“Al proponer que el contenido de los derechos son los intereses, Ihering abre el camino para que el debate se traslade del universal e inmutable ámbito de la reflexión filosófica abstracta, al contextual y cambiante ámbito de la <<vida>>…”1

 
Cuando el reconocimiento y el respeto de los derechos humanos, consagrados constitucionalmente, dependen exclusivamente de acciones y actuaciones de sectores de la cultura dominante, entonces el Estado Social de Derecho se reciente en forma grave, así como la pretendida universalidad2 de los derechos.
 
Esto parece estar sucediendo hoy en Colombia, a juzgar por los niveles de polarización social y política que viene alcanzando la discusión del matrimonio igualitario, que en estos momentos se da en el Senado de la República. Es claro que en los debates viene alcanzando inusitada fuerza política la tradición, las prácticas y la cosmovisión de quienes apegados a la cultura dominante, patriarcal, machista y violenta, insisten en que la familia se compone, exclusivamente, por papá, mamá e hijos, desconociendo los fallos de la Corte Constitucional que modifican sustancialmente dicha concepción de familia.
 
Dicho lo anterior, tanto los heterosexuales que optaron por conformar una familia sin hijos y los homosexuales, hombres y mujeres, se convierten en ciudadanos disonantes e inconvenientes para la sociedad, por cuanto van en contravía de una discutible, pero legítima tradición cultural. De este modo, millones de afectos y
seguidores a una cultura excluyente y violenta, pretenden dominar y encauzar, por la vía del no reconocimiento identitario y el irrespeto de derechos y libertades, a quienes han sido juzgados como ‘enfermos’, ‘degenerados’ o ‘raros’.
 
En la discusión del espinoso y complejo asunto, se reconocen un mandato divino, que dice que Dios hizo a la mujer y al hombre para reproducirse. Sin duda, un argumento deleznable desde el preciso momento en que la ‘autoridad’ de Dios no puede estar por encima de derechos constitucionales que no se derivan directamente de voluntad divina alguna; se trata más de un ‘argumento’ de tipo cultural- religioso que deviene de una sociedad creyente y confesional, que puede, en el mediano plazo, invisibilizar y conculcar en la práctica, derechos consagrados en los artículos 2, 5, 7, 13, 16, 18 y 19, entre otros, de la Carta Política.
 
De igual manera, en ese discurso cultural hegemónico sobresalen las posturas homofóbicas de Congresistas que de manera irrespetuosa califican las relaciones homosexuales como ‘escatológicas’, ‘sucias’, ‘excrementales’ y ‘contra natura’. De fondo, insisto, está la tradición religiosa, elemento social y culturalmente dominante, que contradice y se opone a la autoridad política de un Estado Social de Derecho que se supone laico y a los avances constitucionales logrados desde la promulgación de la Constitución Política en 1991.
 
Pero más allá de si se aprueba a no el matrimonio igualitario, la exigencia que los miembros de la comunidad LGTBI han hecho para que los reconozcan y respeten su derecho a coexistir, a convivir y a buscar la felicidad de acuerdo con sus propias concepciones, deja entrever un fuerte cuestionamiento a esa cultura dominante y a ese mandato divino que señala que vinimos a este mundo a reproducirnos y a vivir de acuerdo con principios y reglas divinas, validadas culturalmente.
 
De este modo, lo que hay que discutir es el papel del ser humano, a partir de los efectos sociales, políticos, culturales y ambientales que históricamente viene generando una apuesta cultural que se expresa no sólo en un único modelo de familia convenido socialmente, pero ampliado jurídicamente, sino también en un insuperable propósito de estar en el mundo.
 
Estamos, quizás, ante una propuesta de vida distinta y divergente, nacida de las entrañas de sectores heterosexuales que decidieron no reproducirse y de una comunidad, como la LGTBI, golpeada y violentada por las tradiciones de una cultura dominante que hoy, por ejemplo, tiene en dificultades la supervivencia del ser humano, por cuenta de los graves efectos ambientales que ha producido el modelo actual de desarrollo extractivo. Consideraciones estas que no pueden considerarse como una subcultura, sino como un asunto propio de sociedades que culturalmente han avanzado en la comprensión de la compleja condición humana, de allí que hoy podamos -y queramosgozar de una Constitución liberal y garantista como la colombiana.
 
Lo que va quedando claro es que el paradigma de vida humana, social y culturalmente impuesto, está en crisis. Y que a partir de este momento hay que empezar a discutir si es posible y deseable, para el ser humano, pensar en otro modo y propósito de estar en el mundo.
 
También va quedando claro que hoy, por cuenta de la fuerza de la tradición, los derechos constitucionales y el Estado Social de Derecho, están en Colombia a merced de consideraciones de aquellos que aceptan, sin mayor discusión, mandatos divinos legitimados en y por la cultura dominante.
 
La condición finita del ser humano debería de ser suficiente argumento para reconsiderar el lugar y el propósito del ser humano en el planeta y aceptar la posibilidad de que dentro de la sociedad humana nazcan apuestas críticas, distintas, divergentes y hasta contradictorias, de ese ‘universal’ modo de estar en el mundo.
 
De igual forma, para procurar que mientras estemos vivos, la búsquedade la felicidad de todos y de cada uno de nosotros, debe ser un loable propósito humano, en especial si hay un tipo de orden social y político que parece apuntar hacia ese norte.
 
1 Jaramillo Sierra, Isabel Cristina. Instrucciones para salir del discurso de los derechos. EN: La crítica de los derechos. Wendy Brown y Patricia Williams. Bogotá. Universidad de los Andes, Instituto Pensar y Siglo del Hombre Editores. p. 25.
2 Universalidad que para el caso tiene un carácter localizado, por las particularidades y las circunstancias en las que opera el actual orden social y político colombiano.
 
Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo