Además de la guerra y el narcotráfico, el trasfondo de este tipo de conflictos territoriales tiene que ver hoy con la peligrosa fiebre de títulos mineros. La amenaza es grande.
“Aquí la pelea es por el oro y por la coca”, me dijo un líder indígena al calor de un trago de biche en Suárez, Cauca. “El lío es que nosotros estamos atrapados en el medio”. Promediaba 2010 y el pueblo nasa, el mismo de los titulares de hoy, lidiaba con las consecuencias de haberse atrevido a pedir, en una marcha a Cali el año anterior, lo mismo que piden ahora: que respeten su autonomía frente al conflicto armado y protejan sus vidas y territorios.
La tensión se sentía en el aire. La respuesta del gobierno Uribe había sido auspiciar una nueva organización (la OPIC) para dividir a los nasas, competir con el CRIC (la organización histórica del movimiento indígena) y celebrar la seguridad democrática, cuya fragilidad se palpaba al bajar desde la mina de oro de La Toma hasta ese rincón del norte caucano. En el camino se turnaban las Farc, las bacrim y la Fuerza Pública.
El Cauca es un campo minado. Lo es en sentido literal, porque la fiebre de títulos mineros, otorgados a empresas como Anglo Gold, se sobrepone con los resguardos y territorios ancestrales indígenas y afrodescendientes. Y porque las Farc han sembrado de minas “quiebrapatas” los mismos territorios para proteger los cultivos y las rutas del narcotráfico. Lo es también en sentido figurado, porque cualquier paso en falso puede resultar en la explosión de la tensión acumulada, como lo vieron el resto de los colombianos en las imágenes que dieron vuelta al país.
Pero el Cauca y los nasas son sólo la punta del iceberg. Al vaivén de la expansión de la economía minera-coquera, los pueblos indígenas que sobreviven en Colombia habitan campos minados. Si hay algo positivo en los hechos dolorosos del Cauca, es que finalmente se abre un espacio para una discusión pública sobre la grave situación de los pueblos indígenas. Una discusión que les dé sentido a las imágenes aparentemente inconexas de los nasas protestando con sus bastones en Toribío, los emberas de rostros pintados y vestidos multicolores haciendo lo mismo en Bogotá y los wiwas de la Sierra Nevada recorriendo el río Ranchería para protestar por los planes de El Cerrejón de desplazar las aguas para extraer el carbón de su lecho.
Culturas anónimas
Con desmedida frecuencia decidimos las vidas de personas y comunidades que apenas conocemos, como dijo el legendario antropólogo David Maybury-Lewis. Para muchos colombianos las imágenes televisivas de los nasas chocando con las Fuerzas Armadas son las primeras noticias concretas sobre los 102 pueblos indígenas que suman más de 1,3 millones de personas, hablan 65 lenguas diferentes y han ayudado a conservar más de 30 millones de hectáreas de resguardos.
Lo que se sabe menos aún es que la mayoría de esos pueblos están en riesgo de desaparecer, como concluyó la Relatoría de Pueblos Indígenas de la ONU en sus informes de 2004 y 2010. En el diagnóstico estatal más completo, la Corte Constitucional declaró que 34 pueblos “están en peligro de ser exterminados cultural o físicamente por el conflicto armado interno” y por los factores asociados con él, como las economías extractivas. A ellos se suman 31 pueblos que tienen menos de 500 habitantes, incluyendo 18 que cuentan con menos de 200 y 10 que tienen menos de 100, según datos de la ONIC. De modo que cerca del 65% de la población indígena está caminando la delgadísima línea entre la supervivencia y la desaparición.
Tampoco se sabe que las caras decoradas de los emberas en las calles bogotanas traslucen el impacto del desplazamiento sobre los pueblos indígenas. Según Codhes, el 6,4% de los desplazados del país son indígenas, aunque éstos constituyan el 3,4% de la población nacional. Si se conocieran las cifras sobre violencia, no sorprendería que los nasas hayan sido los primeros en desesperar, porque han puesto el mayor número de muertos (24% de las víctimas indígenas en 2010), según Acción Social.
Como mil muertes son una estadística y una muerte es una tragedia, lo que hace falta que los colombianos noten es la situación de los últimos hablantes de una lengua, los miembros de una cultura que se extingue. Ahí están los últimos 50 miembros del pueblo wachina, en el Vaupés, o los últimos tres hablantes del tucano del pueblo makaguaje, en Caquetá. Todos ubicados en la nueva frontera económica de la Amazonia y la Orinoquia —la del coltán, el petróleo, el oro, el agua y la coca— donde está cerca de la mitad de los indígenas.
También se encuentra allí buena parte de las recientes zonas estratégicas mineras establecidas por el Gobierno Nacional y repartidas en territorios de pueblos anónimos, como los tsiripu, amorua, saliba, sikuani, masiaguare, wipiwi y yamalero. Son los nuevos campos minados, donde las olas anteriores de colonización (la conquista española, la fiebre del caucho del cambio del siglo XIX al XX, las misiones católicas y evangélicas más recientes) habían empujado a los nativos y hoy son las últimas fronteras de los recursos naturales.
Resistencia y consulta
Precisamente por estar en el ojo del huracán la movilización indígena encarna la posibilidad de trazar límites al conflicto armado. Antes que una inexistente complicidad colectiva con las Farc, los pueblos que han sido blancos predilectos de la guerrilla han sido también los primeros en rebelarse pacíficamente contra ellos, como lo hicieron los nasas en 2001 al acorralar a los guerrilleros en Caldono. Con el mismo valor del que se juega sus restos se plantaron los embera katíos frente a los paramilitares de Castaño y Mancuso en los alrededores de la represa de Urrá en Córdoba, como me lo contó en Tierralta el desaparecido líder Neburubi Chamarra.
Como va quedando claro en las negociaciones en el Cauca, lo que reclaman los indígenas es un espacio para vivir en paz. Nada distinto que lo que exige el derecho internacional, el del Convenio 169 de la OIT y la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU, que estipulan que las leyes y las actividades económicas y militares que afecten a un pueblo deben ser consultadas previamente con sus autoridades y sus miembros.
En la consulta y el consentimiento previos, libres e informados está la llave de la solución del conflicto en el Cauca y los demás campos minados del país. Así quedó demostrado el año pasado, cuando los indígenas y el Gobierno trabajaron hombro a hombro en la expedición de una legislación sobre reparación y restitución de tierras a víctimas indígenas que es un modelo internacional. Por eso preocupa que hoy sectores del Gobierno hablen de la consulta como el “palo en la rueda” del desarrollo y planeen presentar un proyecto de ley que la reduce a su mínima expresión.
Las culturas que sobreviven son las que tienen suficiente confianza en su pasado y suficiente voz para decidir su futuro, como escribió Maybury-Lewis. Los nasas han mostrado que los indígenas tienen lo primero. Falta ver si también lo segundo.
Pueblos al borde de la desaparición
Según el informe “Palabra dulce, aire de vida”, de la ONIC, en el período que va desde 1994 hasta 2009 el Gobierno realizó 121 procesos de consulta previa, en 83 de los cuales se encontraban involucrados pueblos indígenas. Para los indígenas, ninguno de los procesos de consulta previa que fueron realizados durante ese período constituye un ejemplo de buenas prácticas, respeto y goce efectivo de los derechos de los pueblos.
Los niños pertenecientes a los pueblos indígenas presentan las cifras más altas de desnutrición en el país. El 75% de la población infantil indígena colombiana sufre de desnutrición. Según la ONIC, el 83,5% de los niños del pueblo jiw (guayabero) sufren de desnutrición crónica. La ONIC también denunció en 2009 que 45 niños pertenecientes a los pueblos puinave, curripaco y sikuani (comunidad de Barrancominas), murieron como consecuencia de ?la falta de atención médica, desnutrición y como consecuencia de las fumigaciones aéreas.
Entre los fenómenos conexos al conflicto armado que más afectan a los pueblos indígenas, según la Corte Constitucional, se encuentran: el señalamiento, el asesinato selectivo de líderes y autoridades tradicionales, el control sobre la movilidad de personas y alimentos, el reclutamiento forzado y la prostitución forzada, violencia sexual y enamoramiento de mujeres.
Según el Departamento para la Prosperidad Social (DPS), en el período de 1998 a 2011 fueron desplazadas 105.818 personas indígenas. La Corte Constitucional, en el auto 004 de 2009, expuso que existen cuatro modalidades de desplazamiento forzado indígena: (i) desplazamiento masivo hacia las cabeceras municipales o ciudades cercanas, (ii) desplazamiento progresivo hacia las ciudades, (iii) desplazamiento itinerante hacia otros territorios, comunidades o grupos étnicos y (iv) desplazamiento hacia resguardos desde territorios no constituidos como tal.
Por: César Rodríguez Garavito / Especial para El Espectador /
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