Esta historia se narra desde una zona montañosa y fría, cargada de una inmensidad de paisajes, de montañas, de milpas y de mujeres con sus huipiles. Detrás de la realidad, más que categorías conceptuales, hay historias, hay sentimientos, hay escenas de la vida cotidiana. Tienen un nombre, una identidad y, en este caso, un lugar: San Martín Itunyoso. El viento que corre por las tardes cala la piel, el frío llega hasta los huesos y hace que recordemos que somos humanos, que sentimos, como buenos hijos de esta tierra.
En un contexto donde la marginación en la que nos han envuelto a los pueblos indígenas predomina en las zonas rurales, se siguen reproduciendo cacicazgos donde unos cuantos se aprovechan de la necesidad de hombres y mujeres indígenas. Tenemos gobiernos que en ningún momento se han interesado ni se interesarán en generar un beneficio real y un verdadero desarrollo desde los pueblos, tomado en consideración nuestras culturas y nuestras lenguas originarias.
Seguimos siendo objetos de políticas públicas no pertinentes culturalmente. Ni siquiera están adecuadas – ni mucho menos enfocadas – a fortalecer los pueblos: en pocas palabras, seguimos excluidos y cada vez más explotados por un sistema que nos exige renunciar a nuestra propia identidad e historia para ser considerados, para insertarnos en la lógica de un modelo económico y político que para nada tiene que ver con la lógica de nuestros pueblos. El centro de gravedad de estas políticas está claramente definido: nos obliga a salir de nosotros mismos.
Lo que sí es cierto es que la situación de marginación a la que nos han orillado nos está desplazando: no estamos migrando por gusto o porque así realmente se decida. Estamos siendo desplazados forzadamente porque no tenemos acceso a empleos, educación, salud, alimentación; tenemos que irnos y dejar nuestros pueblos para sobrevivir con nuestras familias.
En esta nueva lógica del desplazamiento de las poblaciones rurales, las mujeres no quedan aisladas de este fenómeno. En concreto, eso es lo que realmente está ocurriendo en regiones con altos índices de marginación: hombres y mujeres tienen que dejar el campo, sus hogares, sus familias, sus pueblos para poder ir en busca de muchos sueños de mejoras a sus familias.
Rosa me compartió que su primera experiencia migratoria, que fue a los 13 años, cuando tomó rumbo a los Estados Unidos con su abuelita, sin saber hablar ninguna de las dos el castellano, sólo el triqui. En esa ocasión no tuvieron suerte: “nos agarró la migra”, dice ella.
Se tuvo que ir porque su madre “se había juntado con otro señor”, y la familia había crecido, lo que implicaba más bocas para alimentar, es decir, más necesidad de trabajar. En ese momento, Rosa no entendía por qué era tan difícil que las dejaran entrar a aquel otro lugar, pensando en la gran diferencia entre su pueblo y el pueblo vecino.
Sin darse por vencidas, ambas decidieron nuevamente cruzar la frontera y un año más tarde, a sus 14 años, lograron llegar a los Estados Unidos. Sin embargo, la experiencia no duró mucho. A los seis meses de haber llegado, su abuelita enfermó de gravedad y tuvieron que regresar a México. En su ruta para llegar hasta Oaxaca, hicieron una parada en Ensenada, Baja California. Ahí se quedaron un tiempo trabajando en el corte de pepino y flores, hasta que pudieron juntar para el regreso a su comunidad.
Cuando Rosa ya tenía 17 años, y después de sus dos intentos desafortunados, volvió a tomar camino rumbo a la frontera con su madre y su tío. Llegaron a Livingston, California, y ahí se quedaron a trabajar durante un rato. Su madre ya no vivía con su pareja, ya era, como dijo Rosa, “una mujer dejada”.
Nuevamente, el principal motivo para irse a los Estados Unidos fue la falta de dinero y “porque no me quería quedar en su pueblo”, dice Rosa. Tuvieron que dejar a su hermano, de tan solo cinco años de edad. El cruce le produjo “un sentimiento de alegría”, señala. No obstante, cuando llegó inmediatamente se percató de que “todo era diferente; está bonito allá también, conoces a otra gente, pero me gusta más mi pueblo”.
Rosa y su familia estuvieron encerradas hasta que les consiguieron trabajo. Los recibió su familia; aunque lejana, eran sus paisanos, venían del mismo pueblo. Ellos los ayudaron y le llevaron comida cuando no tenían trabajo, recuerda Rosa y añade: “así le hacemos, cuando llega alguien ayudamos, les llevamos comida, refresco, y ya cuando consiguen trabajo ya no lo hacemos, y así hacemos y nos hacen el favor”.
Durante su estancia de casi tres años en Livingston, Rosa empezó a extrañar su casa, su pueblo, su familia. Un día “le dije a mi mamá que ya regresáramos, pero tardamos cinco años por allá, en el gabacho”, relata. Durante ese tiempo mandaron dinero a su abuelita para que comprara lo que se necesitaba en el pueblo: comida, ropa, accesorios, etcétera. Ahorraron un poco de dinero y con eso lograron hacer su casa en la comunidad, a la que solo le falta el techo.
“Me acostumbré un poco a la vida de allá “, dice Rosa. “Me cansaba mucho de trabajar. Trabajé primero en la fresa, de ahí en la manzana, cherry, también durazno, chabacanos, camote, y pues nos pagaban más o menos”, agrega.
“Cuando vivía allá a veces estaba triste porque extrañaba a mi hermano y a mi abuelita”, relata Rosa. “Me gustó que la gente que encontré fue más buena, allá estuve con mi mamá y pues, sí, algunos nos trataron bien”
“Cuando regresé, vi muy cambiado a mi pueblo”, recuerda Rosa. “Ahora ya pusieron escuelas”, precisa.
En San Martín Itunyoso hay más mujeres que hombres. “Algunas muchas ya sus maridos las dejaron, como a mi mamá, mi tía Juana, mi tía Laura; de mi tía Genara ya es su tercer marido. Sus maridos están acá en el pueblo y se juntan con otras, o si no, se juntan en el norte”, informa la joven.
“Mis paisanos están en Livingston, Madera, Queen City, Statone, Washington, Nueva York, Distrito Federal, Oaxaca capital, Huajuapan de León, Ensenada, Culiacán, Mañadero, San Quintín, Cárdenas, y otros lugares. Allá están ellos trabajando”, señala Rosa.
Si se van “es por la falta de dinero. También quieren lo mejor para sus hijos, que estudien, que hagan algo, que salgan adelante. En el otro lado pagan mejor que en Culiacán y es diferente”, indica la triqui. “Algunos regresan pa’ cá, algunos ya no porque si regresan, no hay donde trabajen, no pueden sacar adelante a sus hijos porque no hay trabajo”, agrega.
En el caso de los jóvenes “algunos estudian, otros trabajan por necesidad. Ayudan a sus familias, otros nomás para ellos”, informa. A los que regresan se les puede ver en la fiesta de San Martín Itunyoso, en noviembre.
“Yo a veces me quiero quedar, pero por falta de dinero tengo que salir a buscar. Sí, volvería a cruzar la frontera, si es necesario, sí, y ¡no tengo miedo!”, declara Rosa. “Es que quiero que estudie Iván, mi hermano, y salga adelante. A los otros jóvenes indígenas les digo que salgan adelante para que logren algo, que le echen ganas al estudio, que aprovechen ellos que sí tienen la oportunidad porque la verdad, aunque uno quiera, no siempre se puede, hay que trabajar para poder comer”, lanza la triqui.
Lo que sí es alarmante es que, si hacemos un balance sobre los costos de la migración, no tendrían que medirse en cifras, ni en lo triste que es dejar su comunidad. Debemos retomar e ir más allá de lo superficial: reflexionar, analizar lo grave que es ser desplazado de tu territorio, lugar al que quizás ya no vuelvas. Eso ha pasado con la mayoría de los jóvenes no solo en Itunyoso, sino en muchas regiones de México.
Las nuevas lógicas de la migración de pueblos indígenas como estrategia de despojo
Tres aspectos importantes están en discusión aquí, a mi parecer. Lo primero es el trabajo en el campo, el sembrar, el cosechar, el producir lo que consumimos. Antes éramos los indígenas los que de principio a fin lo realizábamos. Ahora muchos ya no sabemos sembrar, compramos el maíz que consumimos, siendo que somos herederos de la tradición del cultivo de la milpa. Estamos siendo despojados no sólo de la tierra para cosechar, sino también de todo un conocimiento milenario de rituales, respeto y relación con la madre tierra.
Lo segundo es que este proceso del que hablamos provoca un desajuste en la continuidad de la comunidad. Con todos estos procesos de desplazamiento, vemos a comunidades habitadas por niños, adultos y abuelos. El grupo constituido por los jóvenes está fuera, ya sea estudiando ó, principalmente, trabajando: ya no vive con el resto de la comunidad.
Estos jóvenes no están regresando a su comunidad. Quizás el reto de nuestros pueblos es pensar y repensar cómo reincorporarlos al pueblo. Cuando regresan, ya no se sienten identificados ó están encantados por las “comodidades” de las zonas urbanas. El peligro es que en unos años tendremos puras comunidades habitadas por abuelos y niños: ¿quiénes estarán para continuar el pueblo? Los abuelos dejaran de existir en pocos años y los niños son muy pequeños para asumir ese rol.
Sin embargo, confiamos que como pueblos sabremos hacerle frente a todo ello, lo que no quita la necesidad de empezar a reflexionarlo no como una teoría, sino como una realidad. La acción se vuelve una urgencia.
Lo tercero – y quizás lo más visible y preocupante en estos últimos años – es plantear qué está pasando con el uso del territorio de los pueblos indígenas. Tenemos que gran parte de los territorios históricos de los pueblos indígenas ya no serán ocupados por ellos si se desarrollan en su seno los megaproyectos hidroeléctricos, eólicos, cementeros ó mineros que siguen apareciendo en estos últimos años.
Cuando hablamos de que la migración no sólo es el desplazamiento de un lugar a otro, sino más bien el conjuntos de acciones, actitudes, sentimientos, procedimientos, contextos que ello implica, los pueblos hemos sido primero desplazados a las zonas consideradas de “refugio”. Ahora ni en aquellas montañas, sierras, llanuras o desiertos nos dejan estar, y seguimos siendo desplazados porque nuestros territorios están en la mira de grandes corporaciones nacionales y transnacionales dispuestas a invertir en este país, del que de por sí sabemos en ningún momento se pondrá a defender los intereses ni los derechos de nuestros pueblos.
Cuando no hay gente interesada que trabaje el campo, el gobierno puede decretar las zonas como de conservación ecológica u ofrecer grandes sumas de dinero por un pedazo de tierra, y la migración facilita grandemente este proceso. Aquí hallamos el problema: si los jóvenes no asumimos nuestro papel de herederos de la tierra, del agua, de los ríos, de todo lo que implica el territorio histórico de nuestros ancestros, entraremos en un grave dilema: nuestra lenta extinción como pueblos.
Como jóvenes, es nuestra tarea construir el nuevo rostro que tendrán nuestras comunidades y esto implica dos cuestiones: o de manera pasiva las dejamos ir camino a la extinción ó de manera activa construimos las alternativas y el futuro que queremos para nuestros pueblos y nuestra gente, rechazando el que por siglos nos han impuesto.
Los invito a fortalecer nuestra identificación con lo que implica nuestro territorio y a buscar herramientas que nos permiten abrir un camino en esta dirección. Quizás muchos ya no viven en sus comunidades, quizás otros ya no piensan regresar, pero debemos considerar que gran parte de nuestro ser está conectado, anclado y nacido ahí, si es que nos nombramos na savi, nahuas, me phaa, ayuujk, rarámuri, wixárika, binizaá, ñajtoj, ñhañú, ikoots, ngigua, y demás pueblos.
Así que retomemos la sabiduría, la dignidad, el orgullo y la rebeldía de nuestros pueblos que, a más de 510 años, siguen luchando por defender lo que es nuestro y que por derecho nos corresponde y nos pertenece. Aquí nacemos y aquí moriremos aunque en estos momentos no estemos en nuestras comunidades. Sabemos que no es por gusto, sino por necesidad…
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