La historia de cómo los terrenos ancestrales de los indígenas awá de Nariño se transformaron en un campo de batalla. Según cifras del Gobierno, entre 2000 y 2005 se registraron 71 combates entre el Ejército y la guerrilla, 112 hechos violentos y cinco masacres en Nariño.
Antes, los awás vivían sin mayores dificultades en su territorio, al sur de Nariño, en las selvas de la frontera con Ecuador. “Nos manteníamos de la tierra”, dice la líder María Marín, de 56 años, “sembrábamos el plátano, la yuca, y criábamos las gallinitas”. Los niños, recuerda el docente Rider Pai, de 36 años, “nos íbamos a volar guanderas, es decir, a columpiarnos de los bejucos de los árboles para zambullirnos en el río Telembí”. Otras veces caminaban con sus padres por la selva para revisar las trampas de coger puyosos, o para aprender a cazar el guatín y a pescar la guaña. En las noches, todos se reunían en sus ranchos de chonta con techo de bijao, y acostados en las hamacas alrededor del fogón escuchaban las historias que contaban los mayores sobre cómo los espíritus castigaban a quienes cometían faltas.

Claro está que existía un problema. “Nunca”, afirma el exdirigente Rolando Cantincuz, “llegaron los ministerios a crear hospitales para erradicar las enfermedades, o escuelas para fortalecer la educación, o vías para salir del atraso”. Este abandono estatal y la espesa geografía de la selva facilitaron el establecimiento de la guerrilla en los años ochenta. Apareció así un segundo problema: la guerrilla impuso una nueva autoridad que suplantó a los espíritus. “Si una gallina se comía un chapul donde el vecino”, cuenta María Marín, “ese vecino se quejaba con la guerrilla para que obligara a devolver ese chapul: era como si tuviéramos un nuevo dios chiquito”.

A inicio de los años noventa apareció un tercer problema: empresarios invadieron partes del territorio para cultivar palma aceitera. Los indígenas, entonces, interrumpieron sus actividades cotidianas para asistir a asambleas en las que buscaban soluciones a sus problemas. Fue así como en junio de 1990 crearon la Unidad Indígena del Pueblo Awá, Unipa, y en febrero de 1992 el Cabildo Mayor Awá de Ricaurte, Camawari, dos organizaciones que les generaron la esperanza de librarse de guerrilleros y palmicultores para conseguir la atención estatal que requerían.

Sin embargo, en 2000 apareció un nuevo problema que empeoró todo. La presión del Gobierno en Putumayo, a través del Plan Colombia, hizo que los cultivos de coca se desplazaran a Nariño. Los narcotraficantes, para rematar, llegaron al territorio indígena acompañados por el bloque Libertadores del Sur de las Auc.

Guillermo Pérez Alzate, alias Pablo Sevillano, condenado a 17 años de cárcel en Estados Unidos, les contó a los jueces de Florida cómo dirigió a los 60 paramilitares que, armados con fusiles AK-47, recorrieron en seis vehículos un sector del territorio indígena y asesinaron a once supuestos colaboradores de la guerrilla. También les relató que cuatro meses después, en marzo de 2001, repitieron el recorrido y asesinaron a quienes tenían marcas de haber cargado un fusil. En sus declaraciones reveló, además, que recibió ayuda del Ejército: en 2002, en el batallón Boyacá, de Pasto, tres suboficiales le entregaron a dos guerrilleros para que los asesinara; y un año después, en diciembre de 2003, torturó y asesinó a dos personas en Llorente, mientras era resguardado por los vehículos blindados cascabel y urutú del Ejército.

La guerrilla, frente al ataque de los paramilitares y del Ejército, puso sus ojos en los awás. Álvaro Vallejo, defensor del pueblo de Nariño, cuenta que muchos jóvenes fueron reclutados forzadamente. María Marín considera que en realidad fueron engañados: “La guerrilla los convenció con un mercadito”. En cambio, Guillermo Nastacuaz, de 56 años, líder del resguardo Inda Sabaleta, recuerda que a su sobrino “lo conquistaron porque era falto de experiencia y se fascinó con la idea de coger un arma”. Dos meses después, los guerrilleros botaron su cadáver en una calle de la población: lo habían fusilado por intentar desertar.

Un diagnóstico del Programa Presidencial de Derechos Humanos indica que en esos primeros años de guerra, desde 2000 hasta 2005, hubo 71 combates entre el Ejército y la guerrilla, 112 hechos violentos de los grupos armados, 84 secuestros y cinco masacres. Tumaco alcanzó la tasa de homicidios de 137,9 por cada 100 mil habitantes, cuando el promedio nacional era de 22, y Cumbitara multiplicó por 600 el promedio anual de personas asesinadas. Así mismo, los cultivos de coca se expandieron tanto que en 2005 existían más de 50 mil hectáreas sembradas en Nariño. El narcotráfico había hecho que Llorente pasara en pocos años de 1.500 habitantes a 30 mil. La vida en todo el territorio awá había cambiado.

Por esa época, el indígena Humberto Vásquez, de 34 años, llegó a su resguardo, Inda Sabaleta, después de varios años de ausencia, y casi no lo reconoció. El desolado caserío que había dejado estaba convertido en una Babilonia. En la calle principal había un sitio de diversión donde centenares de personas, luciendo costosos relojes y cadenas de oro, jugaban billar, bailaban, se emborrachaban con Buchanan’s y fornicaban en las piscinas con las prostitutas traídas desde Cali. “Entonces”, cuenta Humberto Vásquez, “yo miré esa vida tan buena y dije: pues lo mejor es ponerse a sembrar coca, ¿no?”.

Durante un año protegió las plantas contra las fumigaciones aéreas, para luego arrancarles las hojas y procesarlas hasta obtener la base de cocaína. Su sueldo mensual era de cuatro millones de pesos, cifra diez veces superior al salario mínimo legal de aquel entonces. Sin embargo, no disfrutaba lo que ganaba: vivía tan angustiado que pasaba las noches enteras sin poder dormir. “Es que no sabía en qué momento me iban a matar”, recuerda, “porque hasta mi propia gente awá andaba armada y matar al otro no valía nada”.

Pero su vida cambió cuando su padre le dijo que los verdaderos awás no pensaban en el dinero sino en la tierra, “así que ya no perteneces a nuestra cultura”. Las palabras del viejo lo afectaron tanto que a partir de ese momento se retiró del narcotráfico y se vinculó a la Unipa como integrante de la guardia indígena. Otros tomaron la misma decisión, tal vez contribuyendo a ese cambio que todos anhelaban con la anunciada desmovilización de los paramilitares.

Efectivamente, el 30 de julio de 2005, en Taminango, Pablo Sevillano se entregó a las autoridades junto con 677 hombres que tenía reclutados. “Ésta es una de las desmovilizaciones en las que se han entregado más armas”, indica un informe de la Fundación Seguridad y Democracia, “con 595 armas de corto y largo alcance; 88 granadas de 60 mm, 293 granadas de 40 mm, 120 granadas de mano, 37 granadas para fusil y 1 granada de humo”.

Pese al arsenal entregado, el defensor del pueblo considera que “hubo paramilitares que siguieron operando”. Fabio Trujillo, exsecretario de Gobierno departamental, opina lo mismo, “porque hubo sitios donde la línea de combate sí se movió y sitios donde no se movió”. El indígena Jaime Caicedo Guanga, director de la Reserva La Planada, va más allá: “La desmovilización fue una fachada para que el paramilitarismo retomara fuerzas con mayor protección del Estado”. De hecho, un reportaje de la revista Semana, titulado “Los rastros de un cadáver”, asegura que en Nariño, después de la desmovilización, “el número de paramilitares se multiplicó por tres”.

 

Edison Avalos / Especial para El Espectador | Elespectador.com

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