Derramaron sangre para no quedarse sin agua. Era el año 2000 y los ciudadanos de Cochabamba se pusieron en pie de guerra contra la privatización de sus escasos recursos hídricos. Hoy, 15 años después, la lucha diaria por el acceso al agua continúa en la cuarta ciudad más grande de Bolivia.
Marcela Olivera acababa de salir de la universidad y trabajaba en una oficina muy cerquita de la Plaza 14 de Septiembre, en el casco antiguo de la ciudad y el centro neurálgico de las protestas. Vivía en casa de sus padres y todavía no tenía que preocuparse por pagar las facturas. Sin embargo, cuando a finales de 1999 el gobierno de Hugo Banzer vendió a un consorcio internacional la compañía municipal de agua, Marcela salió junto a sus vecinos a luchar por sus recursos públicos.
En unas semanas, la violencia escaló de forma incontrolada. “En abril, la ciudad se había convertido en un campo de batalla”, cuenta Marcela, hoy convertida en activista internacional por el derecho al agua. Banzer sacó al ejército a la calle y declaró el estado de sitio. Unidades de la policía y las fuerzas armadas se enfrentaron a la población, primero mediante el uso de gases lacrimógenos y después con disparos de francotiradores. Hubo cientos de heridos en la reyerta y un muerto, Víctor Hugo Daza, que todavía pervive en la memoria de los cochabambinos.
A instancias del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, Bolivia se encontraba hace 15 años en plena oleada de privatizaciones. Para conceder un crédito al gobierno de Banzer, las instituciones de Bretton Woods habían pedido la venta de las compañías públicas de agua de las principales ciudades del país. Semapa, la empresa municipal de agua potable y alcantarillado de Cochabamba, pasó a manos de un consorcio internacional llamado Aguas del Tunari. Este conglomerado —formado por las compañias estadounidenses Bechtel y Edison, la española Abengoa y las bolivianas Petrovich y Doria Medina—, decretó, de la noche a la mañana, un incremento en las tarifas de entre el 30% y el 300%.
Después de la Guerra del Agua nos hemos dado cuenta de que lo que nos había pasado en Cochabamba le estaba pasando también a otra gente en otros sitios
Además, para blindar los intereses de las multinacionales, el parlamento aprobó la Ley 2029, que abría la puerta para que estas nuevas empresas cobraran por el uso particular de los acuíferos públicos y para que los ciudadanos tuvieran que hacer frente a sus deudas con sus bienes inmuebles. Sobre el papel, esto significaba que Aguas del Tunari podía cobrar por el agua que los vecinos obtuvieran de sus pozos, del río o incluso recogieran de la lluvia, y que si éstos no pagaban estaba autorizada a desahuciarles y quedarse con sus casas.
“Con esta ley no sólo se privatizaba el sistema público de agua, sino que también se privatizaban los pequeños sistemas autónomos que dan abastecimiento a un 60% de la ciudad”, explica Marcela. “Estas dos medidas pasan al principio desapercibidas para la población. Son los campesinos los que vienen a la ciudad y alertan a la ciudadanía sobre lo que está pasando”.
Al frente de los campesinos cocaleros que marcharon por la ciudad se encontraba en aquel momento un jovencísimo Evo Morales. Hasta entonces, el dirigente sindical había sido un diputado sin mucha proyección nacional, pero la Guerra del Agua de Cochabamba le situó en el centro del mapa político boliviano. Los cocaleros no participaron en la primera movilización, según recuerda Morales, quien tuvo que incidir a sus compañeros en la urgencia de manifestarse para “evitar que el agua se convirtiera en un negocio privado”.
“Como diputado, a mí no podían detenerme, así que me dedicaba a cuidar durante el estado de sitio de los demás líderes de la movilización”, dice Morales. Esos líderes eran Omar Fernández, de la Asociación Nacional de Regantes, y Óscar Olivera, hermano de Marcela y portavoz de la Coordinadora de la Defensa del Agua y de la Vida.
Entre los tres y junto a los cientos de miles de bolivianos que salieron aquellos días a la calle, pusieron en jaque no sólo la voluntad del gobierno, sino todo el modelo de privatizaciones que se estaba imponiendo en América Latina. Así, al menos, lo explica Óscar Olivera, al que la comunidad internacional reconoció en 2001 con el Premio Goldman para el medioambiente por su papel en la defensa del agua: “Yo diría que la guerra supuso algo más que la recuperación del agua como un bien común. Rompe con un esquema económico de despojo y cambia también el modelo político: renuncia el gobernador, el alcalde se escapa… Y la gente se erige como un poder soberano.”
Desde su casa, vestido con gorra y chaleco en tonos caquis, como un guerrillero, Óscar Olivera rechaza su protagonismo en aquellas jornadas. “Medio millón de personas movilizadas deciden el rumbo de la Guerra del Agua, no yo”, afirma con rotundidad, y apunta también que el conflicto de Cochabamba sirvió para “ poner sobre el tapete el tema del bien común y la importancia de lo público, algo que hoy todavía se está discutiendo en Europa”.
Tras el asesinato de Víctor Hugo Daza, con la policía y el ejército reducidos en sus cuarteles, el gobierno de Hugo Banzer se sentó a negociar y acordó expulsar al consorcio internacional y remunicipalizar Semapa, la compañía de agua de Cochabamba, que la gente tomó al asalto. Óscar recela de lo que entonces se percibió como una enorme victoria. “Todavía es una tarea pendiente convertir Semapa en una empresa pública comunitaria, con control social. Si bien ha cumplido con algunos logros, extendiendo redes de agua y alcantarillado, estas redes están secas y el agua sigue sin llegar.”
Cubierto con un pañuelo y al grito de “¡el agua es nuestra, carajo!”, Marcelo Rojas fue uno de los primeros guerreros del agua que entraron a “liberar” Semapa. Hace 15 años, durante las protestas, se ganó el sobrenombre de El Banderas, y así es como todavía le conocen en Cochabamba. El Banderas no ha abandonado la compañía desde la remunicipalización: hoy trabaja allí como responsable de servicios generales y reconoce que Semapa tiene problemas, muchos de ellos derivados de la carencia de acuíferos. “En Cochabamba se sectorializa el agua, porque no nos alcanza para abastecer todo el día a toda la población”, confiesa.
“En la ciudad casi todo el mundo tiene tanques elevados donde almacenar el agua, pero en la zona sur la gente lo que tiene son turriles (barriles), porque su economía no alcanza para más”, explica El Banderas. Es en esta zona sur que no cubre Semapa donde se encuentran los barrios de rentas más bajas de Cochabamba, las calles sin asfaltar, la ausencia de servicios básicos… Muchos de sus vecinos son inmigrantes rurales, que llegaron a la ciudad desde las montañas o las comunidades indígenas del altiplano y que se organizaron en pequeñas asambleas y comités para cavar sus propios pozos y construir sus sistemas de distribución. Aún así, dice El Banderas, el gobierno de Morales tiene un plan para conseguir abastecer a la población que protagonizó la Guerra del Agua: el proyecto múltiple de Misicuni.
Misicuni es una vieja aspiración de la administración pública boliviana que consiste en construir en la cordillera andina, a pocos kilómetros de la ciudad, la mayor presa del país para canalizar el cauce de varios ríos cercanos y suministrar a Cochabamba agua potable y electricidad durante todo el año. Sin embargo, el proyecto, que se ideó alrededor de 1950, ha sufrido un sinfín de contratiempos y sigue en ejecución: acusaciones de corrupción y estafas, falta de financiación, problemas técnicos, paralización de las obras, cambios de constructores… Ahora mismo, la adjudicataria anterior, la empresa italiana Grandi Lavori, se encuentra enfrentada en los tribunales con el estado boliviano por incumplimiento de contrato. A pesar de todo, El Banderas se muestra confiado: “Estamos pensando que en 2015 ya vamos a poder repartir agua tratada también a la zona sur; es el proyecto más anhelado por todos los cochabambinos”.
Unos cochabambinos que, después de una década y media, siguen sin contar con acceso seguro al agua potable en su domicilio. ¿Acaso ganaron la batalla del agua pero perdieron la guerra? El presidente Morales lo niega: “Esa lucha del pueblo de Cochabamba, de los diferentes sectores sociales, ha sido fundamental para hacer entender a la gente que el agua es vida.”
Marcela Olivera asciende por una colina de la zona sur de la ciudad, mientras un camión cisterna hace sonar su claxon en una calle adyacente. Es un carro aguatero, un vehículo privado que vende agua por litros a los particulares que se han quedado sin suministro. Hoy Marcela trabaja coordinando una red internacional de activistas por el derecho al agua, y ayuda también en la organización y gestión de varios comités en los barrios menos favorecidos de Cochabamba.
“Después de la Guerra del Agua nos hemos dado cuenta de que lo que nos había pasado en Cochabamba le estaba pasando también a otra gente en otros sitios: en Sudáfrica, en Inglaterra, en Perú… Así que hemos buscado la forma de coordinarnos para luchar contra la privatización del agua en todas partes del mundo”, cuenta Marcela.
“La privatización ha cambiado la cara. Ya no son sólo los sistemas de agua, sino que ahora son las fuentes de agua, la contaminación por la minería, el gas y todas las demás insdustrias extractivas,” señala, muy crítica con el modelo económico de Morales.
La activista advierte que este tipo de privatización no viene sólo a través de las multinacionales, sino que también llega a través de los gobiernos, que empiezan a externalizar servicios o utilizar para otros fines estas fuentes de agua para consumo humano. “La mejor defensa frente a esto es una comunidad organizada”, concluye.
fuente: http://elpais.com/elpais/2015/07/13/planeta_futuro/1436796771_984802.html
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