“Yo heredé una tierra ajena”, me dijo. “Yo solo se las estoy devolviendo”. No atendió los ruegos de su familia, ni los de los cafeteros y ganaderos de la región, que detrás de su decisión veían venir un pleito.

 

Ellos lo amaban de muchas maneras. Tal vez por eso lo llamaban con nombres distintos. Le decían Buchi , que quiere decir “nosotros”. Le decían Borocuara , que quiere decir “hombre sin pelo”. Ellos son los indios embera del Resguardo Marcelino Tascón, de Valparaíso, en el Suroeste de Antioquia. Él es Vicente Vargas Ruiz, un hombre de 68 años que les cambió su vida.

Vicente era uno de los ocho hijos de Vicente Vargas Roldán y de Romelia Ruiz. Nació en Buga, en 1943. Sus padres hacían parte de las últimas familias paisas que colonizaron el norte del Valle del Cauca.

En 1948, compraron dos haciendas de caña y café en Valparaíso y volvieron a su tierra. La familia se trasladó a Medellín cuando los hijos estaban en edad de estudiar, Vicente se graduó de bachiller en el Colegio de San Ignacio. En 1965, después de la muerte de su padre, viajó a Estados Unidos a estudiar artes plásticas en la Universidad de California, en Los Ángeles. Allí vivió durante más de diez años. Eran los tiempos de las luchas por los derechos civiles de los negros y las protestas contra la guerra de Vietnam.
“Yo heredé una tierra ajena”, me dijo. “Yo solo se las estoy devolviendo”. No atendió los ruegos de su familia, ni los de los cafeteros y ganaderos de la región, que detrás de su decisión veían venir un pleito. Por el contrario, reunió a los indios y les dijo que se juntaran de nuevo y construyeran sus chozas.

Cuando lo conocí en la puerta de su pequeña casa, en La María, junto al río Conde, apenas crucé con él unas palabras. Pero sentí que había conocido a un gran hombre. Yo era periodista de El Tiempo y fui hasta Valparaíso porque allí había sucedido algo extraño. Una tribu de indios embera había desaparecido casi por completo durante la Violencia de 1950. Sin embargo, un puñado sobrevivió. Logró hacerlo porque se internaron en los bosques y borraron a su alrededor todo signo de vida. Vivieron durante años en lo alto de los árboles. Para no morir, aprendieron a vivir como hombres invisibles que no dejaban huellas que los delataran. Años más tarde, cuando bajaron de los árboles y regresaron a su tierra, encontraron que el mundo era distinto. La tierra había cambiado de dueños. En la región, excepto ellos, no quedaba vivo ni un solo indio. Entonces se dedicaron a vivir de la caza, la pesca y el abigeato, y a vagabundear por las orillas del río Conde.

Las vidas de los indios y la de Vicente se cruzaron cuando él volvió de Estados Unidos. En 1980, llegó a Valparaíso asqueado del menosprecio por los negros en Norteamérica. Se fue a vivir con su madre a la hacienda El Bosque y le ayudaba a administrarla.

También tomó posesión de La María, junto al río Conde, que había heredado en la sucesión de su padre. La tierra estaba sembrada en caña y por ella vagaban los indios que habían logrado sobrevivir. A los pocos días, nombró administrador a Horacio Tascón, uno de los indios. Era la primera vez que eso ocurría en Valparaíso. Cuando los dos iban al pueblo los domingos a pagar las cuentas de la finca, los mayordomos blancos les buscaban pelea. A Vicente, los policías lo requisaban, le pedían papeles y lo metían a la cárcel por cualquier cosa.

Un día, Vicente decidió regalarles su tierra a los indios.

“Yo heredé una tierra ajena”, me dijo. “Yo solo se las estoy devolviendo”. No atendió los ruegos de su familia, ni los de los cafeteros y ganaderos de la región, que detrás de su decisión veían venir un pleito. Por el contrario, reunió a los indios y les dijo que se juntaran de nuevo y construyeran sus chozas. Que nombraran sus propias autoridades. La historia me pareció hermosa en un país como Colombia, donde cada año mueren asesinados miles de indígenas por defender la tierra que les queda. Por eso fui hasta allá a escribir una crónica sobre la bendición de la tierra por el chamán Salvador Tascón. Vicente solo pidió unos metros para hacer una casa y sembrar una huerta. Y desde ese año, se quedó viviendo con ellos y los acompañó en sus avatares. Hoy los indios tienen casas, agua potable y tierra para sembrar.

Vicente murió el 20 de noviembre en la Clínica del Rosario, en Medellín, donde estuvo internado por más de 45 días debido a una enfermedad cardiaca. Yo perdí un hermano. Los indios de Valparaíso perdieron a Buchi , a su padre. Ellos vinieron en un camión a acompañarlo en su funeral. Después lo llevaron a Valparaíso y lo despidieron en el recinto del Concejo, donde él era su concejal. Su hermana Margarita me contó que, al final, llevaron sus cenizas por un camino hecho de flores que iba desde la carretera hasta su casa, construida por ellos en mitad del resguardo. Que brille para él la luz perpetua en esa tierra y esa casa que eligió como su última morada.

Por Juan José Hoyos

http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/R/requiem_por_vicente/requiem_por_vicente.asp