Los guerreros de la lucha Thay —así se llaman— oran para ahuyentar los malos espíritus antes del combate, luego saltan furiosos al ring y hacen toda suerte de carantoñas para asustar al contendiente: le muestran los dientes, se golpean la frente y dan patadas al aire.

 
Forma parte de su protocolo. Me parece que sucedió lo mismo en el primer asalto de Oslo. Cada parte habló para su galería. Justo. De la Calle muy compuesto y Márquez muy suelto. Cada cual en su esquina. No podría ser de otra manera. Una negociación sobre intereses que durante medio siglo se han tratado de resolver a balazos no podría haber comenzado con besos. Entre el establecimiento y la insurgencia hay miles de muertos. Hubo diferencias claras en los discursos inaugurales: la guerrilla habló del contenido; el Gobierno, de las formas y de los límites. No se puede poner entre paréntesis el hecho de que el Gobierno se guía por un marco legal que la guerrilla desconoce. Iván Márquez dijo lo que las Farc piensan y por lo cual han luchado durante medio siglo: que están en desacuerdo con las políticas económica y social del Estado. Señaló temas. ¿Puede haber sorpresa en ello? No dijo —o no lo oí decir— que eran puntos obligados de la agenda de negociación en la mesa. Santrich lo aclaró: es la agenda de lucha y si hay acuerdo, la pelearemos sin armas. Estoy seguro de una cosa: las Farc no quieren que Santos les haga las reformas que proponen. Si se trata de una negociación sobre armas, lo que de verdad está en juego son las garantías para la lucha civil futura, lo que puede —y debe, pienso— incluir el tema de la tierra, más como territorio que estrictamente como propiedad. En el Programa Agrario de las Farc de los 60 se habla de tierra, pero hoy ese concepto como esencia del problema político es secundario; la médula del hueso es el territorio. Incluso Naciones Unidas así lo reconoce en su reciente estudio El Campesinado, realizado por el PNUD. Más aún, el punto no es otra cosa que el que la Constitución del 91 acoge bajo el título XI: “De la organización territorial”. Poner en la mesa el modelo de desarrollo es volver a la encrucijada de Tlaxcala o del Caguán, que fueron los verdaderos “peñascos nórdicos” contra los que estrelló la negociación en el 92 y en el 98. El Estado se acerca con miedo a estas formas territoriales de organización. Teme la reacción de la banca multinacional, de las empresas nacionales, de los grandes inversionistas y de las Fuerzas Armadas, que califican estos entes como enclaves guerrilleros. Lo ha dicho en referencia a la reglamentación de la minería y a la reciente sentencia de la Corte Constitucional que limita la flexibilidad de la Unidad Agrícola Familiar. Al Gobierno le irrita que se le haya criticado la Ley de Restitución de Tierras, cuando el mismo ministro ha declarado que no es la mejor. La discusión es necesaria; la polémica, útil, las diferencias saludables. Los Estados democráticos son resultado de los conflictos sociales y no —como cree Uribe— su víctima. La idea de que de la mesa salga arreglado el país es una mina quiebrapatas contra el carácter del proceso que sentó De la Calle: “Digno, realista y eficaz”.
 
En lo que sí estuvieron de acuerdo fue en no negociar a espaldas del país. Cada cual defendió su interpretación. El Gobierno no quiere prestarles el micrófono a las Farc y las Farc no están dispuestas a convertir la mesa en un confesionario para ser absueltas en silencio. Llegarán a un acuerdo. La discusión fuerte será sobre la participación de la sociedad civil. En el tema de armas, ni pío tenemos que decir. Queda sólo la esperanza de que las palabras no vuelvan a salir por la boca de los fusiles. No se podrá ignorar una reforma constitucional en la que, sobre un acuerdo básico con el Gobierno, las guerrillas —todas— participen en pie de igualdad como hoy están en la mesa. Será la prueba de fuego de la buena voluntad de las partes.
 
Por: Alfredo Molano Bravo