Entre las montañas del norte del Cauca, 32 mil indígenas y campesinos de Toribío han adaptado su rutina a los rigores de la guerra. En los últimos 20 años han soportado 14 tomas guerrilleras, mil hostigamientos, tres masacres y decenas de asesinatos selectivos. Esperanza y balas perdidas.
A sus 53 años, Leticia ha tenido que reconstruir su casa tres veces. La primera fue en julio de 2002 cuando un grupo de guerrilleros irrumpió en su vivienda para atacar, desde allí, la estación de policía de Toribío. La segunda fue en abril de 2005, cuando una lluvia de pipetas destruyó el cuartel y, de paso, parte de su hogar. La tercera fue hace algo más de un año (9 de julio), cuando las Farc hicieron explotar una chiva cargada de explosivos y en su intento fallido por destruir el bunker de la policía, acabaron con 117 edificaciones vecinas.
Leticia nació en Toribío, se fue de niña y volvió en 1986 para hacer su vida con un negocio de venta de ropa y misceláneos junto a Rolando, su esposo. Muy pocos días de tranquilidad recuerda haber vivido. “En 1993 hicieron la primera toma, pero solo eran disparos. No como ahora, tan cruel, con pipas y tatucos”.
Esta mujer guarda en su memoria las fechas que han marcado la historia reciente del conflicto en este municipio que tiene 32.000 habitantes. Recuerda que la primera vez que las Farc usaron pipetas para atacar a la policía fue el 11 de julio de 2002. A la una y cuarto de la tarde llegaron unos guerrilleros y sin mediar palabra forzaron las puertas y entraron a su casa. Ella salió corriendo con su familia y solo pudo volver al otro día, cuando el cuartel quedó en el piso y los 13 policías, vencidos, humillados y en ropa interior, salían en calidad de secuestrados. La mediación de las autoridades indígenas logró arrebatarles los uniformados a los guerrilleros. “Me dio tanta tristeza ver la casa, olía a pólvora, todo estaba sucio, esa gente había dejado costales y sus cosas, habían saqueado el negocio”.
En ese tiempo el gobierno no le dio plata para indemnizar los daños, que por fortuna fueron menos de los que ella se había imaginado: solo tuvo que reconstruir la parte trasera de la casa que fue utilizada como trinchera por los subversivos para dispararles pipetas a sus enemigos. Después de ese ataque, la policía no volvió por esas montañas casi durante un año, en el que según ella, la guerrilla creció porque se llevaba jóvenes para la milicia (los milicianos actúan vestidos de civil en los cascos urbanos).
Entonces, Leticia y sus paisanos empezaron a soportar otro tipo de ataques. Cuando iban a Santander de Quilichao los acusaban de ser guerrilleros o auxiliadores. “Empezamos a escuchar que los paras iban a entrar al pueblo. Hubo muchos muertos y desaparecidos. Era terrible salir de acá”, reprocha. Al poco tiempo volvió la policía al casco urbano pero no significó ningún alivio para la comunidad.
“Nos llenaron el pueblo de trincheras. Yo no estaba de acuerdo porque quedamos encerrados, acorralados. Los hostigamientos se hicieron constantes, no podíamos desayunar, almorzar, ni dormir y si queríamos salir teníamos que pasar por esas trincheras, que se convirtieron en blanco de la guerrilla”, recuerda con angustia. Fueron varios los civiles y policías que cayeron heridos por estar cerca de esos muros construidos con bultos de arena pintados de verde oliva.
“Aquí la vida es tensa con policía y sin policía”, dice ella sin entrar a terciar en la polémica más reciente. Lo que sí tiene claro es que por esos días, las autoridades y la guardia indígena se organizaron mejor y crearon los puntos de asamblea permanente, sitios estratégicamente ubicados para que los civiles se refugien durante los combates, cada vez más cotidianos.
Fue en una junta directiva de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, ACIN, (que agrupa 19 cabildos y 14 resguardos en Toribío, Caloto, Miranda, Corinto, Jambaló, Santander de Quilichao, Buenos Aires y Suárez) de 2001, que las autoridades indígenas decidieron declararse en resistencia, ante la arremetida paramilitar que justamente en abril de ese año había dejado su estela de muerte con la masacre del Naya, en la que 102 miembros del bloque Calima comandados por H.H. asesinaron a 32 indígenas y campesinos y desaparecieron a 10 más.
“Hicimos un documento que se llamó Minga en Resistencia y se decidió que no saldríamos del territorio, por más amenazas que nos llegaran (varios líderes habían sido asesinados por las Farc y los paramilitares). Se tomaron acciones, como fortalecer la guardia indígena sacando 10 miembros por vereda para capacitarlos en atención humanitaria y de desastres”, explica Ezequiel Vitonás, alcalde de Toribío.
Con el mandato de “aquí nacimos, aquí tenemos el ombligo enterrado y aquí moriremos”, cada cabildo conformó bloques de 5 o 6 veredas para identificar dos lugares estratégicos (plan A y plan B) donde se pudieran resguardar de las balas y se organizó la logística para alojar y atender grandes grupos. Estos sitios están señalizados con banderas blancas, con la verde y rojo que distingue la organización indígena, e incluso ondean en algunos de ellos banderas de organizaciones humanitarias o de países europeos.
Una comisión de mayores ubicó sitios para guardar comida en caso de emergencia. Solo ellos saben cómo y dónde hacerlo. “Ellos hablan de sus experiencias, de sus históricas luchas desde la cacica La Gaitana, pasando por la Guerra de los Mil Días y La Violencia de 1948. Dicen que en la guerra lo primordial es la comida, cada sitio de asamblea tiene su propia huerta”, dice Vitonás, quien participó en la elaboración del documento como consejero de la ACIN.
Cuando se presenta el conflicto la guardia indígena organiza y transporta a los civiles a estos lugares. Una vez allí, se conforman comisiones de educación, salud, alimentación. Los profesores organizan a las mujeres para tejer, a los niños les preparan actividades lúdicas. La idea es que la vida transcurra en relativa calma y que el impacto sea menor.
“En el documento definimos que no estaremos con ninguno de los actores del conflicto. Se dijo que era como pasar un puente de una viga sin ningún pasamanos. Hablamos con la guerrilla y los paramilitares. Hubo un trabajo nacional e internacional para dar a conocer ese plan y hasta el momento han respetado los sitios. A veces la guerrilla o el ejército han intentado entrar, pero la guardia los hace salir”.
En el casco urbano de Toribío el sitio de concentración está en Cecidic un centro de educación técnica y agropecuaria que puede albergar hasta mil personas, cuenta con una bodega y una cocina que puede alimentar a cinco mil personas. Hasta allí llegó Leticia con su familia en el 14 de abril de 2005, cuando ocurrió el peor ataque a la estación de Policía.
“La lluvia de balas empezó como a las seis y media de la mañana, yo ya había visto que la cocina era el sitio más seguro, porque tiene plancha de concreto y está como en la mitad de la casa, y como siempre, corrí para allá. Empezaron a llegar mis vecinos que veían mi casa segura, éramos como 23 personas. De pronto nos cayó una pipeta. Fue terrible. Sentimos que se levantó toda la casa, todo tembló. Busqué una tela blanca y salimos, pero no teníamos por donde pasar por las trincheras. Fue eterno pasar el parque porque caían pipas por todos lados. Cuando volvimos, las gallinas estaban quemadas y la parte de atrás de la casa estaba en el piso, habían saqueado el almacén”.
Leticia recibió una plata que no le alcanzó para casi nada, pero como pudo volvió a levantar los cuartos y el baño de la parte trasera. No había acabado de resanar los daños, cuando estalló la chiva bomba el año pasado. Lo poco que había levantado volvió a quedar abajo, pero esta vez toda la casa quedó agrietada y las puertas metálicas retorcidas. Ella muestra las marcas de las balas que permanecen en el techo, en el lavadero, en la tapia. Ya perdió la cuenta de los ataques, de las veces que se ha tenido que refugiar en la cocina. Pero el proyecto Nasa, que dirige Gabriel Pavi, sí tiene la estadística: desde 1993 Toribío ha soportado 14 tomas guerrilleras y más de mil hostigamientos.
¿Y cuál es la diferencia? Cualquier lugareño la explica con naturalidad: “hostigamiento es cuando los guerrilleros disparan desde lejos a la policía, generalmente duran un par de horas; toma es cuando los guerrilleros se acercan al pueblo para atacar la estación de policía con pipetas y tatucos (morteros artesanales), también se escuchan disparos alrededor del pueblo y pueden durar varios días”.
Es un glosario macabro que manejan por igual niños y adultos. Un lenguaje al que están habituados. Aquí es común cargar banderas blancas, es normal escuchar el silbido y el traqueteo de las balas e identificar de qué bando provienen, es fácil distinguir el ruido y la apariencia de un tatuco o de un cilindro bomba y conocer cómo maniobran un avión supertucano o un helicóptero Black Hawk antes de atacar.
Así como Martha y sus cuatro hijos también se acostumbraron a meterse debajo de la cama cuando empezaban los disparos. Durante 10 años vivieron en una casa ubicada a 50 metros de la estación de Policía y su rutina se habituó a la cotidianidad del conflicto. Los niños no podían jugar en la calle y la mamá escasamente salía a trabajar. Como Leticia, esta mujer cabeza de familia, tuvo que salir tres veces huyendo del hogar porque el techo y los vidrios saltaban en pedazos y escasamente quedaban las paredes en pie.
Pero no ha vuelto. La explosión de la chiva bomba, de la que se salvaron de milagro, los puso a deambular por el pueblo. No ha recibido plata para reconstruir su vivienda. Ahora vive a las afueras, cerca al cementerio. Pero está aburrida. “Allá está la otra gente (la guerrilla), hostigan desde allá y como tengo que trabajar, los niños quedan solos”, dice angustiada.
Mientras Marta cuenta su historia, Keiner y Zulai, los más pequeños, juegan con los casquillos de las balas que todavía están en lo que fuera la sala de su casa. Tiene miedo, pero admite que si le dan un auxilio para arreglar la casa, volvería sin pensarlo. “Ya no sé dónde meterme con mis hijos”.
Gloria Castrillón | Cromos.com.co
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