Todos los estudios evidencian que la productividad de la pequeña propiedad agraria es más alta que de la gran propiedad. / El Espectador
“Artículo de Julio Berdegué y José Antonio Ocampo. La resolución del problema agrario mira al pasado, pero también y principalmente, al futuro. Todos los estudios realizados en Colombia, muestran que la productividad de la pequeña propiedad agraria es más alta que de la gran propiedad”, Hector Mondragón – Pueblos en Camino.
La tierra es central para la paz
El ensayo ‘¿Cómo modernizar a Colombia?’ publicado por el profesor James Robinson en El Espectador, ha generado una interesante discusión frente al escenario del posconflicto.
En un ensayo publicado por El Espectador hace una semana, con el título de ‘¿Cómo modernizar a Colombia?’, el profesor James Robinson le ha propuesto a Colombia que, en vez de preocuparse por el problema del acceso a la tierra, debería ponerse más atención a la educación como pieza clave para la construcción de la paz. Robinson tiene razón, por supuesto, al resaltar la importancia de la educación para el post-conflicto, pero se equivoca radicalmente al minimizar la importancia de resolver el conflicto agrario y de modernizar el acceso y el uso de la tierra a través de cambios institucionales profundos.
El Profesor Robinson, aparte de ser un conocidísimo intelectual internacional, es un profundo conocedor de Colombia. Por eso nos sorprende su opinión. El conflicto en Colombia ha estado íntimamente enraizado en los problemas rurales del país y, en particular, en los de acceso a la tierra. Medio siglo de conflicto con las Farc y un período algo menos prolongado con el Eln lo corroboran. Pero la historia se remonta más atrás: a los conflictos de los años 20 del siglo pasado, a los que la República Liberal respondió con las primeras iniciativas de reforma agraria, así como a los enfrentamientos en el siglo XIX entre los colonizadores antioqueños de la zona cafetera central del país y los propietarios de las grandes concesiones que eran dueños de las tierras que colonizaron, entre muchos otros casos.
Por eso, es muy claro que el conflicto en Colombia exige resolver su problema agrario. Poco menos del 5% de los propietarios del país concentra el 55% de la tierra, según datos del IGAC, (Instituto Geográfico Agustín Codazzi) una de las tasas de concentración más altas del mundo, y tres quintas partes de los predios rurales, sobre todo los de pequeños productores, carecen de títulos formales. ¿Sinceramente cree Robinson que Colombia puede ser una sociedad plenamente democrática, próspera, pacífica y mínimamente equitativa sin cambiar estos números?
Es cierto que la resolución del problema agrario mira al pasado, pero también al futuro. Todos los estudios realizados en Colombia, desde hace medio siglo, muestran que la productividad de la pequeña propiedad agraria es más alta que de la gran propiedad. Eso es cierto, pese a que la pequeña propiedad rural ha carecido, en general, de un firme apoyo del Estado.
La mejor demostración en Colombia de que es posible utilizar la pequeña propiedad agraria como un poderoso motor de desarrollo es, por supuesto, el café. Hay otros modelos exitosos que atestiguan que la pequeña producción agraria también puede ser exitosa, especialmente cuando se organiza en forma cooperativa, como Colanta o las redes de cooperativas de Nariño y la zona comunera de Santander del Sur.
La propuesta de Robinson, y sus ejemplos de otras partes del mundo, nos invitan a que el país se olvide del tema y se desarrolle al margen de su problema agrario o haga descansar el desarrollo rural exclusivamente sobre el empresariado. Lo último, tiene varios ejemplos exitosos en Colombia y sin duda es necesario seguir utilizando el dinamismo empresarial como motor del desarrollo rural, ojalá en fuerte asociación con pequeños productores.
Al analizar ejemplos internacionales, Robinson se olvida, por lo pronto, de casos exitosos de desarrollo cuyo mundo rural ha estado basado en productores agropecuarios independientes, que incluyen amplias partes de Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda o, aún más, de las reformas agrarias radicales que tuvieron lugar después de la Segunda Guerra Mundial en Japón, Corea y Taiwán, que nadie duda, han sido excelentes experiencias de desarrollo económico.
En nuestro propio continente, el progreso reciente de la agricultura chilena sería inimaginable de no haber mediado una democratización de la propiedad durante los años sesenta y comienzos de los setenta, que generó los incentivos adecuados para que los agricultores invirtieran e innovaran en vez de dedicarse a vivir de las rentas. Y algo similar podría decirse sobre Perú, que también experimentó una importante reforma agraria.
Algunos de los ejemplos que menciona Robinson son, por lo demás, equívocos. Como el que da sobre el Reino Unido del siglo XVIII, se pregunta “¿Por qué no hubo una acción política hacia una reforma agraria o la redistribución de las tierras?”, y responde diciendo “Porque el futuro estaba en otra parte”. Sí, tiene razón Robinson, pero “esa otra parte” también incluyó la migración masiva a Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, donde los inmigrantes tuvieron acceso a la tierra del que carecieron en su propio país. Fue una especie de “reforma agraria” por la vía migratoria. Y las oportunidades que se brindaron a los pequeños productores agrarios en “esa otra parte” fueron uno de los motores del desarrollo de esos países.
Aún más complejo es el ejemplo del sur de los Estados Unidos, porque apunta al gran problema histórico de esa nación: la subsistencia de divisiones raciales que no ha logrado superar plenamente. Es cierto que la población afrodescendiente tuvo eventualmente la oportunidad de migrar hacia otras partes de Estados Unidos. Pero eso también refleja la persistencia de las fuertes desigualdades sociales del sur, que llevaron a que Estados Unidos tardara casi un siglo después de su independencia para liberar a los esclavos, lo que exigió además una guerra civil de grandes proporciones, y otro siglo más en expedir la ley que le garantizó a la población afrodescendiente los mismo derechos de aquellos que habían migrado originalmente de Europa. Estas desigualdades asociadas a su historia, y especialmente la que ha afectado al sur, han pesado en forma profunda, en el desarrollo de la gran nación norteamericana.
La historia no se puede ignorar, ni tampoco esquivar, como lo sugiere Robinson para Colombia. Si el país ha de superar sus conflictos, tendrá que enfrentar su pasado.
* Julio Berdegué es Director de RIMISP-Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural y Miembro del Consejo Directivo de la Misión para la Transformación del Campo. José Antonio Ocampo es Director de la Misión y ex Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural de Colombia.
http://www.elespectador.com/noticias/politica/tierra-central-paz-articulo-534309
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