Irina Uriana* es, no cabe duda, una Wayúu valiente. No porque haya logrado inmunizarse contra el miedo sino porque ha logrado derrotarlo en más de una ocasión, lo que le ha permitido hablar en voz alta sobre su tragedia. El resplandor que adquieren sus ojos y los matices que dibujan su sonrisa, ocultan, tras una mirada serena y apacible, el profundo dolor que siente. Pese a su juventud, las palabras de Irina suenan a memoria y a fuego.

 

Irina y sus tres hermanas, tan guerreras y tan altivas como ella, amablemente reciben visitantes en su modesta vivienda situada en lo parece una ranchería llena de testarudez, que se resiste a ser devorada por el caótico crecimiento urbano de Maicao. Sólo una calle destapada y fangosa separa las últimas casas de la ciudad de esta ranchería Wayúu; solo unos cuantos metros hay que recorrer para dejar atrás la caótica atmósfera urbana y adentrarse en las tristezas, frustraciones, rabias pero también sueños y esperanzas de Irina y su familia.

 

Una vez traspasado el umbral, situado en el centro de un gran patio y resguardado del sol bajo un frondoso árbol, tal y como lo ordena la tradición Wayúu cuando se recibe una visita, las hermanas de Irina acuden solícitas a ofrecer un colorido chinchorro y un refresco. Irina, sin mayores preámbulos, y procurando trazar un parangón entre víctimas y victimarios, comienza a hablar: “Esta ha sido una guerra desigual. Nuestros enemigos son poderosos. Ellos viven en la opulencia y mantienen estrechos vínculos con las autoridades y la clase política regional, en tanto que nuestra familia está muy aislada y sobrevive en medio de muchas adversidades. Tenemos desconfianza de las actuaciones de las autoridades e instituciones porque han vulnerado nuestros derechos”.

 

…Y llegaron los paramilitares

 

La presencia de grupos armados ilegales  en La Guajira, a algunos de los cuales se los podría etiquetar como paramilitares, es un asunto de vieja data que, en todo caso, precede en varios años a la irrupción y consolidación del proyecto de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en la zona.

 

Durante el período de la “bonanza marimbera”, aproximadamente entre 1975 y 1985, operaron los llamados “Combos” que a manera de cuerpos de seguridad privada cumplieron con la función de defender la vida y bienes de los marimberos (productores de marihuana) locales. Así mismo, estuvieron asociados al comercio informal transfronterizo, conocido en el centro del país como contrabando, realizado históricamente por familias extensas Wayúu, guajiras y de herencia árabe y de los llamados “hombres fuertes” que se erigieron como verdaderos ejércitos privados responsables de salvaguardar sus negocios.

 

De otro lado, a partir del declive de la bonanza marimbera y el emergente mercado ilegal de la cocaína, hacia fines de la década de los ochenta, surgieron estructuras armadas vinculadas a redes mafiosas de narcotraficantes que se encargaban de preservar el control sobre los embarques y sus rutas. A esto se le sumaron las variadas estructuras armadas, bastante flexibles, cambiantes y descentralizadas, conformadas por gente Wayúu con el fin de enfrentar los desafíos que implican los atávicos conflictos entre grupos familiares rivales.

 

De acuerdo con estudios de la Corporación Nuevo Arco Iris, hacia 1997 comenzaron a incursionar en la baja y media Guajira los primeros contingentes paramilitares, inicialmente provenientes del norte del Cesar. Estos se denominarían más tarde Bloque Norte de las AUC. La estrategia inicial que utilizaron estos grupos, que resultó bastante exitosa, fue la de infiltrar a los tradicionales conflictos entre grupos familiares Wayúu adversarios al igual que las recurrentes disputas entre “Hombres fuertes” para manipularlos y volverlos funcionales a sus intereses.

 

Así sobrevino una compleja y violenta etapa en la que sucedieron acercamientos y alianzas pero en las que también hubo fuertes confrontaciones y vendettas entre los contingentes del Bloque Norte de las AUC y los grupos armados ilegales preexistentes en La Guajira. Al respecto, reportes de la Defensoría del Pueblo señalan que unos fueron derrotados y exterminados, otros terminaron cooptados y subordinados, otros más pasaron a establecer acuerdos y alianzas de todo tipo, en tanto que otros para sobrevivir bajaron su perfil y restringieron el ámbito de sus actividades. De esta manera, apelando a la fuerza o a la seducción, las autodefensas consiguieron que varios “hombres fuertes” decidieran compartir su poder y sus negocios.

 

Una tradicional guerra volvió otra

 

Irina, nacida en la ranchería de Houluy, no duda en señalar a uno de esos “hombres fuertes”, Rafael “Rafita” Barros Romero, como el responsable directo de la sistemática arremetida violenta ejercida desde mediados de la década del noventa en contra de su familia extensa, lo que, a la postre, devino en el desplazamiento forzado de cerca de 150 Wayúu pertenecientes a familias de los clanes Uriana e Ipuana, que fueron despojados de 776 hectáreas.

 

Irina fija su mirada en el horizonte y luego de una pausa retoma la trama de su relato para dejar claramente establecido que lo que alguna vez comenzó siendo una tradicional guerra entre familias Wayúu rivales, ya no lo era. “No era ya una guerra entre clanes sino la de paramilitares, aliados con un Wayúu reconocido por sus actividades delictivas, contra nuestras familias. Ha sido una guerra desigual”, dice Irina. En aquellas disputas familiares aparecían enfrentadas, de una parte, la gente de “Rafita” Barros del clan Epinayu y, de la otra, familias de los clanes Uriana e Ipuana. Con la llegada de los paramilitares de las AUC se acelera inexorablemente un proceso de degradación del conflicto clásico entre grupos del pueblo Wayúu a unos enfrentamientos que traspasaron los umbrales aceptados por los códigos de honor y las claves de guerra de los verdaderos guerreros Wayúu.

 

“Rafita” Barros había logrado hacerse a un poder importante, entre otras razones, por sus conexiones con la fuerza pública y con los círculos políticos regionales. En la comunicación enviada por Tina Uriana*, tía de Irina, al comandante del Grupo Rondón del Ejército Nacional en mayo de 2004, se lee: “aquí en La Guajira en todos sus puntos saben y conocen que ‘Rafita’ Barros es traficante y busca los altos funcionarios para hacerlos sus amigos y compadres, les regala algo u objetos, los invita a una comilona y manda a matar reses y así caen satisfechos”.

 

En julio de 2010 en otra comunicación aportada por las víctimas a la Fiscalía, se afirma que “Rafita” Barros es un “narcotraficante reconocido, entonces y ahora, y quien actualmente ejerce una alta influencia en la política departamental y municipal y aún en el Estado de Zulia” […] Es un hombre muy poderoso que tiene dinero y puede amañar algunas actuaciones y también influir con su fortuna y corromper funcionarios”.

 

El poder acumulado por “Rafita” Barros se asocia a sus acuerdos con algunos de los poderosos y reconocidos “hombres fuertes” como Armando González Apushana y Hermágoras González Polanco, conocido como “El Gordito” González. Este último fue capturado en marzo de 2008 en una de sus propiedades ubicadas en el Estado de Zulia (Venezuela), sindicado de ser uno de los más destacados jefes del llamado “Cartel de La Guajira” y un importante enlace del Bloque Norte de las AUC en el negocio del narcotráfico.

 

A la estructura paramilitar asociada a “Rafita” Barros se la responsabiliza de la más grande masacre perpetrada contra el pueblo Wayúu, el 28 de enero de 2001 en el actual resguardo de Rodeíto-El Pozo, jurisdicción de Hatonuevo, donde resultaron muertos 13 Wayúu, incluidas 3 mujeres. Un testigo señaló: “A eso de las 10:00 a.m., llegaron a la ranchería Guayacamana un grupo de aproximadamente 10 hombres en una Toyota Copetrana color verde, y sin mediar palabra empezaron a disparar ocasionándole la muerte a diez personas y dejando a otras heridas de las cuales tres fallecieron posteriormente. Al parecer este hecho fue ordenado por Rafael Barros Romero […] quien, al parecer (sic), financiaba un grupo de paramilitares y les ordenó cometer la masacre [que] finalmente cobró la vida de 13 personas” (Fiscalía General de la Nación, “Las 333 masacres del Bloque Norte”, 2009).

 

Para Irina y sus hermanas es claro que con esta masacre sus enemigos buscaban cegar la vida de algunos miembros de las familias Uriana e Ipuana. Enfatizan que especialmente buscaban silenciar a su tía Tina Uriana por sus denuncias sobre las alianzas de paramilitares con “Rafita” Barros y la existencia de una fosa común donde solían enterrar a sus víctimas en la ranchería de Marañamana, en el área rural de Maicao.

 

Una comunidad arrasada

 

Cuatro años antes de esa masacre, en junio de 1997, Tina Uriana informó a la Fiscalía sobre los riesgos que se cernían sobre Houluy. En aquella ocasión manifestó: “Somos pobres, pero no vamos a seguir permitiendo que “Rafita” Barros, con sus sicarios y sus paramilitares, nos sigan pisoteando, que todavía esperamos una nueva visita de los paramilitares que de un momento a otro pueden entrar a la zona […] por el pedazo de tierra “Rafita” Barros nos quiere mandar a matar a todos”.

 

Irina, apoyada en tres gruesas carpetas que contienen abundantes comunicaciones dirigidas a diferentes entidades del Estado por las autoridades de su ranchería, cuenta como, entre el 2 de agosto de 1995 y el 20 de marzo de 2004, denunciaron las acciones de “Rafita” Barros y su gente contra los Uriana y los Ipuana, algunas de ellas cometidas con el auspicio de paramilitares. Estas acciones dejaron una dolorosa estela de “13 muertos, quemas de más de 10 viviendas, robos de ovinos y caprinos, robos de prendas, robos de enseres, robos de chinchorros, desplazamientos forzados masivos, torturas y maltratos físicos y psicológicos a niños y mujeres, una anciana herida con arma de fuego que quedó con incapacidad permanente, un hombre adulto también incapacitado de forma permanente, al igual que una mujer, Rosalba Uriana* secuestrada”.

 

Su hermana Trina interviene para decir que “los desplazamientos forzados de Houluy fueron en momentos distintos. En junio de 1995 se desplazaron 120 Wayúu, en enero de 2001 lo hicieron 10 Wayúu y en marzo de 2001 se dejaron atrás sus parcelas los últimos Wayúu que allí resistían”.

 

Su hermana Zulay agrega que “en 1999 una incursión realizada por paramilitares contra Hounluy y en la que fueron quemadas y destruidas varias viviendas, trajo como consecuencia que 6 familias Wayúu abandonaran sus tierras y se refugiaron en la vecina ranchería de Kachekachen”.

 

Zulay dice que los muertos de su familia no se pueden olvidar y relaciona a cada uno de ellos: “Jairo Polanco Ipuana, Claudio Manuel Poveda Uriana, Andrés Polanco Ipuana, Manuel Polanco Ipuana, Domingo Polanco Ipuana, Miguel Márquez Uriana, Gonzalo Montiel Uriana, Víctor José González Polanco, Claudio Poveda, José Domingo Uriana, Abraham Iguarán, David Iguarán Uriana, Camilo Polanco Ipuana”.

 

Las familias Uriana e Ipuana, desplazadas forzadamente de Houluy, a fines de 2006 constituyeron la Asociación Wayúu Akalinjirawa a la que se integran las rancherías de Se´ewana y Kachekachen (Bandera), ubicadas en el entorno del corregimiento de Carraipía, Maicao.

 

Entre los objetivos de la asociación se encuentran realizar un censo de las familias Wayúu y demandar el reconocimiento formal de su condición de víctimas de desplazamiento forzado e impulsar un adecuado proceso de retorno; garantizar la seguridad jurídica del territorio y denunciar el despojo territorial en Houluy y buscar garantías de no repetición para que las lideresas y autoridades puedan adelantar su trabajo organizativo.

 

En septiembre de 2009, la asociación solicitó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos medidas cautelares de protección para 39 Wayúu de Houluy, 82 Wayúu de Kachekachen y 78 Wayúu de Se´ewana, frente a las constantes amenazas y hostigamientos por parte de hombres armados, al parecer vinculados a grupos armados ilegales herederos y sucesores de las AUC, contra las lideresas y autoridades Wayúu que reclaman la restitución de sus territorios abandonados a causa del desplazamiento forzado.

 

Ante esta situación, la Defensoría recomendó al Proyecto de Protección de Tierras y Patrimonio adscrito a Acción Social que, en concertación con las organizaciones y comunidades del pueblo Wayúu, pusiera “en marcha, en el inmediato plazo posible, la ruta étnica de protección de tierras y patrimonio a fin de evitar la legalización de las expropiaciones y despojos territoriales que otrora se hicieron a instancias o con el concurso de los paramilitares y las autodefensas” (Defensoría del Pueblo, Segunda Nota de Seguimiento No. 017 del 28 de julio de 2010).

 

El despojo de las tierras

 

La ranchería de Houluy, constituida por 776 hectáreas de tierras fértiles para cultivos de maíz, yuca, fríjol y algodón y situada entre los kilómetros 87 al 89 de la margen derecha de la vía que de Maicao conduce al corregimiento de Carraipía, es el lugar donde vivieron familias de los clanes Uriana e Ipuana por más de 80 años ininterrumpidos. “Allí están enterrados los restos de mis mayores, allí está el cementerio de mi familia”, se apresura a expresar Irina, para más adelante terminar diciendo que “para los Wayúu las ‘escrituras’ de nuestras tierras son los cementerios”.

 

Actualmente, en 10 de estas hectáreas están viviendo aproximadamente 30 Wayúu pertenecientes a una familia del clan Jusayú, aliada de los Uriana y los Ipuana. Los miembros de esta familia, desplazados en 2001, sin acompañamiento estatal, retornaron en febrero de 2010. “Esas son las únicas hectáreas que ocupamos y poseemos porque las restantes hectáreas nos fueron arrebatadas y despojadas y hoy están ocupadas por arijunas [como llaman los Wayúu a los que no lo son]”, señala Irina.

 

Se´ewana y Kachekachen son dos rancherías colindantes con Houluy en las que habitan familias Uriana e Ipuana y donde se refugiaron las familias desplazadas de Houluy. En Se´ewana residen 12 familias del clan Ipuana que nunca se desplazaron y en Kachekachen, una ranchería de 70 hectáreas de propiedad privada de una mujer Wayúu del clan Uriana, la mayoría de los pobladores actuales son mujeres.

 

El 26 de octubre de 2009, en momentos en que la Asociación Wayúu Akalinjirawa adelantaba el proceso judicial para salvaguardar los derechos territoriales ancestrales de las familias Uriana e Ipuana sobre las tierras de Houluy, Irina y sus hermanas se enteraron, con sorpresa y rabia, que los herederos arijunas de “Rafita” Barros, habían logrado, entre 2006 y 2007, la expedición de títulos de propiedad a partir de una enmarañada cadena de ventas y reventas con el concurso de funcionarios de las Notarías Únicas de Uribia y Maicao.

 

Esta situación, antes que amedrentar a Irina, parecía servir para templar su espíritu y desatar mayores fuerzas para continuar en la defensa de los derechos de su familia y de su comunidad. Irina no se va por las ramas, sabe muy bien lo que quiere: “No buscamos venganza, demandamos justicia. Nuestra lucha no hallará descanso hasta no lograr que nuestras familias sean reparadas y se nos restituyan nuestros derechos territoriales sobre Houluy”.

 

Los Wayúu reclaman que el territorio que les pertenecen ancestralmente y que le fue despojado mediante la combinación la violencia de los paramilitares y los artilugios jurídicos, le sea restituido para así poner fin a un destierro sobre el cual Irina manifiesta que “ya está bueno. Han pasado muchos años y es cuestión de honor regresar a donde yacen los restos de nuestros muertos”.

 

Hoy el panorama en Houluy es bastante delicado debido a que la red de herederos arijunas de “Rafita” Barros Romero, con el propósito de vender esas tierras al Incoder, según fuentes que pidieron reserva de la identidad, han asentado allí bajo contratos de arriendo con opción de compra, a cerca de 42 familias campesinas desplazadas pertenecientes a la Asociación de Agricultores Desplazados de Maicao (Asoagridesma). Esta situación podría desencadenar un conflicto interétnico de impredecibles consecuencias. Irina es muy clara cuando advierte que “esos campesinos desplazados no son nuestros enemigos. Ellos probablemente están siendo engañados y utilizados como una cortina de humo para ocultar el despojo territorial del que hemos sido víctimas”.

 

Pese a las amenazas y los hostigamientos, Irina y sus hermanas que han demostrado ser capaces de volverse gigantes ante las adversidades. No se dan el lujo de ser pesimistas y esperan que a través del Decreto de Víctimas Indígenas y la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, se haga efectivo su derecho a recuperar sus tierras ancestrales y sagradas en las que reposan sus muertos.

 

http://www.lasillavacia.com/historia-invitado/31767/reporteros-de-colombia/la-sombra-de-los-paras-en-la-comunidad-wayuu-de-houlu