Ahora cuando Felipe Zuleta ha puesto en primera página el tema de la publicidad engañosa, vale la pena hincarle el colmillo a un asunto gemelo: las embusteras campañas para mejorar imágenes corporativas de una compañía, de un grupo económico, de un partido político, de una institución, de una multinacional.

En general, no tratan de vender un producto —papel higiénico, gaseosa, tiquetes aéreos, jabones, perfumes, remedios—, sino de lavarle la cara a una de esas entidades que por sus orígenes, políticas o comportamientos se vuelven sospechosas —y hasta odiosas— a ojos de la opinión pública. Pagan millonarios operativos publicitarios para limpiarse. La jugada es clara: deben enmascararse, usar una especie de pasamontañas de seda para ser aceptadas, o al menos impedir ser expuestas, como merecen, en la picota.

La publicidad es una formidable arma para hacer ver bien lo que está mal hecho sin necesidad de usar la fuerza. Es un viejo truco. Las guerras mundiales descubrieron que no sólo eran útiles las banderas, los escudos y las trompetas, sino necesarios la prensa, la radio, los libros, para transformar una cochinada en una causa justa; o a un ciudadano pacífico, con hijos, mujer y jardín, en una bestia patriótica que mata y come del muerto. Hoy lo vemos en las guerras que tenemos ante nuestros ojos. Todas —de lado y lado— apelan a la misma fórmula: erigir sus intereses más mezquinos en la causa de la humanidad —o de la Patria— y llamar héroes a los que han asesinado niños, violado mujeres, bombardeado templos.

Sin entrar en honduras históricas, hoy a las compañías les ha dado por meterle la ficha al blanqueo de su imagen corporativa. Usan para el efecto los millones de dólares que niegan a sus trabajadores y empleados en los contratos laborales. Compañías que arrasan con matas de monte, destruyen humedales, rompen caminos, clausuran servidumbres, traman a los indígenas con espejitos que corrompen autoridades legales y negocian con las ilegales, aparecen de la noche a la mañana como empresas sanas, impolutas y justas. El mecanismo es simple y todos lo sabemos o lo sospechamos: se apoderan de los medios de comunicación y les pagan lo que pidan con tal de ser convertidas, por la publicidad y la propaganda, en almas de Dios mandadas por el Santísimo a sembrar árboles verdes, dotar de aire acondicionado a los barrancones de sus obreros, regalar lotes de vivienda popular para presionar licencias ambientales y darles comida chatarra a sus empleados. El peso de su mala conciencia es tan abrumador, que deben recurrir a esas millonarias estrategias de lavandería para que sus dueños jueguen golf tranquilos. Así y todo, no logran calmar el miedo que les produce que un día alguien cuente las atrocidades que cometen a escondidas de la opinión pública. Para eso pagan silencios. ¿Qué medio de comunicación se atrevería hoy, como se atrevió El Espectador, a desafiar la pauta del Grupo Grancolombiano por denunciar sus tejemanejes financieros?

La estrategia va más allá del lavadero y del maquillaje, y se convierte en un cerrojo, en una mordaza apretada y maloliente a la libertad de prensa. Hay redes nacionales de emisoras que nunca han hablado ni hablarán de los falsos positivos; tampoco habrá un canal de televisión capaz de mostrar las trampas hechas por grandes compañías mineras, por ejemplo, con las consultas previas que llevan a cabo amangualadas con el gobierno, en resguardos indígenas o en territorios negros. Un escándalo que el país no conoce aún. ¿Qué emisora de provincia se atrevería a denunciar los atropellos que las compañías cometen en sus campos siendo éstas las que más pautan? Lo digo con franqueza: la opinión pública está siendo timada de manera cínica y perversa con campañas publicitarias que pintan lo negro y rojo de blanco y verde.

Nota: Me equivoqué al escribir en una columna anterior que el coronel Castillo había incendiado el pueblo de Trinidad, Casanare, durante la Violencia; su hija me corrigió con delicadeza: “Mi padre llegó al Llano después de cometido el crimen”. Les presento disculpas a su familia y a mis lectores.

Por: Alfredo Molano Bravo

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