No basta con rechazar esta reforma, sino que hay que rechazar también a esa clase política que la propone, que la aprueba, que la aprovecha y que se hace reelegir.

 
Pasa como con todo aquí. La Reforma de la Justicia recién aprobada abrumadoramente por el Congreso no es reforma y no es de la Justicia. Es una reforma de la Constitución del 91, o de lo mejor de ella: un torpedo contra su línea de flotación. Señala en El Nuevo Siglo el exconstituyente y exmagistrado Hernando Yepes que “su disposición objetiva no tiene otro alcance que el de destruir unas instituciones exitosas, justamente porque lo son”. Y eso es así por la condición de quienes la promueven y la apoyan: nuestra clase política. Es una iniciativa de hampones para defender su hamponería. Es una consagración de la impunidad para los congresistas, un premio al servilismo para los magistrados de las altas Cortes y, para los representantes del Ejecutivo, la compra de la reelección presidencial. Que esta vez se paga (la pagamos todos) con algo más que un par de notarías.
 
Porque en la aprobación de esta llamada reforma se amangualaron contra los intereses de la ciudadanía y en procura de los suyos propios los integrantes de los tres poderes del Estado. El Ejecutivo que impulsó el Acto Legislativo y luego lo bendijo por boca de su ministro de Justicia, aunque más tarde le formuló débiles críticas y finalmente, ya demasiado tarde, lo condenó, en palabras del presidente de la república: “Inaceptable para el país y para el gobierno”: como si se hubiera gestado ‘a sus espaldas’. El Legislativo que lo votó en causa propia. Y el Judicial que lo cobra en prebendas. Es un Acto que se ocupa únicamente de las ventajas y los privilegios de los directamente interesados. Y la gente, que aguante. Es un golpe de Estado como el que soñaba el Pablo Escobar de la actual telenovela cuando les explicaba a sus colegas del hampa criminal: “Entiendan: es el poder absoluto. Es poder hacer nuestras propias leyes para provecho de nosotros mismos”. La llamada reforma es monstruosa en todos sus detalles. No la voy a desmenuzar aquí: tendría que citarla entera. Y esa tarea se ha hecho de sobra en las últimas semanas en casi toda la prensa nacional, y en esta misma revista. 
 
Es posible todavía que la pare la Corte Constitucional. No porque se sienta escandalizada por su desfachatez perversa, pues ella es cómplice, sino como respuesta oportunista a la indignación pública. Es posible, pues, que la Corte declare inexequible la reforma por vicios de forma e irregularidades de procedimiento. Todo aquí tiene siempre vicios de forma o irregularidades de procedimiento, o prescribe por vencimiento de términos. Es posible también que el presidente, como tardíamente anunció que haría, le ponga objeciones y la devuelva al Congreso. De manera, desde luego, inconstitucional: como todo aquí. Pero no debe caer por esos vicios e irregularidades, ni por los fingidos tiquismiquis del ministro y de su patrón, que son todos ellos inseparables de los modales de nuestra clase política. Debe caer por sus vicios de fondo, inseparables de la esencia de nuestra clase política. Y no por argucias y esguinces jurídicos, sino por la protesta de la gente. Por la resistencia civil. 
 
Esto de la resistencia civil es algo que muy poco se ha practicado aquí, en este país de borregos obedientes que para defenderse de los abusos son capaces de convertirse en tigres carniceros, pero no saben erguirse en solo dos de sus cuatro patas, como hombres. Por eso aquí hay guerrillas, pero no hay oposición. En ese sentido, es importante que el Polo Democrático, cuyos parlamentarios en las dos Cámaras votaron unánimemente en contra de la llamada reforma (en compañía de apenas media docena de representantes de otros partidos), haya tomado la iniciativa de recoger firmas (unas 170.000) para reclamar un referendo popular que la revoque. La misma propuesta ha hecho el exmagistrado conservador Hernando Yepes, como señalé atrás. Es importante, pero no es suficiente. No basta con rechazar esta reforma, sino que hay que rechazar también a esa clase política que la propone, que la aprueba, que la aprovecha. Y que se hace reelegir. 
 
Porque con eso pasa como con todo aquí. Pasadas dos o tres semanas de indignación, esta se olvida y sale de nuevo respaldada en las elecciones la misma clase política de siempre, con sus formas y su fondo. 
 
Sería necesario cambiarlo todo aquí. 
 
Por Antonio Caballero