Como un “triunfo para Colombia” calificó el presidente Santos el nombramiento de un juez colombiano en la Corte Interamericana de Derechos Humanos la semana pasada. Contagiado quizás de esa euforia, el magistrado Humberto Sierra Porto, a su turno, dijo que recibía con “emoción de patria” su elección por la Asamblea General de la OEA. Llama la atención semejante despliegue de nacionalismo.

Primero, porque este nuevo juez no va a representar al Gobierno colombiano en la Corte Interamericana, cuyos miembros deben actuar en forma independiente, como corresponde a su función, que es la de juzgar las violaciones de derechos humanos cometidas por los estados, incluido el colombiano. No habrá lugar a emoción patriótica ni a triunfo internacional cuando la Corte decida condenar o absolver a Colombia, con la participación del juez colombiano, a favor o en contra.

Segundo, porque este júbilo se da en medio de actuaciones del Gobierno colombiano hacia el sistema interamericano de derechos humanos que son poco amistosas, por decir lo menos. El Gobierno aspira a acabar con los informes especiales sobre países con situaciones particularmente graves, que se incluyen en el capítulo IV del informe anual de la Comisión Interamericana, y ha sido hostil con las medidas cautelares. Poco importa que ello agrave la embestida de quienes quieren sin ambages eliminar a la Comisión Interamericana, como Ecuador o Venezuela. La crítica del Gobierno colombiano a la Corte Interamericana no ha sido menos ácida, a propósito del caso de Mapiripán, en el que paradójicamente ha culpabilizado al sistema y a los representantes de las víctimas de un error cuyo principal responsable es el propio Estado colombiano. ¿Por qué entonces tanta alegría por “haber logrado” el nombramiento de un colombiano en un escenario tan vilipendiado por el Gobierno de Colombia?

Tercero, porque antes que empeñarse en nombrar colombianos en cargos internacionales de derechos humanos, a veces con éxito, como en este caso (y en otras no tanto, como en la OIT o en la Corte Penal Internacional), el Gobierno debería centrar sus esfuerzos en producir una vigorosa política de derechos humanos, que brilla por su ausencia. Aparte de la Ley de Víctimas, que no es desdeñable, el interés oficial se ha orientado más a promover la impunidad para violaciones de derechos humanos e infracciones al derecho humanitario (a través del fortalecimiento del fuero militar o del llamado marco jurídico para la paz) que a desmantelar el paramilitarismo, cuya existencia insiste en negar, tal como el Gobierno anterior.

En tales condiciones, no se percibe que se pongan en práctica mecanismos serios de cumplimiento de las recomendaciones internacionales para enfrentar las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, las torturas o el desplazamiento. En diciembre debe realizarse, con participación de sociedad civil, comunidad internacional y Vicepresidencia, una conferencia sobre la política pública al respecto, y se han celebrado importantes foros departamentales preparatorios. Pero, al paso que vamos, a la población colombiana le será difícil sentir triunfo o emoción patriótica de verdad en este tema.

* Comisión Colombiana de Juristas, director. Las fuentes de esta columna pueden verse en www.coljuristas.org.