La comunidad de Paz de San José de Apartadó, en Colombia, conmemora los 10 años de la masacre con la que quisieron acabarla y se dispone a celebrar sus 18 años de vida como organización que no admite a ningún actor armado en su territorio

Natalia tenía 5 años, Santiago; su hermano, apenas dos. Vivían en una de las veredas de la comunidad de Paz de San José de Apartado, en lo alto de una montaña del Urabá antioqueño. Su padre Alfonso Bolívar suplicó que no los matarán, pero ya viendo el inminente final le dijo a la niña que debían prepararse para un largo viaje. Natalia cogió entonces una ropita para su hermanito y la metió en una bolsa. Los paramilitares y los militares del Ejército colombiano que habían irrumpido en la casa, efectivamente, no tuvieron piedad de los pequeños y acabaron degollándolos. “Mátenlos porque sino de mayores acabarán siendo guerrilleros”, dijeron según consta en la reconstrucción de los hechos acaecido en el juicio.

Ocurrió todo un 21 de febrero de hace 10 años. Ese mismo día, además de los dos niños, del papá, la mamá y de un jornalero de la finca, murieron también cruelmente asesinados en una vereda cercana Luis Eduardo Guerra, su esposa Beyanira y su hijo Deyner de 11 años. En total fueron ocho personas las fallecidas en lo que se conoce como la masacre de San José de Apartado. El objetivo principal de la misma era matar a Luis Eduardo Guerra, uno de los líderes más carismáticos de la comunidad y un hombre muy querido por todos. Los perpetradores pensaron que matando a Guerra acabarían con la comunidad. No fue así.

El sacerdote jesuita Javier Giraldo, activo acompañante de la comunidad, conocía muy bien a Luis Eduardo Guerra: “El fue uno de los impulsores y creadores de la comunidad, una persona que tenía como una cierta sabiduría, de conciencia lúcida y con grandes ideales comunitarios a la que en momentos de gran incertidumbre y dificultades todo el mundo preguntaba qué se debía hacer porque sabían que él tenía siempre salidas muy creativas. Cuando ya se conocía que estaba en la mira de los grupos armados se fue un tiempo para otra región. Allí siguió siendo la voz de la comunidad frente al gobierno y la comunidad internacional, pero al final dijo que ya no se sentía cómodo haciendo eso y decidió regresar. Poco tiempo después lo mataron”.

Diez años después se sabe que los culpables de aquella atrocidad fueron los paramilitares y miembros de la brigada XVII del Ejército Nacional. El gobierno tuvo que pedir disculpas y retractarse así por el respaldo que en su momento el expresidente Álvaro Uribe había dado a un falso testimonio que aseguró que el crimen había sido cometido por las FARC y por unas declaraciones suyas en las que vinculaba a miembros de la comunidad con la guerrilla.

La justicia sigue pendiente. Únicamente el capitán de la brigada Guillermo Armando Gordillo fue condenado a 20 años junto a algunos suboficiales y a 27 paramilitares más. Para los abogados de DH Colombia, defensores de la comunidad, las estrategias de dilación, los encubrimientos y los pactos de silencio están eternizando el caso y no han permitido llegar todavía a las más altas esferas del poder militar que consideran implicadas. “Tenemos muchos hechos probados que involucran directamente al Ejército y sabemos como estos trabajaban de forma articulada y estructurada con los paramilitares. Conocemos de la existencia de un manual militar referido a las comunidades de paz en el que se indicaba que estas debían ser objeto de una guerra política y en esa lógica fueron formando al personal enseñándoles a ver a la comunidad de paz como un enemigo. Igualmente sabemos de todas las labores e informes de inteligencia que desarrollaron contra la comunidad previos a la masacre. La ejecución de Luis Eduardo y todo el operativo planteado para acabar con la comunidad es el resultado de esa inteligencia del Estado. Hasta el momento sólo hay 38 condenados de los 300 que participaron. Han procesado a los gatilleros pero no a los jefes”, explica Jorge Molano, uno de los abogados defensores.

La comunidad conmemoró estos 10 años haciendo un profundo ejercicio de memoria. Primero en la vereda de Mulatos donde vivía Luis Eduardo y su familia y después en la vecina vereda de La Resbalosa, en una sencilla capilla ubicada en el mismo lugar donde los victimarios enterraron en una fosa los cuerpos desmembrados de los niños y de sus padres. Ni siquiera ese día pudieron hacerlo en paz. Poco antes de empezar la homilía, la comunidad advirtió la presencia de un grupo de soldados acuartelados a escasos 500 metros de distancia y dentro del propio territorio de su propiedad. Fueron hasta ellos para decirles que se fueran. Hubo momentos de tensión, pero finalmente los militares accedieron a marcharse.

Para Doña Brigida, miembro de la comunidad, no fue un momento agradable encontrarse con el Ejército en un día tan señalado. “Fue como revivir ese dolor y ese sufrimiento tan grande por la forma como habían matado a Bolívar y a los niños”, reconoce.

Sin embargo, esta mujer de 70 años que ha ido recogiendo la memoria de su comunidad a traves de las obras de arte que realiza, asegura que no guarda rencor a los militares. “La venganza no lleva a ningún lado”, afirma rotunda. Y lo dice con conocimiento de causa porque a ella los militares, igualmente en connivencia con los paramilitares, también le arrebataron a una hija de 15 años. “Mi niña hacía parte del grupo de danzas de la comunidad. Un 24 de diciembre fue a una celebración, llegaron los paras y los militares e hicieron otra masacre. Murió mi hija, dos mujeres más; una de ellas en embarazo de 7 meses, y tres hombres. A raíz de eso, otro de mis hijos quiso vengar su muerte y se fue para la guerrilla. Allí lo acabaron matando en un enfrentamiento con el Ejército”, recuerda

200 muertos

Las miles y miles de hectáreas sembradas de plátano y banano en la región de Urabá, esquina noroccidental de Colombia, en el límite con Panamá, se ven como un mar tranquilo de color verde intenso. Gracias al banano, esta región del departamento de Antioquia es una zona relativamente próspera pero también durante años una de las más violentas del país. Además de ser un importante corredor estratégico, ha sido históricamente una zona de influencia guerrillera. La guerra y los intereses económicos de las multinacionales formaron aquí un cocktail explosivo de trágicas consecuencias para la población civil. La antigua United Fruit Company, hoy Chiquita Brands, llegó a financiar incluso a grupos paramilitares para provocar el desplazamiento de miles de campesinos y aprovecharse así de sus fértiles tierras. Su estrategia provocó miles de muertos.

Pero esta región del Urabá antioqueño no sólo se conoce por el banano y por la violencia de la guerra, también por las formas de resistencia creadas por los propios campesinos para vivir en medio de un conflicto armado y no tener que abandonar sus tierras. La llamada Comunidad de Paz de San José de Apartadó, con el apoyo de algunos sectores de la Iglesia y el acompañamiento internacional, se convirtió en un símbolo de resistencia y de dignidad contra la guerra.

A las puertas de cumplir 18 años, la comunidad recuerda que ya son más de 200 los muertos que han puesto en este conflicto, víctimas de múltiples masacres y asesinatos selectivos cometidos por todos y cada uno de los actores armados del conflicto, incluida la guerrilla. Cada vez que la comunidad ha sido golpeada violentamente, un sentimiento de impotencia se ha adueñado de la misma.

Por cada acto de barbarie sufrido, la respuesta de la comunidad siempre ha sido contundente. “Sabemos ya las respuestas y las explicaciones del gobierno y de la Fiscalía, dirán que somos guerrilleros, harán sus montajes, todo quedará en la impunidad y las víctimas serán colocadas como victimarios”, señalaba por ejemplo uno de los muchos comunicados públicos difundido por la comunidad tras algún hecho trágico. “Es siempre lo más indignante ver todo ese juego sucio del Estado, sus falsas acusaciones y mentiras que trata de involucrarnos y de hacer ver que somos algo que no somos vinculándonos a la guerrilla como forma de desvirtuar nuestra propuesta de paz. Y resulta más indignante todavía ver como los militares matan, los paramilitares matan y la justicia protege a los victimarios. Es una situación muy difícil” , dice Gildardo Tuberquia, miembro del Consejo de la comunidad.

Desde 1997, además de haber sido asesinados más de 200 de sus integrantes, las vejaciones y atropellos sufridos por la comunidad han sido continuos en forma de violaciones de mujeres, quema de casas y cosechas, desalojo de tierras, torturas, amenazas, robos o bloqueos alimentarios. A pesar de todo, el proceso está a punto de cumplir su mayoría de edad.

Fue hace 18 años cuando cerca de 400 campesinos decidieron organizarse para sacar la guerra de su territorio, para no colaborar con ningún actor armado- léase guerrillero, paramilitar o militar- y para adelantar un proceso de neutralidad respecto del conflicto. La comunidad de paz se gestó en 1996 en plena expansión del paramilitarismo en el Urabá antioqueño y como reacción a dos masacres perpetradas por una facción paramilitar. Este hecho intensificó el desplazamiento no voluntario de familias hacia otros territorios.

Ante esta situación, con la mediación del obispo de la Diócesis de Apartado, Monseñor Isaías Duarte Cansino, que sería asesinado en marzo de 2002 en la ciudad de Cali, se decidieron crear espacios neutrales donde se garantizara el respeto a la vida e integridad de la población civil. La Diócesis e instituciones como Justicia y Paz (de la conferencia de Religiosos de Colombia) y el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) apoyaron decididamente la iniciativa final de los campesinos y campesinas de San José que se declararon como comunidad de paz el 23 de marzo de 1997 con el firme propósito de mantenerse unidos para no ser desterrados de su tierra y la convicción de no apoyar a ningún actor armado.

De esta forma se pensó que no se desalojaría a la gente de sus veredas y sería más fácil exigir respeto para sus vidas, productos, posesiones y viviendas. Pero no pasaron cinco días de la proclamación como comunidad de paz que se inició una nueva ofensiva militar y paramilitar contra la guerrilla de la zona, apoyada con fuego aéreo, que provocó muchos desplazados y órdenes para que la gente dejase sus veredas.

De San José a San Josesito
 A raíz de los hechos, la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz les ofreció acompañamiento permanente y propuso a la gente desplazada habitar el pequeño pueblo de San José de Apartadó que permanecía semiabandonado por un desplazamiento anterior. La llegada a San José dicen fue triste y desoladora, pero desde aquí empezaron a resistir y a poner en marcha estrategias de retorno a las aldeas abandonadas. Las amenazas y las dificultades fueron muchas. Los bloqueos económicos impuestos por parte de retenes paramilitares y militares impedían el acceso de alimentación y transporte a la comunidad provocando situaciones de hambre y aislamiento.

La comunidad de paz no sólo consiguió resistir sino que enriqueció su propuesta de construcción de paz, identificó sus símbolos, creo su propio modelo organizativo, fortaleció las prácticas de resistencia civil, desarrolló mecanismos de economía solidaria, generó un proyecto económico de comercialización de diferentes productos orgánicos y publicó un reglamento interno donde, entre otras cosas, no se permite vender ni consumir alcohol. Paralelamente ponía en marcha otras iniciativas como acoger a nuevas familias desplazadas para facilitar su retorno apenas fuese posible, trabajar en la prevención por la no vinculación de niños y jóvenes a los grupos armados, tutelar a viudas y huérfanos o mantener viva la memoria de los mártires.

Después de otra masacres, la policía se instaló en el pueblo de San José. La presencia policial les resultaba perturbadora, así que tomaron la decisión de abandonar la localidad. Sus principios de neutralidad les prohíbe vivir en el mismo espacio vital con cualquier actor armado para no convertirse automáticamente en objetivo militar del actor armado contrario. Unas 400 personas fueron así para la Holandita, una finca propiedad de la comunidad a 15 minutos de San José y a la que bautizaron como San Josesito. Construyeron un nuevo pueblo y trataron de fortalecer el retorno a las veredas abandonas.

En Colombia, un país en conflicto y espectacularmente militarizado, poca gente entendió esa posición de neutralidad. “Durante el gobierno de Álvaro Uribe, en esa guerra, o se estaba con el gobierno o contra él, no podía haber termino medio ni tampoco un milímetro de tierra donde no hubiera fuerza pública. La estigmatización fue grande. Querián hacer hacer creer al país y al mundo que la comunidad tenía vínculos con la insurgencia. Pocos sabían que la guerrilla nos atacó también más de 20 veces y nos asesinó a algunos líderes”, explica un campesino de la comunidad.

Diana Valderrama, otra líder de la comunidad, reflexionaba hace un tiempo que la justicia era la única esperanza para que algún día se reconozca la verdad y quede una constancia histórica del proceso de la comunidad. “Lo peor es la angustia de que no entiendan lo que queremos, que no nos dejen construir algo diferente a la guerra, la impotencia de no poder desarrollar nuestro proyecto de vida y que los niños y niñas no puedan jugar tranquilos”, decía. 

POR JAVIER SULÉ

Fotos: © Javier Sulé

01 de marzo de 2015

 

FUENTE:  https://neupic.com/articles/resistencia-y-dignidad-contra-la-guerra