A fines de enero una comisión de solidaridad con el pueblo mapuche, integrada por chilenos y latinoamericanos, visitamos a los presos Héctor Llaitul y Ramón Llanquileo en el penal El Manzano, en las afueras de Concepción, y en la cárcel de Angol, unos 50 kilómetros al sur. El motivo de la visita fue denunciar la situación de los presos que llevaban 79 días en huelga de hambre, así como visibilizar la realidad de un pueblo perseguido en una Araucanía militarizada.

 
La comisión estaba integrada por cinco premios nacionales, el presidente de la Iglesia Evangélica Luterana, el presidente del Colegio Médico, un ex juez y un diplomático, dirigentes estudiantiles y sindicales, diversos intelectuales, la Pastoral Mapuche y la Comisión Ética contra la Tortura.
 
Llaitul y Llanquileo pertenecen a la Coordinadora Arauco Malleco, creada en 1998, focalizada en la recuperación de tierras ancestrales en manos de corporaciones forestales y de latifundistas. Los presos pusieron fin a la huelga de hambre el 28 de enero, cuando la comitiva se comprometió a poner en pie una comisión nacional e internacional de observación de los derechos humanos del pueblo mapuche que visitará el país en octubre.
 
El 3 de enero se difundió la Cuarta Declaración de Historiadores respecto de la Cuestión Nacional Mapuche, firmada por cientos de intelectuales en la que recuerdan que los hechos de violencia, que a menudo se atribuyen sólo a los mapuches, “tienen su punto de partida en la mal llamada ‘pacificación de la Araucanía’ realizada por el Estado chileno entre las décadas de 1860 y 1880, en violación de los acuerdos concluidos con los mapuches después de lograda la Independencia (1825)”.
 
Los historiadores señalan que el Estado de Chile ocupó a sangre y fuego la Araucanía y, utilizando los métodos más violentos y crueles, usurpó grandes extensiones de tierra indígena que subastó a bajo precio o regaló a colonos chilenos y extranjeros, confinando a los mapuches en pequeñas y míseras reducciones. Debe recordarse que sólo a los militantes mapuches se les aplica la ley antiterrorista del régimen de Augusto Pinochet por acciones que nada tienen que ver con esa figura, como la quema de plantaciones o de camiones que transportan madera.
 
La solidaridad nacional ha crecido sostenidamente en Chile, en particular desde la huelga de hambre de Patricia Troncoso entre octubre de 2007 y enero de 2008. Destaca la solidaridad de los estudiantes secundarios con las comunidades mapuche, quienes han creado una comisión para trabajar los vínculos abajo-abajo entre ambos movimientos. Pero el apoyo internacional es escaso, por eso es necesario dar un salto para romper el cerco de desinformación que ha tejido la democracia chilena contra los que resisten el modelo.
 
Pese al buen ánimo de los presos mapuche y del conjunto del movimiento, es fácil dejarse ganar por el desánimo al comprobar las divisiones, reproches y críticas cruzados que se escuchan en las diversas instancias que agrupan al pueblo mapuche, ya sea en las comunidades rurales o en los espacios urbanos. No es cuestión de reproducir aquí los motivos y argumentos de la fragmentación del mundo mapuche en resistencia, sino apenas constar un hecho y, sobre todo, intentar hacer una lectura distinta a la que realizan las academias y los partidos políticos.
 
Lo primero es constar que no hay ninguna organización, ni siquiera un espacio de coordinación, que aglutine a todo el pueblo mapuche. Se trata de un caso bien diferente de los que conocemos en el mundo andino, donde los quichuas ecuatorianos y los quechuas y aymaras bolivianos (además de los pueblos de tierras bajas) han construido grandes organizaciones representativas de sus pueblos. ¿Se trata de una ventaja o una desventaja del pueblo mapuche?
 
Lo segundo es que desde la década de 1990 nuevas generaciones han creado un sinfín de organizaciones urbanas y rurales, en lo que el historiador Gabriel Salazar denomina la sexta época de la guerra mapuche, iniciada en 1981 cuando arreciaron las protestas callejeras contra la dictadura. Esta nueva generación entronca con una larga historia que dice que el pueblo mapuche fue el único de este continente que derrotó a los incas y a los españoles, a quienes forzó a detenerse al norte del río Bio Bio.
 
Desde que fundaron el Consejo de Todas las Tierras y más tarde la Coordinadora Arauco Malleco, organización que se define autónoma y anticapitalista, nacieron decenas de organizaciones: de estudiantes, de mujeres, de jóvenes, deportivas, culturales, de historiadores, de pescadores, de comunicación; pequeñas y locales, con vínculos cara a cara, sin llegar a crear una gran organización que aglutine a todos.
 
Tercero, hacen política de una manera diferente, que se traduce en soberanía o autonomía, como bien recuerda Gabriel Salazar. No se miran en el espejo del Estado, ni para conquistarlo ni para construir organizaciones a su imagen y semejanza. Quizá, seguramente, porque el Estado siempre fue algo externo al pueblo mapuche. Nunca se sintieron, ni se sienten, chilenos. No enarbolan la bandera de Chile sino la propia, la que heredaron de sus antepasados. Su lucha se referencia en una memoria de sí mismo casi sin paragón en el mundo, en la que se estratifican no sólo una sino cinco a seis épocas de guerra a lo largo de seis o más siglos de historia ( Movimientos sociales en Chile, Gabriel Salazar, p. 119).
 
Llegados a este punto, podríamos decir: pese a la fragmentación, resisten. ¿No será al revés? Porque no crearon un aparato único (estadocéntrico) es que siguen siendo uno de los pueblos que resisten la cooptación de derechas e izquierdas. ¿Será cierto que la unidad y homogeneización facilitan la domesticación de los movimientos antisistémicos? ¿Tendrá razón el EZLN? La historia del pueblo mapuche enseña que para luchar, y para vencer, hace falta voluntad comunitaria de lucha; pero no un aparato que encumbre caudillos, anule las diferencias y las autonomías.
 
Raúl Zibechi