En límites entre Chocó y Antioquia, indígenas libran una 'batalla' para proteger sus territorios de la exploración. Los trabajos están frenados.
Un ruido rompió la calma de Coredocito, un caserío embera katío perdido en la selva. No era un animal feroz ni un espíritu de esos que los brujos ‘entierran’ en lugares sagrados. (Vea: así es el mundo embera que quiere explorar una multinacional).
Jaichanubi Mecheche, entonces gobernador indígena, salió de su tambo a ver qué pasaba en el cielo. Lo siguieron cinco familias que permanecían en este lugar apartado, en zona rural de Carmen del Darién, límites entre Chocó y Antioquia.
Un aparato blanco bajó y se posó en la improvisada cancha de fútbol en la que los niños corrián. El viento soplaba como en una noche de tormenta y jugaba con las tejas de zinc de los 15 tambos, hechos de caimito y platanillo. Cerdos, patos, gallinas y perros buscaron escondite. Ese 3 de enero del 2009 no se les olvidará.
Ese día, en este lugar de la selva al que se llega tras una travesía de 11 horas desde Apartadó (Antioquia) en Willys, lancha y a pie, sus habitantes vieron, antes de conocer la energía, la televisión y los sacerdotes, un helicóptero aterrizando en sus tierras. Jaichanubi guardaba en sus recuerdos la imagen del sobrevuelo de un aparato parecido una vez que bajó al pueblo, pero no imaginó que llegaría a su casa. Pensó, incluso, que venía la muerte.
Pasaban las 10 de la mañana. De la aeronave se bajaron cuatro ‘blancos’. Eran geólogos. Venían a explorar minerales en el cerro Careperro, que ellos llaman Jai Katumá, ‘cerro de los espíritus’ en lengua embera. “Decían que tenían permiso del Cabildo Mayor de Carmen del Darién (Caminad)”, recuerda Argemiro Bailarín, representante del resguardo.
Los extraños, trabajadores de la Muriel Mining, anunciaron que estarían dos meses y que sólo abrirían seis huecos, amparados en que el caserío y el cerro hacen parte del proyecto minero Mandé Norte. Sus títulos, otorgados por 30 años, contemplan 16 mil hectáreas, donde habitan 12 comunidades emberas. La idea era confirmar si en estos suelos hay cobre y oro, como dicen viejos estudios.
Los indígenas entendieron por qué días antes habían llegado 300 soldados armados. “Nos asustamos porque aquí solo usamos escopetas y flechas para cacería”, recuerda Jaichanubi.
Los reclamos de los indígenas a los geólogos se desvanecieron como un grito en la selva cuando ellos les mostraron un papel firmado por Mario Domicó, Juan Demesio Doviana y Víctor Carpio, emberas que no contaban con el total aval de la comunidad. “Fue un engaño”, dice hoy Jaichanubi, sentado en su tambo mientras las nubes grises ocultan el cerro y dejan caer un aguacero que espanta a las mujeres que pilan arroz. Asegura que a las comunidades del resguardo Urada Jiguamiandó nunca las visitaron para consultarles sobre la exploración.
“Les dijimos que acá Víctor Carpio no mandaba, pero ellos aseguraron que no iban a dañar nada, que solo venían a explorar”, añadió Jaichanubi, un joven de 27 años de piel tostada, que viste siempre con bota pantanera, bluyín y camiseta. Para ellos, era extraño el interés por sus minerales. Jaichanubi sólo había visto unas pepas de oro que indígenas sacaban en bateas para venderlas y así comprar comida, pues sus mujeres solo usan collares de chaquiras y coronas de flores de la selva.
Siete días después, el 10 de enero, la Muriel tenía en el Jai Katumá a trabajadores con sus herramientas, protegidos por el Ejército. “Talaron tres hectáreas de bosque. Instalaron campamentos arriba y junto a la quebrada La Rica. En ellos se alojaban y guardaban herramienta –recuerda Bailarín-. Adecuaron dos zonas para los helicópteros, que volaban al día dos o tres veces”.
Los emberas veían en peligro su cerro sagrado, al que solo suben con permiso de los jaibanás, como llaman a sus médicos tradicionales o brujos. Lo que esconde su cumbre es un misterio. Nadie ha sobrepasado la mitad del segundo de los tres picos y dicen que la energía arriba es tan fuerte que ningún hombre la soportaría.
“Allí nace la vida, se guardan los espíritus que mantienen el equilibrio”, describe Jaichanubi. En esas montañas, cuentan que los jaibanás guardan sus espíritus buenos y malos, que llaman en las noches en sus ceremonias, de hierbas, tabaco, aguardiente y danza, para curar desde las mordeduras de culebra, las hemorragias, los dolores de cabeza, la diarrea de los niños, hasta los ataques de locura. “Para nosotros, todo en el mundo tiene espíritu, por eso, los guardamos en un lugar inalcanzable”, dice Bailarín.
Pero allí no solo están los espíritus. Nacen los ríos que pasan por sus tierras y toman el agua con solo recogerla en sus manos. Sus bosques son nidos de perdices, guacamayas y loras, y hogar de guaguas, zainos, tatabros, armadillos, conejos, pavones, pavas, cerdos salvajes y micos, que transforman en su alimento. Lo complementan con maíz, plátano, arroz y yuca que siembran en sus suelos.
Jaichanubi recuerda que, preocupados por los vuelos de los helicópteros, la falta de animales y el temor de enfermedades comenzaron a crear una resistencia indígena.
798 votos dijeron no a la exploración
La voz de alerta bajó de boca en boca por los ríos Coredocito y Juguamiandó. “Avisamos a las otras comunidades, reunimos 1.200 emberas y tomamos fuerza para echar a la empresa”, recuerda Jaichanubi. En pocos días Coredocito se convirtió en un gran albergue donde se instalaron, además de emberas, mapuches de Chile, mayas de Guatemala y ONG de España, Alemania y Honduras. Tambores, flautas y acordeones sonaban mientras niños, jóvenes y viejos se pintaban los rostros. “Durante un mes nos reuníamos a diario para ver qué podíamos hacer para echarlos”, recuerda Jaichanubi. Al tiempo, llegaron las enfermedades.
“Cinco niños murieron por falta de alimentación”, se lamenta Bailarín.
De las charlas salió la idea de poner una tutela en Bogotá, con apoyo de la Defensoría y la ONG Comisión Intereclesial de Justicia y Paz. Decidieron, además, hacer una consulta del pueblo. El 24 de febrero, a las 8 de la mañana, con documento y huella, niños desde los 10 años hasta los viejos votaron: 798 votos en contra de la exploración minera y cero a favor. Entonces, decidieron subir al cerro.
Pese a que los soldados intentaron detenerlos, ellos siguieron. El paisaje había cambiado. En el viaje se encontraron con árboles caídos, mangueras que bordeaban las fuentes de agua y hombres con cascos trabajando, custodiados por soldados armados.
“Pasamos casi un mes. Hicimos albergues y nos quedamos”, apunta Jaichanubi. Junto a los campamentos mineros, con danzas y ‘armadas’ de plantas, las mujeres bailaban y los jaibanás pedían a los espíritus protección para su cerro. La resistencia rompió el ‘embrujo’ minero la primera semana de marzo.
“Se habló con el jefe militar del batallón de Carepa (Antioquia) y anunciaron que se iban en dos días, les dijimos que si no cumplían, cogíamos las herramientas de la empresa porque seguían haciendo su hueco y dañando nuestra madre Tierra”, apunta Jaichanubi.
Desde entonces, no volvieron a ver los helicópteros. En octubre del 2009, la Corte Suprema de Justicia falló definitivamente la tutela y ordenó suspender las actividades de exploración y explotación en Mandé Norte, de manera formal, porque no avaló la consulta previa que había presentado la compañía.
El padre Alberto Franco, representante legal de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, entidad que acompañó a las comunidades, señaló que para lograr esos acuerdos “hubo hasta dinero y fiestas”.
Las familias de Coredocito y sus vecinos intentaron volver a su vida pasada, alejada del mundo, cazando y sembrando, pero no ha sido fácil.
“Después de que se fueron, algunos pensaron que venía algo peor, como Carmelina Bailarín, de 45 años, quien se suicidó ahorcada”, comenta Jaichanubi.
De entrar de nuevo la empresa, convocarán a todos los pueblos indígenas y se tomarán carreteras y entidades, “porque necesitamos que conozcan nuestra situación.
“Los jaibanás dicen que si vuelve la empresa o el Ejército al cerro se van a enojar los espíritus y eso haría que se enfermen las comunidades”, anticipa Bailarín, que fue invitado a Londres para contar la historia de su pueblo.
En estos años, la selva ya se tragó el campamento minero, pero ellos viven en alerta. Desconfían de cualquier ‘blanco’ que pise sus territorios. Saben que los mineros pueden volver, mientras su cerro tenga cobre y oro. Jaichanubi, padre de cuatro hijos, intenta vivir como antes, aunque lo desvela la idea de que una mañana vuelva a aterrizar un helicóptero en su patio.
‘Podemos ir a hablar con los jaibanás’: Muriel Mining
Aunque no dio fechas, el vicepresidente de la Muriel Mining International, Guillermo Pardo, afirmó que la empresa mantiene su intención de iniciar labores de exploración del proyecto Mandé Norte, suspendido a finales del 2009 por un fallo de la Corte Constitucional. El 'target' de este proyecto -afirmó- es la explotación de cobre, aunque se contempla también la extracción del oro como subproducto.
En el fallo de la Corte, además de exigir el cese de actividades, les ordenó al Ministerio del Interior adelantar rehacer trámites para formalizar una consulta previa extendida a todas las comunidades y al Ministerio de Ambiente culminar estudios sobre el impacto ambiental que pueda producir el proyecto. Según Pardo, "la compañía como tal no tiene que cumplir con nada y está a la espera de que los Ministerios lo hagan para reiniciar labores".
La Muriel, cuyo centro de operaciones se concentra en Panamá, recibió de la Gobernación de Antioquia títulos mineros en el 2005 para explorar y explotar un área de 16 mil hectáreas, que comprenden territorios de Chocó y Antioquia, donde habitan 12 comunidades emberas. El rechazo de parte de los indígenas hacia el proyecto hizo que la empresa se retirara de la zona, de manera voluntaria, antes de conocerse el fallo.
Uno de los temas polémicos fue la consulta previa, primer proceso de este tipo que se adelantó en Colombia para un proyecto minero. Frente a esto, Pardo aclaró que "una de las comunidades, que protocolizó un acta de consulta previa con la compañía, autorizó desarrollar los trabajos de exploración en su territorio. Cuando otra comunidad vecina identificó que los trabajos se iban a adelantar, se manifestó en contra del desarrollo del proyecto en su vecindario". Igualmente, agregó que la consulta previa no es un proceso vinculante, aunque reiteró que para la compañía es clave el consenso de las comunidades. "Si es el caso, estamos dispuestos a subir con los jaibanás y consultarles dónde podemos trabajar", sentenció.
Señaló, además, que "un proyecto de exploración para lo que uno espera que haya allí en Mandé Norte puede durar 10 años, sin causarles daños". Añadió que "para la explotación puede darse el caso que después de un año de exploración digamos 'mire, definitivamente no, no hay el recurso o si lo hay, pero resulta que las condiciones en las que se encuentra hacen tan costa su explotación que no es viable el proyecto'". Por último, dejó claro que "el dueño del título es la Muriel Mining" y agregó que "en el evento en que haya mina no tendría una extensión de 16 mil hectáreas, algo que ha generado desconcierto de quienes no conocen bien el proyecto".
NICOLÁS CONGOTE GUTIÉRREZ
Enviado especial de EL TIEMPO
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