El olvido es la falsificación del pasado. La mutilación de la Historia ha sido norma y herencia de todas las dictaduras. Guatemala no es la excepción, es un Estado más entre los empeñados en borrar la huella de los graves crímenes que en otro momento han amparado contra sus propios habitantes.
 

El conflicto armado interno que devastó este país centroamericano, por casi 40 años, se saldó con un cuarto de millón de víctimas, entre personas asesinadas y desaparecidas. La mayoría eran mujeres, niños y niñas. Población civil, desarmada, no combatiente. Pérdidas que representan una herida social imposible de silenciar sin que ello sea una burla para la humanidad en su conjunto. No sólo para las víctimas.
 
Las mujeres ixiles [pueblo de la familia maya] relataron delante del Tribunal cómo sus hijos les fueron arrancados del vientre. Era abril de 2013. Décadas de silencio impuesto quedaban atrás. También revivieron la esclavitud sexual a que fueron sometidas por los soldados del Ejército de Guatemala. Volvieron a llorar, algunas ya sin lágrimas, por los bebés asesinados bajo las almáganas [mazos de hierro] de los militares, que ahorraban así el gasto en municiones. También por los cientos de diminutos esqueletos que están enterrados, dispersos en la montaña.
 
Guatemala es un Estado más entre los empeñados en borrar la huella de los graves crímenes que en otro momento han amparado contra sus propios habitantes
 
Más de un centenar de indígenas confirmó los episodios de bombardeos, hambre, desplazamiento, pillaje, tortura, asesinatos y un sinfín de crímenes que decenas de peritajes evidenciaban científicamente. Delante tenían al hombre que había dado las órdenes de ejecutar aquellos delitos. Sentado en el banquillo de los acusados, José Efraín Ríos Montt, exdictador que gobernó Guatemala entre 1982 y 1983 tras un golpe militar, escuchó una a una las acusaciones sin inmutarse. En mayo, también de 2013, fue condenado a 80 años de prisión por los delitos de genocidio y crímenes de lesa humanidad contra el pueblo maya ixil.
 
“No hubo genocidio. Lo vuelvo a repetir ahora después del fallo,” aseguró a CNN el exmilitar Otto Pérez Molina, ahora presidente de Guatemala. Sólo habían pasado unas horas desde que el Tribunal Primero de Mayor Riesgo A dictara la histórica sentencia. El juicio había transcurrido plagado de sus declaraciones negacionistas, sin que violentar la independencia del poder judicial le supusiera el mínimo reparo. Se sentía refrendado por familiares y amigos de militares agrupados para amenazar, ora veladamente, ora sin tapujos, a integrantes de las organizaciones, nacionales e internacionales, defensoras de los Derechos Humanos que desaprobarían tal injerencia. Lo mismo había hecho la élite económica y política a través de empresarios y exfuncionarios negacionistas dispuestos a tumbar un veredicto que resultara favorable para las víctimas indígenas. Sostenían abiertamente que una victoria judicial como ésta podría derivar en el reclamo de los territorios que fueron expoliados a las poblaciones ancestrales.
 
La sentencia fue anulada sólo diez días después por la jueza Carol Patricia Flores. Y el juicio ha sido postergado hasta 2015.
 
Decidido a renovar sus votos con el pacto oligarco-militar, el Congreso de la República decretó el 13 de mayo de este año: “Resulta jurídicamente inviable la existencia de un genocidio en el país”. Atribuyéndose funciones de juzgadores, conmemoraron los legisladores el primer año de la sentencia por genocidio y crímenes de lesa humanidad contra el exdictador. Lo hicieron siguiendo la ruta trazada por las boinas kaibiles [soldatos de élite del ejército guatemalteco] que integran el Ejecutivo. Y en sintonía con el Judicial, que lleva años encargándose de eliminar a jueces y fiscales desafectos al régimen. Da cuenta de ello la exfiscal general Claudia Paz y Paz, removida antes de finalizar el período para el cual había sido elegida. También la jueza Jassmin Barrios, que ha sufrido atentados y cuya persecución no ha cesado desde que juzga casos contra militares. Ambas lideraron las instituciones que acusaron y condenaron al exdictador.
 
El poder Judicial lleva años encargándose de eliminar a jueces y fiscales desafectos al régimen
 
Los tres poderes del Estado están fáctica y declarativamente alineados: la impunidad se frota las manos.
 
Los viejos señores de la guerra pretenden, nuevamente, “quitarle el agua al pez”. En los 80 el pez era la guerrilla y el agua el pueblo ixil. Hoy, la comunidad internacional es el agua. En nombre de una llevada y traída soberanía, cuyos defensores olvidan al sonido de la caja registradora de las multinacionales, pretenden aislar al país.
 
La invocada soberanía nacional lo es para eximir al Estado de las dos obligaciones que tiene, en el marco del derecho penal internacional, respecto a los crímenes más graves. La primera es no cometerlos. Y, si ya se cometieron, como es el caso, el Estado tiene la obligación de investigar, enjuiciar y castigar a los culpables. La amnesia selectiva de los señores de la guerra les hace olvidar que la soberanía es un valor supremo, pero jamás absoluto. Al Estado de Guatemala corresponde la tutela de los derechos fundamentales de sus ciudadanos, sí. Pero de esa tutela nacen relaciones jurídicas entre Estados. La obligación de rendir cuentas, frente a la comunidad internacional, de las violaciones a los Derechos Humanos cometidas en su territorio, se hace ineludible. Son obligaciones, no opciones.
 
La invocada soberanía nacional lo es para eximir al Estado de las obligaciones que tien en el marco del derecho penal internacional
 
El estigma es la herramienta más útil del exterminio. Facilita la ubicación de un grupo social en un estatus jurídico fuera de la protección del Estado. Cuando las comunidades, las personas, son degradadas a la condición de “población objetivo” también son eliminadas de la condición de bien jurídico protegido. Su vida no cuenta como vida. Ésa fue la función cumplida a cabalidad hasta hoy por el racismo estructural en Guatemala. Un pilar destinado a facilitar la cosificación de la población indígena. Nombrarla y perseguirla como el “enemigo interno” fue el paso siguiente, conseguido sin apenas oposición. Acción sólo posible en el absolutismo de la doctrina de seguridad nacional impuesta por el Estado, donde la existencia del enemigo fue acta fundacional. Una figura inadmisible en el estado constitucional de derecho.
 
En la actualidad, un recién nombrado enemigo interno recorre Guatemala. Ha sido inventado para la ocasión. Extinto el fantasma del comunismo en nombre del cual se arrasó al “enemigo interno” en los 80, el aparato de exterminio demanda nuevas formas de estigmatización. La población objetivo es la misma: la sociedad civil. Pero esta vez no lo es sólo por su color de piel. Lo es por reclamar el cumplimiento de las obligaciones estatales. Por oponerse al expolio de las multinacionales. Son terroristas. Terrorista es hoy cualquiera incapaz de olvidar por decreto que hubo víctimas, que hubo graves crímenes y que hubo victimarios. Cualquiera que defienda o promueva los Derechos Humanos.
 
Irónicamente, esos atacados Derechos Humanos son los mismos que le devuelven la cualidad de persona a quienes, como los genocidas, voluntariamente eligieron renunciar a ella para convertirse en hostis humani generis (enemigos del género humano) al cometer crímenes que, por su gravedad, son considerados como una afrenta contra la comunidad internacional en su conjunto. El Derecho Internacional de los Derechos Humanos es garantía de que incluso los genocidas sean tratados con humanidad: ésa que le negaron al “enemigo interno”. Que tengan un juicio justo: ése que no concedieron a sus víctimas. La incoherencia está servida.
 
Mientras, y pese a los ataques, la sociedad civil y la comunidad internacional serán las encargadas de mantener viva la memoria del Genocidio Maya. Como ya han hecho con el Holocausto. Si es que consideran que las vidas perdidas en uno y otro exterminio tienen el mismo valor.
 
*Mercedes Hernández es Presidenta de la Asociación de Mujeres de Guatemala, investigadora social y activista.
 
http://www.elmundo.es/opinion/2014/05/29/53876306268e3e11718b4583.html