Trescientos años han trascurrido desde que, derrotada la resistencia armada de los Nasa y los Pijaos en el Valle geográfico del río Cauca en el suroccidente de Colombia, los pueblos originarios iniciaran una larga jornada de batallas jurídicas que les valió el reconocimiento por parte de la Corona española de los Resguardos, territorios habitados por comunidades indígenas, y de una jurisdicción propia administrada por instancias de autogobierno, los Cabildos.

Los repertorios de la resistencia colectiva habían cambiado y se articulaban, bajo la hegemonía imperial de la Colonia, para preservar las formas ancestrales de la vida en común, la lengua y los saberes: los Cabildos representaron el punto de corte entre la decidida resistencia de las comunidades originarias, que se ganaron en el campo de batalla y en los tribunales su derecho a existir como pueblo, y una estrategia imperial que consistió en crear un mecanismo de cooptación política que le permitirá mantener bajo control el desafío indígena.

Ya a partir del siglo XVII el campo de batalla quedaba desplazado: los territorios indígenas y sus formas de gobierno y justicia propia, aun situados en la arquitectura jurídica de la Colonia, fueron fértiles para cultivar formas de existencia moldeadas por la resistencia y entretejidas por convicciones colectivas no capitalistas, por apuestas de construcción territorial que no pasan por lo lógica de la rentabilidad, la ganancia o la acumulación. Sin embargo, la situación histórica y estratégica era insostenible en el largo plazo de los siglos para los pueblos indígenas, con la República vino la represión puesta en el altar de un mercado de tierras abierto, que en las particulares condiciones y formas de funcionamiento del capitalismo dependiente resultaron en un violento proceso de concentración de tierras en el Cauca: la Corona española había sido reemplazada por los Valencia, los Mosquera, los Chaux y los Iragorri, algunas de las redes familiares más importantes de la Hacienda caucana.

Los indígenas fueron arrinconados aún más en las zonas altas del macizo colombiano, sometidos a formas de explotación de la mano de obra que ataba sus destinos a la gran propiedad mientras la legislación del despojo se dedicaba, a finales del siglo XIX, a desconocer la existencia de Resguardos en las fértiles tierras del valle. El siglo XX trajo a su paso la tormenta de la modernización capitalista del campo: el progreso bajaba desde el Valle del Cauca en forma de agronegocio cañero en expansión, se cerraba así la pinza contra las comunidades Nasa del norte del Cauca, atropelladas desde el sur por la explotación retrógrada de los terratenientes, y amenazada desde el norte por los vientos del progreso.

Mientras tanto Quintín Lame adelantaba su heroica resistencia acudiendo a tribunales para demandar el reconocimiento de los títulos coloniales, sólo para terminar preso y perseguido en tres departamentos. Como siempre, más aun entre las comunidades indígenas, el heroísmo de los hombres sólo es la síntesis de la digna convicción de los pueblos. Lo que Quintín Lame echó a andar fue la salida organizativa a las tensiones que amenazaban con hacer desaparecer a los pueblos indígenas; Pronto, de la lucha jurídica pasaron a la recuperación de tierras; en los años 70’s los indígenas del Cauca se pusieron en movimiento por la conquista del componente material que los define como pueblo. Quedaba abierta la perspectiva política de construcción de territorialidad en las tierras arrancadas a la soberbia de los terratenientes y al “progreso” del monocultivo.

Muy pocas cosas parecen haber cambiado desde aquellos largos años: Paloma Valencia, senadora del partido de ultraderecha creado por Álvaro Uribe, la última y más privada de sensibilidad moral o agudeza intelectual descendiente de los Valencia en el Cauca, propone dividir en dos el departamento para liberar a las fuerzas vivas del desarrollo económico del lastre indígena; Aurelio Iragorri, el último delfín de uno de los linajes más retardatarios de hacendados caucanos y actual ministro de Agricultura, burla los compromisos adquiridos con los indígenas en materia de entrega de tierras; los medios masivos de comunicación refrendan el racismo en horario estelar vendiendo la mediocridad periodística de Séptimo Día y las mentiras del autodenominado “equipo investigativo” del periódico El País (http://www.elpais.com. co/elpais/judicial/noticias/disputaindigenas-quieren-quedar-consiete-predios-cauca).

En la época de la locomotora minero-energética y de monocultivo cañero para la producción de agrocombustibles –las apuestas estratégicas del modelo emergente de acumulación en Colombia-, el asalto final de la reprimarización económica contra los territorios sigue el patrón de colonización de hace 300 años: la legislación del despojo, mercenarios paramilitares y fuerzas de policía y ejército mantienen abierto el corredor geopolítico del valle del río Cauca e, impotentes frente a la tenaz resistencia de las comunidades indígenas, tratan de estrechar el cerco en las zonas altas y montañosas, llenas de reservas ecológicas, santuarios ambientales y tierras poco aptas para el cultivo.

 

El siglo XX trajo a su paso la tormenta de la modernización capitalista del campo: el progreso bajaba desde el Valle del Cauca en forma de agronegocio cañero en expansión, se cerraba así la pinza contra las comunidades Nasa del norte del Cauca, atropelladas desde el sur por la explotación retrógrada de los terratenientes, y amenazada desde el norte por los vientos del progreso

Y fue en la primera década del siglo XXI que la resistencia de las comunidades Nasa del norte del Cauca, al compás del protagonismo del movimiento indígena en Bolivia, Ecuador y México, se articuló en la construcción de una agenda de los pueblos que logró hacer frente al proyecto de muerte que asomó sus con fauces con furiosa agresividad bajo el gobierno de Uribe (2002-2010). Será el Mandato de Libertad para la Madre Tierra, proclamado en 2005, el que perfile el contenido cultural, político y estratégico que redimensiona la recuperación de tierras para tender los puentes que unirán el destino de la construcción de autonomía indígena al fortalecimiento político del movimiento social a escala nacional: la Liberación abría así un ciclo de consolidación de la perspectiva territorial en la articulación de las experiencias regionales de lucha social.

“Hemos caminado por muchos años y seguimos caminando, pero también hemos caminado la palabra con la que hemos hecho acuerdos que se nos han incumplido. Hemos elevado exigencias para que se nos respeten los derechos, para que los gobiernos cumplan sus deberes, pero se han mostrado insolentes, cínicos y prepotentes. Hemos soportado muchas injusticias y las seguimos sufriendo, pero ya estamos cansados. Nuestros cuerpos, espíritus y deidades nos exigen otras acciones. Nuestra descendencia aguarda la realización de acciones que honren la palabra y los compromisos incumplidos. Por ello, aquí estamos, en esta cita con la historia para realizar nuestro destino, para abrazar a nuestra madre tierra, pues para defenderla, nos sobran razones” (http://www.nasaacin.org/ libertar-para-la-madre-tierra).

Hoy la contradicción histórica sigue planteada a pesar del paso secular de los años, aunque en un lugar distinto al que con tanto esfuerzo tratan de situar los medios masivos de comunicación: es la disputa entre dos formas de organizar la vida en común en relación al territorio, la una poniendo la vida al servicio de la economía para sembrar con los bosques áridos del monocultivo cañero las tierras del valle, la otra luchando por poner la economía al servicio de la vida, sembrando maíz, frijol y yuca y, en un sentido más profundo que la sola recuperación, Liberando los territorios de fertilizantes químicos y las quemas masivas, garantizando además el acceso de las comunidades a las fuentes de agua, mermadas y contaminadas hace ya varios años por el suministro a los ingenios cañeros, que ahora podría ser definitivamente despojadas por la privatización de los acueductos locales.

Y como las tierras no son superficies vaciadas de relaciones sociales, al Liberar los territorios las comunidades indígenas desbaratan las formas de propiedad y las modalidades de explotación de los trabajadores condenados a los efectos nocivos del monocultivo cañero. No se trata entonces, como mentirosamente manifiesta el alcalde de Corinto, Oscar Quintero, de un capricho indígena para declarar al Cauca un Resguardo o por separar los territorios indígenas del conjunto de la nación: la Liberación no es una invasión, es un hecho político de recuperación de territorios que por justicia pertenecen a las comunidades, una acción colectiva de retribución y armonización del Cxhab Wala Kiwe y una propuesta abierta a los pueblos, a campesinos y corteros de caña, a pobladores y activistas urbanos, para volver sobre la columna estratégica del conflicto social en Colombia, la concentración de las tierras en manos de unos pocos.

Por: Tejido de Comunicacion del pueblo nasa

Fuente: Jornada del campo