Haré un ejercicio hipotético. Nada de ciencia clásica. Tal vez algo simplemente romántico, naturalista, contemplativo y rememorador, para sacarme el taco del esternón, como fiel juramento del intentar hacer algo, tal vez lo mínimo, balbucear algunos acontecimientos.
Podría decir que este es un ejercicio fundamentado en la búsqueda de la nobleza humana, y en ella por qué no, de los asuntos oscuros que acompañan a cada uno de nuestros seres, como cuerpos almas, repletas de vicios y de acciones nada procedentes. Estúpidamente egoístas, sordas.
Trataré de entender por qué algunos hombres y mujeres (porque acá el género no divide) dictaminan en aras de darle continuidad a proyectos costosos, quitarle la vida a un individuo; y en otros momentos acabar con la propia vida de los líderes solitarios de poderes particulares y amarguras rentables.
No voy a explicarle a un asesino del bulto, por qué le corta el cuello a un campesino, ni por qué le propina seis balazos en derredor de su cabeza, tronco y extremidades. No haré ni un solo cuestionamiento al verdugo de hacha en mano, fusil o puñaleta. Lo haré más arriba, tanto como pueda tocar a los intocables del sistema, aquellos que dicen a los campesinos desesperanzados, sin tierras y sin papa, entre coliseos y carreteras, a manera de chiste que sus gobiernos “son matemáticos… suman y restan”, y tras un rictus misterioso, concluyen con una pregunta-sentencia, entre pícara y macabra: “¿Entienden?”. Momentos antes a esos mismos campesinos que luchan por sus tierras con métodos poco ortodoxos y muy corazonudos, un policía de uniforme con pistola al cinto les señala el río Cauca, contaminado pero vivo y les vuelve a hacer otro chiste, menos refinado: “Acuérdese que ese río no habla”. Campesino sin uniforme y campesino de uniforme se miran y saben de lo que hablan. En el último rincón del alma el de uniforme hace el esfuerzo de sentir al otro como hermano y le da un humilde consejo: “Es mejor que se vayan para su casa.” El campesino sin uniforme ve la comitiva de gobierno local abandonar el lugar en camionetas blindadas de vidrios oscuros, con personajes variados en su interior. Las calles del poblado quedan solas. Los equipos de amplificación se apagan. La gente recoge y los campesinos se recogen, pero no tienen casa. Quedan como los pollos inexpertos, buscando una rama solitaria a la caída del sol para treparse y tratar de sobrevivir con los otros, que en muchos casos son sus hijos, esposas, padres, madres, o lo que queda de ellos.
Grita una garza sin querer amedrantar a un gavilán. Los gallinazos recorren a saltos las piedras acaloradas de toda la tarde y la mañana. Las latas de los techos de las casas los hacen brincar, como si bailaran intermitentemente. El policía pasa con su pistola y ríe amargamente. Realmente es la pistola y el machete quienes marcan en estos momentos la diferencia. También un poco, por qué no, la legalidad. Esa legalidad que sirve para matar, derrochar, expropiar, en procura del bienestar “común”, que nunca favorece a la colectividad, sino a pequeños grupos privilegiados bien vestidos, bien alimentados, bien estudiados, bien esclavizados de sus formas de poder.
Un ciempiés pardo busca refugio debajo de una rama tostada, seca y reseca por el viento. La lluvia evaporada y el rezongue de las tímidas olas del río en la orilla se confabulan con el universo. Nelson el barequero, buscador del mineral precioso por décadas, para nada distinto que conseguir el pan que permita alimentar a su esposa, su hijo y su hija, recluidos desde hace más de siete meses en el coliseo del Alma Máter de Antioquia, sale remojado y dichoso. No piensa, ni imagina que la sentencia suya es la muerte, por merodear en propiedad privada, la que otrora fuera heredad de sus abuelos, padres, familias.
Hoy día el megaproyecto Pescadero-Ituango necesita las tierras donde ellos laboran para hacer un negocio grande. Llenarlas de agua y vender energía eléctrica a todo el continente Sur. No importa el agua, no importa el bosque, no importa la tierra, no importan los campesinos, ni sus tradiciones. Importa el negocio y se hace como se han hecho durante el último siglo, o tal vez, desde hace muchos siglos; vendiendo al hermano, desplazándolo, extinguiéndolo, masacrándolo.
Nelson sale con el cansancio y la dicha revueltas, porque el día ha sido bueno, igual Dios, al permitirle sacar unas fosforescentes pelusas de oro. Lo que significa papa, yuca, frijol, arroz, aceite, sal, azúcar, panela y hasta una mudita para los niños y la mujer que testarudamente lo aman y lo guardan en sus oraciones desde el nicho urbano donde se refugian. Pecado mortal. Señalamiento. Persecución sistemática y eliminación sistemática. Con ruido y con sangre. Con símbolos de odio hacia alguien que merecía respeto y admiración, por luchar por los suyos, por luchar por lo suyo. Un cuerpo. Un río. Una cortada en el cuello. Unos balazos. Un perro. Un pescador a la hora trágica de ver uno como él flotando a la orilla, sin vida, sin contento, con la tristeza del último momento, crudo momento, incrustada en los ojos sin brillo.
Imagino ese instante futuro de Nelson que fue pasado, y que ha sido tantas veces, futuro, presente, atemporal por lo contundente, por lo irrepetible, irreprogramable. ¿Le dolió? ¿No le dolió? ¿Fue prudente o imprudente volver al lugar de trabajo? El río que era su río y que ahora fue su sepulcro. ¿Habló más de la cuenta o dejó muchas cosas por decir? Sabía del peligro que corría al ser parte de un movimiento campesino que exige con respeto sus derechos ante los poderosos, sin máscaras, sin farsas, incomodando a algunos que se inquietan con la presencia de los no millonarios. ¿Quiénes son esos poderosos que mandan a quitar las vidas de los que son amados y aman? ¿De los que son necesarios para el día a día? ¿Se dan cuenta de lo que perpetran y a quién realmente sirven? ¿Son ellos ante quienes se sirven estos banquetes de dolor y frustración? ¿Dónde se empieza este acto oscuro de programar un homicidio fácil, sin combate? ¿Dónde terminan este tipo de historias y sus autores intelectuales? ¿Dejarán de pasar? ¿Pararemos de llorar? El río sigue su curso inconmovible en el tiempo, más preocupado de las lluvias, las raíces y las rocas, que de leyes humanas y tácticas empresariales. El mar desde los 0 metros de altura, continuará recibiendo las riquezas y pobrezas de la tierra y a sus pobladores sin distingo, vivos o muertos. Repleto de humildad, sabiduría y grandeza, estará paciente vigilándonos, viendo cómo llega la vida y como se va. Muchas veces a manos propias. Torpemente. Consolidando venganzas ridículas de actos torpes, pasados, sembrados en el alma de niños, niñas y embriones, alimentados con rencor de división y barbarie desde siempre.
Me dan tantas ganas de llorar, que ni invito a las lágrimas a que se resbalen por estos ojos porque el juego otra vez terminó sin empezar. Familias sin padres, familias sin madres, tierras repletas de duelos, y cristos de palo, y cruces de hierro y fusiles a montón y “peinillas” de esas afiladas, que cortan cuellos de hombres valientes que buscan arriesgando su vida, el pan que ofrece dignidad y paz de barriga a sus moradas.
No hay mucho que decir, ni hay mucho que esperar. Tal vez esa sea la razón de buscar en la fe, como un salvavidas, ese juicio divino, ese juicio justo, tan distinto a este show pavoroso de los estados frente a los depredadores crónicos que arremeten con violencia en contra de los humildes de la tierra, utilizando su frustración de tantos años para traicionarlos espléndidamente, fríamente, calculadamente, con fórmulas demoníacamente instauradas en marcos legales espantosos.
En las montañas y en los valles, pobres contra pobres en nombre de los ricos se matan. De ejércitos de derecha y de izquierda, siempre son los pobres de ambos bandos los que ponen su carne, sus tripas, sus tendones, para arrancarles la vida a sus hermanos y/o para ofrecer su piel como trofeo de causas distantes a sus necesidades y luchas.
Los hijos abandonados llenarán años más tarde esos ejércitos de crueles destructores, inspirados en justicieros mediáticos siempre pulcros en su enclenque existencia de negocios mal sembrados. De estos, la tarea de inundar la tierra sin necesidad real me sorprende. De estos, el ejercicio de gerenciar amarguras entre los vecinos por siglos con dolor y horror, por medio de terceros, pocas veces ha permitido nombrar a los que deciden cuántos muertos y de qué lado hay que “maquillar-hacer-raspar” a los incautos que interfieran en sus planes.
Estos campesinos que aún no se rinden a las decisiones de los que ven la vida en cifras y porcentajes, dejan salir sin odio historias de postes de alambrados de pequeñas parcelas, adornados con cabezas de guerreros irregulares y campesinos incautos, con los genitales en la boca y uno que otro letrero, en el que se da la orden a los niños que deben asistir a la escuela de “ver y no tocar”. Estas acciones… sí, acciones. No se cómo más nombrarlas… Acciones repletas de oscuridad y maldad. Obras homicidas sin justificación, obras de mentira y engaño, que van tejiendo sórdidamente la tela de los megaproyectos: locomotoras agrarias, energéticas, mineras, etc., se apuntalan en lugares casi siempre paradisíacos, para convertirlos en pequeños infiernos al servicio de los eficaces estadistas de hoy día, sus testaferros y sus corporaciones; transnacionales en su mayoría, que como espíritus oscuros van robando almas y almas, sin fronteras, sin límites, sin saciedad alguna. Sin embargo, los campesinos no huyen por el miedo, se desplazan porque tienen hambre y deben buscar la manera de conseguir el diario: comida, agua, techo.
Sin paranoias, comprendo que a Nelson lo asesinaron los mismos que asesinaron a Jesús, como obedientes servidores de los poderosos de turno, los mismos que siglos después armaron las pavorosas cruzadas impulsadas por los hacedores de la ley terrena para apoderarse de la tierra y extinguir la diferencia en los que ellos creían sus territorios. Hoy día, después de la barbarie expansionista de la conquista de las américas por los feudos europeos, sucede otra vez lo mismo, con cambio de locación. Los mismos, al servicio de los mismos y del mismo, homicida y ladrón desde el principio, desarraigan de la tierra a los pueblos nativos del Norte, Centro y Sur América, pueblos indios con cualidades y defectos como todos, desconocedores de la avaricia y el rencor sin razón que habitaba en los fueros internos de sus otrora visitantes, ávidos de poseer todo lo que no les ha de caber nunca en la panza, ni en la de los suyos, herederos de tristezas y de ultrajes. Ya no matan caníbales, ni duendes desnudos. Matan campesinos (porque desplazándolos también los matan), pues, necesitan ampliar sus cercos, engordar sus novillos, aclarar sus piscinas, embaldosar la tierra.
Esos y los actuales, hombres y mujeres que desprecian la vida de sus hermanos y hermanas, no obran en nombre de Dios, ni nunca lo han hecho. Se enquistan en preceptos religiosos para tratar de dominar lo que no es ni será suyo, la vida, la libertad, la dignidad, el amor. Los ejércitos, los simples obreros de la muerte violenta, son casi siempre víctimas convertidas en victimarios, de otras víctimas, en un espiral incesante de violencia y despojo que recorre la tierra desde no sé dónde hasta no sé cuándo.
Sin duda aparecerán sin estampillas algunas comunicaciones oficiales para unas lágrimas solitarias, apaciguadas con actos fraternales de otros que han sufrido lo mismo o saben de la misericordia humana. Restos de zapatos plásticos tatúan los ulteriores instantes de la rivera a inundar, como mudos testigos planetarios de tan extraño hecho. Un duelo eterno callan los animales y las plantas de la zona, asumiendo una nueva ruta, o pereciendo sin escándalo. Empieza de nuevo una lucha por aprehender.
Por José Miguel Restrepo Moreno
fuente, Producciones El Retorno / Colombia
Medellín, 25 de septiembre de 2013
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