastrana y unos hacendados se reúnen en el Tolima y hacen el Pacto de Chicoral, para acabar con la ANUC. Entonces empieza a llegar a las reuniones una gente lo más de rara, y crean mal ambiente, hasta que le dicen a Jorge que no puede filmar más y que devuelva los negativos. Nosotros nos negamos a devolver lo que hemos filmado, y nos vamos a vivir seis años con los indígenas de Coconuco, en el Cauca. Porque acaba de nacer el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca), que tiene más identidad que los campesinos de la ANUC, y toda una filosofía y una razón de ser”…
 
 
Nuestra voz de tierra: memoria y futuro
(Rodríguez & Silva, 1974-80)
 
Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1974-80), la película que filman Rodríguez y Silva con el pueblo Coconuco, en el Cauca, termina convirtiéndose en un hito. Como su primer trabajo, Chircales, que había seguido por seis años la vida de una familia obrera en las ladrilleras de Tunjuelito, en Bogotá, Nuestra voz… traspasa las fronteras, su poderosa capacidad para expresar el espíritu del pueblo indígena cosecha elogios y el documental es presentado por varias cadenas de televisión internacional, pero su realización le cuesta a los cineastas periodos de depresión al ver cómo muchos de los personajes que han filmado caen asesinados, y la cinta en Colombia no alcanza ninguna difusión que no sea la marginal.
 
“Durante esos tiempos, como decía Jorge en un artículo que escribió, los indígenas fueron pasando de la sumisión a la organización. Para ellos era muy difícil superar el pensamiento mágico, y creían que todo lo malo que les pasaba era porque se los mandaba el diablo… Pero organizarse, darse cuenta de que los mataban personas con nombre propio, y además comenzar a manejar las haciendas que recuperaban, no era fácil… Pasar del minifundio al latifundio, manejar pesticidas, maquinaria, sin ningún crédito, sin experiencia, sin conocimiento… Todo eso lo cuenta el documental”…
 
 
Memoria viva (Rodríguez & Sanjinés, 1993)
 
Por los ochenta, hay cierta mejoría en las condiciones de vida de los indígenas en el Cauca, pero luego se recrudece la violencia contra sus líderes y algunos miembros del CRIC fundan el movimiento guerrillero Quintín Lame.
 
“No porque fueran violentos, sino porque tenían que defenderse”…
 
Y aunque la historia certifica que el exterminio menguó por un tiempo, en los noventa la arremetida contra los indígenas, apoyada ahora por el narcotráfico, es tan brutal, como lo demuestra la masacre de la hacienda El Nilo, en Caloto, que denuncia Marta en Memoria viva (1992-94), que la acción debe ser otra, ahora más valiente por su indefensa apuesta de paz frente a todos los actores armados –también las FARC, que pretendían defender a los indígenas, se convirtieron en uno de sus principales y más temibles acosadores, como lo demuestra la masacre de los Awá, en 2008, registrada por Marta en Testigos de un etnocidio.
 
Al mismo tiempo, en los pueblos indígenas del Cauca nace un movimiento opuesto a un deterioro cultural evidente. Al influjo del comercio alienante con amapola, por el cual los pueblos guambiano y paez empiezan a experimentar fenómenos desconocidos (alcoholismo, violencia entre vecinos y esposos, suicidios), y ante el terremoto de 1994, que los paeces entienden como una queja de la Madre Tierra, Lorenzo Muelas y otros hermanos de etnia reaccionan con un llamado por la vida y por el renacer de la cultura, lo cual retrata Marta en Los hijos del trueno (1994-98).
 
 
Amapola, la flor maldita (Rodríguez & Lucas Silva, 1994-98)
 
“Ahora sobre los pueblos indígenas no se puede generalizar. Hay situaciones diversas, son 64 pueblos y yo en Testigos de un etnocidio hablo de cuatro… Pero la minga de 2008 fue algo muy importante, una movilización que buscó la unidad de los indígenas y del pueblo colombiano frente a procesos desarrollistas muy nocivos y a los que ellos ofrecen alternativas muy bellas, la liberación de la Madre Tierra, la autonomía alimentaria… No hay derecho a que mientras mucha gente pasa física hambre, se usen cientos de hectáreas para hacer diesel con caña de azúcar”…
 
El cine de Marta Rodríguez está aún por descubrirse en el país. Su última película nos exige dejar la cómplice indiferencia ante un etnocidio que también nos puede afectar más a nosotros mismos de lo que creemos. Ante esto, su postura no sólo es respetable, sino necesaria.
 
Marta y Jorge
Poesía, realidad y vida
 

[1] Esto daría pie a un debate interesante. Si matar indígenas era una costumbre social, la pena individual podía ser tal vez aun menos injusta que inútil o contraproducente, aunque fuera también de algún modo necesaria o inevitable. Tal vez enfocar el crimen exclusivamente en el individuo, por encima de los esquemas sociales que permiten su existencia, ayuda a perpetuarlos por medio de un mecanismo expiatorio. Esto nos indicaría que el crimen casi nunca es una cuestión sencilla de malignidad (no hay moral ni ética universales).

Por Santiago Andrés Gómez y Adriana Rojas E.
http://maderasalvaje.blogspot.com/