Campesinos y mineros fueron caminando 170 kilómetros a Medellín como acto de protesta por la construcción de un megaproyecto energético a raíz del cual deben abandonar sus hogares. Viven en una casa que les prestó una ONG.
En un pasillo oscuro están las ollas, las maletas, los carteles ya sucios y la gente tumbada en el piso: algunos en colchonetas, otros dentro de carpas, y unos más sobre cobijas o directamente en el suelo frío. Hay mujeres, niños menores de diez años, una chica embarazada y, sobre todo, hombres de cuerpos robustos y pieles morenas, campesinos y mineros que llegaron a Medellín como acto de protesta por la construcción del proyecto hidroeléctrico más ambicioso en la historia de Colombia: Hidroituango. Caminaron unos 170 kilómetros desde los valles y montañas que serán inundados, completamente, en 2018.
La represa tendrá capacidad para 2720 millones de metros cúbicos de agua y costará 5508 millones de dólares. Aunque se trata de una obra pública, pues es Empresas Públicas de Medellín (EPM) la que invierte los dineros, son contratistas privados los que la construyen. La empresa brasileña Camargo Correa corre con el 55 por ciento de las operaciones del que será el mayor proyecto energético del país. No es el primer negocio multimillonario de Camargo con EPM: Porce III fue otro megaproyecto de jugosas ganancias para Brasil. “Es por nuestro río, por la defensa del territorio, porque queremos trabajar la tierra y vivir en el campo que estamos aquí. Nos ofrecen ocho millones de pesos (unos cuatro mil dólares) por renunciar a todo, a todo, para dejárselo a unos pocos, para traer eso que llaman desarrollo. ¿Desarrollo para quién? ¿Para los contratistas? ¿Para EPM? Yo lo que quiero es trabajar el río como me enseñó mi pa, y eso mismo heredarles yo a mis hijos. Cuando se acaben los ocho millones ya sin tierra, ya sin río, no hay nada, sólo venir a vivir en miseria a la ciudad”, cuenta don Jesús, sacándose el sombrero y sacudiendo los zapatos, disponiéndose a dormir en un plástico negro.
Hay hambre, dolores de cabeza, ampollas en los pies y hacinamiento en esta casa del centro de Medellín que les prestó una ong cuando el pasado 22 de marzo tuvieron que abandonar el campus de la Universidad de Antioquia. Tras cinco días de marcha, allí se juntaron con los estudiantes para movilizarse por las calles, exigir el diálogo con Sergio Fajardo, gobernador de Antioquia, con los funcionarios de EPM (que el 13 de marzo no asistieron al debate público sobre el tema) y denunciar en los medios los ataques de la policía antimotines a sus campamentos en la montaña. “Nos botaron la comida, los ‘cambuches’, las cositas, todo, y nos tiraron esos gases; a un familiar lo hirieron en un testículo con una esquirla, y ahí fue que salimos corriendo con ancianos y todo por unos voladeros (colinas pendientes), nos aporreamos, y cuando paró la balacera porque fue que el ejército respondió al principio pensando que era la guerrilla la que estaba explotando esas cosas, ahí sí ya fue que salimos y decidimos movernos un kilómetro más”, habla Genaro “cansado pero motivado, porque si nos quitan todo y protestamos, nos atacan, entonces con más indignación y ganas seguimos resistiendo pacíficamente”. Al respecto, el secretario de Gobierno de Antioquia, Santiago Londoño, dijo que la fuerza antimotines sólo actuó cuando los que protestaban estaban obstruyendo la vía pública pues “es un delito”, pero que desconoce sobre los ataques a los campamentos y los excesos de autoridad al despojarlos de sus alimentos. Genaro vivía de las migajas que las minas de oro arrojan al río Cauca. “Semanalmente podíamos ganar 500 mil pesos (250 dólares), o si no había plata, uno se iba por pescado, por plátano, y ya, sin estrés. Hoy se siente el hambre en el río”, agrega el hombre.
Los medios locales, sin embargo, informaron que la marcha en Medellín fue una mera protesta estudiantil, y la extensa caminata desde el norte de la provincia de Antioquia hasta llegar a la capital sólo apareció en un diario nacional. “Sabemos que el corresponsal de Teleantioquia (canal público) tiene la orden de no pasar información sobre Hidroituango. Llamamos y escribimos a El Espectador sin respuesta. EPM visita las salas de redacción de los medios para controlar la información que salga. Nuestra protesta ha sido invisibilizada y criminalizada. A EPM no le conviene que se divulguen las múltiples irregularidades e incumplimientos en el de-sarrollo del proyecto”, le dijo a Página/12 Isabel Zuleta, líder del Movimiento Ríos Vivos, que se opone al gigante hidroeléctrico no sólo por los impactos ambientales “sino por la clara violación a los derechos humanos, al trabajo, a la vida, a la protesta, a la organización social”. Zuleta y otros once manifestantes fueron víctimas de detención ilegal el pasado 16 de marzo, y fue entonces que los campesinos en los campamentos decidieron llegar a Medellín. Un día después, fueron liberados.
Para Zuleta, una de las explicaciones que el Estado y particularmente EPM le debe a la comunidad es por qué el conflicto armado (el desplazamiento, los homicidios, las amenazas, las masacres) aumenta cuando se anuncia el interés en construir la súper represa en esta zona rica y biodiversa, en los años ochenta. En las décadas siguientes se vivieron cruentas tomas guerrilleras y masacres paramilitares en esa región, dejando miles de desplazados que aumentan con la construcción de la presa. El gobernador de Antioquia, Sergio Fajardo, dijo al diario El Tiempo que esa zona del país tiene una presencia histórica de las FARC, y también vínculos y relaciones sociales de los rebeldes con la comunidad. “Nosotros vamos a romper esas relaciones, primero con un proyecto de esta envergadura y con toda la inversión social”, declaró al diario. Isabel Zuleta reclama: “Si Hidroituango es un arma de guerra entonces que lo digan como tal, y que el Estado asuma las consecuencias sociales, culturales, políticas y la restauración de derechos que eso implica”.
Hoy unos 130 campesinos continúan hacinados en una casa de Medellín, mientras tres familias se declararon desplazadas forzosamente para acceder a las ayudas que otorga el Estado a las víctimas. Las autoridades locales no prestan ayuda humanitaria al grupo de civiles, a pesar de los requerimientos escritos a Dapard y a la Alcaldía de Medellín. Jaime Carrión, subsecretario de Derechos Humanos de la ciudad, le dijo a este diario que por ley los campesinos deben declarar ante el ministerio público para recibir ayudas. De lo contrario, deben financiar las necesidades acarreadas por su decisión autónoma de moverse y protestar. La aventura de los marchantes continuará a Bogotá si mañana el gobernador Fajardo se niega, una vez más, a hablar con ellos.
Por Katalina Vásquez Guzmán
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