La grave situación que se presenta en el Norte del Cauca no es nueva, lleva tantos años, como años lleva la guerra en esta “Otra Colombia”. La Colombia indígena, negra y campesina, aquella que la Constitución de 1991 reconoció y llenó de derechos, pero los gobiernos y buena parte de la sociedad insisten en negárselos, ya que, por ignorancia o racismo soterrado, no aceptan a estas comunidades como sus semejantes, no les respetan su diversidad étnica y cultural, e incluso, muchos de ellos, en privado, comparten el deseo porque desaparezcan.

 
Pueblos que son considerados un obstáculo para el “desarrollo”, o como una mancha para su imaginario de una Colombia hispánica, católica y castiza; o en el mejor de los casos como una cultura inferior que debe integrarse a la “cultura mayoritaria” en Colombia. Con esta forma de actuar y de pensar, convertimos, especialmente a los indígenas, que llevan miles de años sobre el territorio que hoy llamamos Colombia, extraños en su propia tierra.
 
Gran parte del conflicto del Norte del Cauca no es más que eso, la ignorancia de la realidad de los pueblos indígenas y de sus derechos constitucionales que se suma a la falaz imagen que “la mayoría” del pueblo colombiano tiene de sí, imagen construida por unos medios que nos venden a diario una Colombia mestiza (con presentadoras de ojos verdes y cabello castaño), emprendedora y democrática. Pero, repito, esa mayoría mestiza no existe, somos tan sólo una mueca de lo que pretendemos ser por imitación y eso es lo que nos impide vernos tal y como somos; por esa vía, nos impide también ver, entender y reconocer a los indígenas y a los negros como colombianos y como ciudadanos.
 
Parte del éxito mediático del dramático llanto del sargento García, que hirió profundamente el ego nacional, fue que, el sujeto era un militar rubio y de ojos verdes que estaba siendo humillado por una “horda de indios salvajes”. Lo demás, corrió por cuenta de la desinformación de los medios de comunicación, los comentarios malintencionados y toda la parafernalia para explotar en la opinión pública las imágenes de los indígenas del Cauca cargando al militar para desalojarlo. Paradójicamente, los colombianos nos identificamos más con un fenotipo ario que con las facciones indígenas, negras, e incluso, españolas, de las cuales realmente descendemos. Y la imagen duele porque toca, no al pueblo colombiano, sino a lo qué cree ser y jamás será el pueblo colombiano, un pueblo que se cree rubio, no indio; que toma Coca-Cola, y no Chicha, que come hamburguesas, y no mazamorra de maíz y que ve desde la comodidad de sus casas la guerra por televisión; se preocupa más por ver ¿qué pasa en protagonistas de Nuestra Tele? que por la muerte, el desplazamiento y las violaciones a los Derechos Humanos de millones de personas de esa otra Colombia.
 
Al día siguiente al desalojo, murió asesinado por el Ejército un comunero indígena, Fabián Güetio y la Fuerza Pública hirió a más de veinte nativos, entre ellos, dos miembros de la Guardia Indígena. Ante esto, la mayoría del pueblo colombiano no se indignó, los medios no publicaron imágenes del llanto de la madre de Fabián Güetio y todo porque el muerto y los heridos, eran otra estadística de las decenas de líderes indígenas asesinados en el Cauca. Que muera un indígena no es a la larga tan grave como que un soldado mono llore por culpa de unos indios.
 
Cumplimos 21 años desde que la Constitución reconoció en igualdad de derechos a los pueblos indígenas y a su cultura; aún no hemos podido vencer la tara xenofóbica, excluyente y radical del anterior régimen. Desde instituciones que deberían promover y exigir el respeto a la plurietnia y a la multiculturalidad, como la Procuraduría General de la Nación, lo que vemos son cavernas retardatarias que lanzan a diario inquisidores mensajes para perseguir a las minorías étnicas, sexuales o religiosas.
 
Nos negamos a ver que la exigencia de desalojo de los actores armados emprendida valientemente por la guardia indígena, tienen el sustento constitucional en la autonomía jurídica y política reconocida en los artículos 246 y 330 de la CN que establece la jurisdicción especial indígena bajo la cual sus autoridades tradicionales, en este caso la Guardia Indígena, puede ejercer función jurisdiccional dentro de su ámbito territorial, de conformidad a sus usos y costumbres.
 
El Fiscal General de la Nación se enreda en sí mismo, buscando primero como judicializar a los indígenas, y luego, como “generosamente” extenderles el principio de oportunidad. A pesar que, como excelente constitucionalista que es, sabe muy bien que lo que hay hoy en los territorios indígenas del Norte del Cauca es un verdadero choque de poderes. Choque donde, por un lado están las pretensiones de las Fuerzas Armadas, el Ministerio de Defensa y el Presidente de la República como Ejecutivo y por el otro el poder judicial, representado en los territorios indígenas por sus autoridades tradicionales, en este caso: la Guardia Indígena.
 
Con la decisión de exigir la desmilitarización de su territorio la Guardia Indígena en ningún caso está violando la Constitución, o la ley, por el contrario, está ejerciendo los derechos otorgados por la Carta del 91, especialmente los derivados del bloque de constitucionalidad en materia de Derechos humanos y Derecho Internacional Humanitario, como el Protocolo II, adicional a los Convenios de Ginebra de 1949, que fue adoptado a la legislación interna por la ley 171 del 16 de diciembre de 1994, el Convenio 107 de la OIT que estipula los derechos de las comunidades tribales en su territorio, el Convenio 169 de la OIT, que exige la realización de la consulta previa sobre proyectos o acciones que afecten el territorio de los pueblos tribales, el artículo 22 de la CN que dice que: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, la Convención Americana de Derechos Humanos que en su artículo 21 estipula: “La estrecha relación que los indígenas mantienen con la tierra debe ser reconocida y comprendida como la base fundamental de sus culturas, su vida espiritual, su integridad y su supervivencia económica y sobretodo la realización efectiva a los dos principios fundantes de la Constitución Nacional: la soberanía Popular y la diversidad étnica y cultural de la nación.
 
La insistencia por parte del Gobierno Nacional en la militarización de los territorios indígenas no sólo viola las normas básicas del Derecho Internacional Humanitario sino que genera un flagrante desacato al auto 04 de 2009, de seguimiento a la sentencia T-025 de 2004, que evidenció la inminente aniquilación física y cultural de 32 pueblos indígenas por el conflicto armado entre ellos los Nasa, los Guambianos, los Kokonucos, Totoroes y los Yanaconas y ordenó al Gobierno Nacional realizar, bajo el modelo de consulta previa, el marco de protección de estos pueblos, modelos de seguridad que denominó la Corte como planes de salvaguarda que hoy no se han llevado a cabo y, por el contrario, se ha impuesto una vía militar inconsulta, violando normas internacionales y órdenes de la Corte Constitucional que protegen directamente a los pueblos indígenas del Norte del Cauca y a sus territorios.