Foto: Tejido de Comunicacion Pueblo Nasa
El sistema capitalista opera sólo en la medida en que pueda elevar de forma permanente la tasa de ganancia, premisa que ha llevado a numerosos y salvajes procesos de despojo y destrucción ambiental y cultural en todo el mundo a lo largo de los siglos recientes. La escala e intensidad de estos procesos destructivos se reflejan en profundas transformaciones a nivel planetario, dando lugar a la encrucijada que diversos autores han llamado crisis civilizatoria, pues pone en entredicho la viabilidad de la existencia de la humanidad en el largo plazo.
Por más que se hable de la terciarización de las economías, en la actualidad en toda Latinoamérica siguen operando diversos procesos de acumulación de capital basados en el usufructo directo de la tierra, por lo que los mecanismos para permitir el acceso de los capitales a los territorios constituyen un punto nodal en la política de los gobiernos “nacionales” en todo el Continente.
Estos mecanismos van desde la modificación a los marcos jurídicos nacionales para legalizar el despojo, hasta la creación de escenarios de guerra para desplazar población y restringir las garantías individuales y colectivas, pasando por supuesto por la criminalización de la lucha social que busca defender a la población y a sus territorios.
Tenencia de la tierra y violencia. Estos procesos ocurren tanto en México como en Colombia, aunque con las especificidades de cada caso.
Esta contribución pretende hacer un breve análisis de lo que ha ocurrido al respecto en aquel país en las décadas recientes, para tratar de extraer algunos aprendizajes para la actual coyuntura mexicana. Una de las principales diferencias radica en la tenencia de la tierra: en México 52 por ciento de la superficie nacional se encuentra bajo propiedad social, mientras que en Colombia, según el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de 2011, 52 por ciento de la tierra está en manos del 1.15 por ciento del total de la población; menos de mil familias acaparan 70 por ciento de las mejores tierras, mientras que 1.5 millones de hogares campesinos no tienen dónde cultivar para comer. Estas cifras evidencian el fracaso de los diversos intentos de reforma agraria promovidos a lo largo de 40 años, que no han logrado una transformación significativa en la estructura de la propiedad.
Por el contrario, como lo expresa Isaac Marín, del Congreso de los Pueblos, el clima de violencia imperante ha provocado desde la década de los 90’s la expulsión de ocho millones de personas del campo, es decir, un auténtico vaciamiento del medio rural colombiano. Paralelo a ello se ha producido una compra masiva de tierras de parte de los narcotraficantes y la expropiación por parte de grupos armados ilegales, lo que condujo en los hechos a una “contrarreforma agraria armada”, incrementando en gran medida la concentración de la tierra.
Según la Comisión de Seguimiento a las Políticas Públicas sobre Desaparición Forzada, entre 1980 y 2010, 6.6 millones de hectáreas de tierras fueron abandonadas o usurpadas; otras fuentes consideran que la cifra podría llegar a los diez millones de hectáreas. Estas tierras, despojadas a sangre y fuego, se encuentran actualmente en manos de los grupos paramilitares y narcotraficantes, utilizadas principalmente para el cultivo de palma aceitera o bien para la extracción minera.
Uno de los más graves desplazamientos masivos tuvo lugar en la parte norte del Chocó, entre 1996 y 1997, cuando 20 mil personas fueron brutalmente despojadas de sus territorios, en la llamada Operación Génesis. “Nosotros nos dimos cuenta”, relatan personas de las comunidades que fueron bombardeadas y cazadas como animales en medio del bosque, “que nuestro desplazamiento no era por ninguna guerrilla, sino por intereses económicos”.
Las compras de tierras con capitales ilícitos y los desalojos forzados permitieron constituir neolatifundios a costa de la pequeña y mediana propiedad, que se destinaron a la especulación, o para ejercer dominio armado sobre un territorio por razones políticas, estratégicas o militares. Este fenómeno provocó una grave distorsión institucional sobre los derechos de propiedad, y en particular un proceso de involución en los derechos de propiedad territorial y sus usos, al establecerse territorios de dominio al estilo feudal (ejércitos privados o por fuera del control del Estado que utilizan la fuerza para controlar un territorio), en una sociedad y ambiente capitalistas que se enmarcan en un proceso de globalización de mercados de materias primas.
Este control territorial es el responsable del desplazamiento forzado de los habitantes rurales y del despojo de sus pertenencias, incluyendo la tierra. Este fenómeno acentuó la pobreza, contribuyó al crecimiento de las economías informales y generó inseguridad alimentaria a escala familiar, afectando también la formación y el desarrollo del capital social, desestructurando relaciones sociales tejidas históricamente y agudizando los factores de concentración y desigualdad en el campo.
Durante décadas, los campesinos se han visto en medio del fuego cruzado entre el narcotráfico, la insurgencia armada, la delincuencia común y grupos paramilitares conformados entre ganaderos, comerciantes, ex militares y militares activos, que se armaron para defender sus intereses económicos y desplazar a los campesinos para apropiarse de sus tierras. La emigración forzada de campesinos pobres y sin tierra a los centros urbanos exacerbó la histórica situación de pobreza del pueblo colombiano. Casi la mitad de la población colombiana vive en la pobreza (42.8 por ciento) y más del 22.9 por ciento en pobreza extrema. El coeficiente de Gini, que mide la desigualdad, llega al 0.85 en una escala de 0 a 1. En 2008 Colombia fue el sexto país más desigual del mundo.
Teófilo Acuña, quien es parte del Congreso de los Pueblos, afirma que el conflicto social en Colombia es por la tierra, pues el gobierno promueve abiertamente el despojo a los campesinos a partir de tres proyectos, la minería, la agroindustria (principalmente palma africana) y la construcción de la infraestructura que requieren los dos anteriores. En el mismo sentido, Darío Fajardo, investigador de la Universidad Externado, afirma que el desplazamiento forzado y la usurpación de tierras fueron instrumentos para operar el tratado de libre comercio firmado en 2005, pues se buscó garantizar una inmensa mano de obra desplazada, desorganizada y aterrorizada, al tiempo que se generaban territorios francos para instalar proyectos extractivistas de muy alto impacto ambiental.
Los desiertos de palma africana. El cultivo de la palma africana se inició en Colombia 60 años atrás, pero se ha consolidado a partir de los años 80’s. Para 2001 se estima que había 170 mil hectáreas de palma aceitera en Colombia y el entonces presidente Álvaro Uribe proclamaba que “el país debe tener 600 mil hectáreas de palma africana”, dejando clara la importancia que se le asignaba a esta actividad en los planes de gobierno. Fue así como durante años el gobierno colombiano promovió fuertemente su cultivo, estableciendo incentivos financieros y hacendarios, dando facilidades para la entrada de empresas trasnacionales y dejando inermes a millones de campesinos que fueron desalojados con el uso de las armas para arrebatarles sus tierras.
En el contexto de un muy largo y complejo proceso de pacificación, el gobierno concedió un papel central al cultivo de la palma africana como parte de su estrategia. Bajo el argumento de su alta rentabilidad y su demanda en los mercados internacionales, se manejó que era el producto ideal para promover la conversión de los cultivos ilícitos hacia una economía formal pero que mantuviera altos márgenes de ganancia. Fue así como se gestionaron cuantiosos fondos internacionales para promover este cultivo, y como, según cuenta Javier Orozco, coordinador del Programa de Atención a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos en Colombia del Gobierno de Asturias, la Unión Europea terminó financiando por medio de los Fondos de Cooperación al Desarrollo proyectos para la siembra de palma que “finalmente benefician a los paramilitares”.
Fue con financiamientos como el mencionado, supuestamente para apoyar el proceso de paz, que la palma aceitera se convirtió en la mayor causa de cambio en el uso del suelo, avanzando a costa de enormes extensiones de selvas tropicales y zonas campesinas de producción de alimentos. Según los datos de la Federación de Productores de Palma, para esta década, Colombia se convirtió en el cuarto productor mundial de aceite de palma y participa con 1.4 por ciento del volumen global. Esta actividad es responsable de seis por ciento del
PIB en el sector agropecuario, con una superficie cultivada de 500 mil hectáreas que producen más de un millón de toneladas de aceite crudo. En la provincia de Bolívar, existen zonas donde la palma aceitera ocupa hasta el 80 por ciento de la tierra cultivable, desplazando de forma dramática los diversos cultivos destinados a la alimentación.
El propio Instituto Colombiano de Desarrollo Rural reconoció en un informe gubernamental, resultado de una comisión de verificación en octubre de 2004, que “el 95 por ciento de la palma se encuentra sembrada de manera ilegal” y requirió “detener de inmediato el avance de las siembras”.
El rostro oculto de los biocombustibles. El auge en la producción de biocombustibles fue motivado por la ventaja comparativa que representa para los países consumidores de energía a gran escala, pues el cambio de un combustible a otro (de petróleo a biocombustibles) no exigía grandes inversiones, pero aparentemente genera grandes beneficios ambientales para la humanidad. El mayor consumo energético de petróleo en el mundo y a la vez el más contaminante es destinado al transporte (carros, aviones, barcos), por lo que la sustitución por los biocombustibles se promovió, sobre todo en los países “desarrollados”, como la panacea a los problemas del calentamiento global. Los biocombustibles se presentan no sólo como una fuente energética renovable y por tanto no perecedera, sino que además se argumenta que emiten menos gases de efecto invernadero.
Si bien la renovabilidad es cierta, lo que se omite decir es que su producción está generando un problema de competencia en el uso de la tierra entre la producción de alimentos y la producción de mque se consiguen a costa de comunidades indígenas y campesinas y de la rica biodiversidad de los países tropicales, para extender la frontera agrícola en función de monocultivos como el de la palma africana. Algunas organizaciones ambientalistas ya han destacado que para sustituir totalmente la demanda actual de petróleo en el mundo por biocombustibles se necesitaría sembrar el equivalente a tres planetas Tierra con oleaginosas.
Su contribución a frenar el calentamiento global va a depender de la materia prima usada para obtener los biocombustibles. En el caso concreto de la palma africana, algunos especialistas señalan que el biodiesel obtenido resulta ser un contribuyente neto al calentamiento global del planeta, pues la destrucción de selvas tropicales para su implementación, y el hecho de tener que drenar las fuentes de agua que se encuentran en el terreno donde el mismo se va a llevar a cabo, provocan la liberación a la atmósfera de todo el dióxido de carbono que antes retenían las selvas tropicales que este cultivo viene a sustituir. Por otro lado, la oxidación de la tierra al ser desecada genera aún más cantidad de dióxido de carbono que va a la atmósfera. Decir que el biodiesel de palma africana genera menos dióxido de carbono que el diesel fósil es una gran mentira.
Finalmente, es necesario decir también que el cultivo de palma aceitera utiliza fertilizantes (que se hacen con derivados del petróleo), además de que el proceso industrial para generar aceite y posteriormente biodiesel requiere de combustibles fósiles. Con este proceso agroindustrial se profundiza la tendencia capitalista a abandonar una agricultura basada en el flujo de energía renovable (solar y humana) y pasar a una actividad muy demandante en combustibles fósiles y recursos no renovables. Todo esto parece indicar que el balance energético no es favorable, ya que por cada unidad de energía gastada en combustible fósil, el retorno en biocombustible es menor a esa cantidad, lo que en términos más palpables lleva a decir que es más lo que se invierte en energía fósil para producir biocombustibles que la energía que éstos generan.
Si efectivamente esta agroindustria no es rentable en términos energéticos ni ambientales, la pregunta es ¿por qué se sigue promoviendo de forma tan vigorosa? Porque el conjunto de subsidios financieros e incentivos hacendarios, aunados a los bajísimos costos de mano de obra que se pagan en el proceso, la hacen rentable en términos económicos. Es un cultivo que sirve a los intereses de las elites locales y de las empresas trasnacionales con las que se alían para la obtención de beneficios mutuos. Sobre todo estas últimas resultan muy beneficiadas al controlar la mayor parte de la producción, industrialización y comercialización en todos los niveles.
Las consecuencias. Como afirma la Asociación Campesina del Valle del río Cimitarra (ACVC), estas plantaciones son “un triste ejemplo del coctel de latifundismo con aspiraciones de eficiencia o modernidad que al pretender ser productivo no renuncia, sino al contrario se reafirma en su origen excluyente y monopolista del uso de la tierra”.
Los daños ocasionados por este modelo de agronegocio son profundos y diversos, pero de una u otra forma repercuten siempre en la población más pobre. Desde la perspectiva ambiental, lo primero que se debe tener claro es que las plantaciones no son bosques, sino monocultivos que sustituyen los ecosistemas naturales. Cuando esto ocurre en contextos de muy alta biodiversidad, las repercusiones son incalculables, se altera la abundancia y composición de especies de fauna y flora acelerando los procesos de extinción, disminuye la producción de agua y se modifica la estructura y composición de los suelos al igual que el clima local.
Desde una perspectiva social, con la implementación de estos monocultivos se pierde la base del sustento para la población nativa, ya sea por la pérdida de las especies silvestres que se cazaban o recolectaban, o bien por la sustitución de la agricultura orientada a la producción de alimentos; como ya se ha dicho, la expansión de la palma africana ha producido el desplazamiento de las comunidades negras, indígenas y campesinas, con repercusiones de pérdida de conocimientos locales. Por si fuera poco, es bien sabido que estos procesos de despojo han ocurrido con un alto costo de represión e, incluso, de vidas humanas.
En resumen, la vertiginosa expansión de la palma africana ha significado una profunda destrucción de hábitats, el resquebrajamiento del tejido social y el colapso de las economías locales. Una de las expresiones más agudas de este fenómeno es que en la actualidad Colombia importa el 62 por ciento de los alimentos que consume, dato que, por sí mismo, muestra la vulnerabilidad de la población frente a los vaivenes del mercado global.
La aguda problemática agraria, de pobreza y de desigualdad social subsiste y se agudiza por la falta de decisión política para reformar la estructura agraria nacional, en función de objetivos de desarrollo y equidad de largo plazo. Se ha preferido mantener los privilegios de una oligarquía político-económica, sea de uno u otro partido, que históricamente ha expoliando los recursos de la nación, primero para su exclusivo beneficio y, ahora, en contubernio con empresas trasnacionales.
La respuesta social. En medio de un clima aparentemente desolador marcado por la violencia, la represión y el despojo, diversos sectores de la sociedad colombiana se organizan para hacer frente común y reivindicar sus derechos. La Minga Indígena, Social y Comunitaria, realizada en 2008, fue un espacio fundamental para confluir e iniciar los procesos de diálogo entre organizaciones, que desembocó en octubre de 2010 en la conformación del Congreso de los Pueblos, un espacio simbólico de construcción de propuestas para el buen vivir, en el que existe representación de organizaciones de todo el país.
Por medio de grandes eventos de consulta y participación, el Congreso de los Pueblos genera “mandatos populares”, que son grandes consensos hacia la construcción de un nuevo país; en primera instancia estos mandatos son instrumentos de autogobierno, es decir, que se ponen en práctica como la forma de hacer política dentro de los territorios colectivos; esto no significa quedarse en una visión local, pues se siguen tejiendo las alianzas con otros sectores sociales que permitan cambiar la correlación de fuerzas en la ruta de una transformación radical del país.
Pero el proceso de organización no se ha quedado ahí. Mediante un gran esfuerzo de concertación, una diversidad de organizaciones indígenas, campesinas, barriales, sociales y políticas, lograron dejar de lado sus diferencias y confluir en un frente común, al que llamaron la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular. Esta enorme coalición social logró convocar al Paro Nacional Agrario en 2013, con el que durante un mes bloquearon casi todas las vías de comunicación del país y pararon labores en diversos sectores, obli gando al gobierno de Juan Manuel Santos a abrir la discusión sobre los planes nacionales en materia agraria y de desarrollo rural, en lo que se llamó la Mesa de Interlocución Agraria (MIA).
El conjunto de organizaciones sociales agrupadas en torno a la Cumbre han consensuado como parte central de su agenda que, frente al modelo extractivista depredador que impera, se vuelve impostergable: a) Desarrollar la economía propia frente a la economía del despojo, incluyendo una moratoria minera, y a la agroindustria de la palma aceitera; b) Reivindicar el derecho a la consulta para ejercer una verdadera democracia; c) Reivindicar los derechos ciudadanos y exigir la libertad de todos los presos políticos por la defensa del territorio, y d) Impulsar un amplio reordenamiento territorial, para restituir las tierras despojadas, pero también para promover una integración productiva entre el campo y la ciudad. Para ello plantean el concepto de territorios interculturales como una figura que aglutine tres formas de tenencia colectiva de la tierra: las zonas de reserva campesina, los resguardos indígenas y los territorios colectivos de los pueblos afrocolombianos, para establecerlos como territorios agroalimentarios cuya encomienda sea repoblar el campo como territorios de vida, para restablecer el tejido social y la economía campesina mediante cultivos lícitos y garantizar la soberanía alimentaria.
Algunas reflexiones para México. La experiencia colombiana puede tener diversos y profundos aprendizajes para México si sabemos leer adecuadamente la coyuntura. En primer lugar se debe entender el crecimiento de la violencia en diversas regiones no como un fenómeno aislado, sino en el marco de las riquezas naturales existentes en dichos territorios y de la existencia de capitales con interés por apropiarse de dichas riquezas. Porque, como dicen los compañeros colombianos: no hay desplazados porque haya violencia, sino que hay violencia para que haya desplazados. En México, algunas de las zonas con mayor violencia y ausencia del Estado coinciden con concesiones mineras y proyectos hidroeléctricos, carreteros, aeroportuarios o de monocultivo de palma africana.
Es muy sintomático que en México, la mayor expansión de monocultivos de palma de aceite sea en Chiapas, avanzando a costa de las magníficas selvas tropicales de la región lacandona, que todos los estudios reportan como un patrimonio mundial de biodiversidad, y bajo el auspicio de un supuesto gobernador ecologista. Ojalá la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad (Conabio) le remitiera su reporte
con las asombrosas cifras de biodiversidad chiapaneca, recientemente publicado.
Para seguir con las coincidencias, tanto en México como en Colombia defender la madre tierra constituye una postura de muy alto riesgo; basta recordar los encarcelamientos de Mario Luna por defender el agua y territorio de la tribu Yaqui en Sonora, y de Marco Antonio Suástegui, vocero del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la presa La Parota en Guerrero, apresado por defender el patrimonio de sus comunidades y que luego de una año de injusta detención apenas fue liberado. También la detención de Eduardo Mosqueda en Colima por tratar de hacer valer un amparo federal contra la operación de una proyecto minero; en su momento, la detención de Rodolfo Montiel y Teodoro Cabrera de la Organización Campesina de la Sierra del Sur en Guerrero, por defender los bosques, en una violación tan flagrante al estado de derecho que mereció la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y que en la cárcel recibieron el premio internacional Goldman por su trabajo en favor del ambiente; la desaparición de Eva Alarcón y su esposo en 2012, miembros de la misma organización y destacados defensores de los bosques. Desgraciadamente los casos son numerosos y la intención de nombrarlos es tenerlos siempre presentes, pero también buscando generar la conciencia de que su lucha debe ser nuestra también, pues no han defendido otra cosa que no sea el interés común, el patrimonio de los mexicanos que está siendo saqueado ante nuestros ojos y con nuestro silencio cómplice.
Cierro con una breve reflexión sobre la necesidad de salir todos a defender lo que es nuestro, en un momento en que el ejercicio del poder ha adquirido tal nivel de cinismo y corrupción, de servilismo frente al capital privado y de desmantelamiento de la infraestructura social y ecológica de la que depende nuestro bienestar; cuando se compromete nuestro presente por medio de la pobreza y la violencia y se hipoteca nuestro futuro al regalar el patrimonio nacional, me parece indispensable modificar nuestra actitud frente a lo público. Me pregunto si, como hicieron en Colombia por medio de la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular, en México seremos capaces de anteponer el interés colectivo para defender nuestro país de esta rapiña que nos agrede a todos, dejando de lado nuestras pequeñas o grandes diferencias, sean de militancia, de religión o de clase, para confluir en un gran movimiento nacional que permita refundar nuestra nación. Colombia nos enseña una gran lección, ¿seremos capaces de aprender de ella? aterias primas para combustibles. También que el agronegocio necesitaría grandes extensiones de tierra.
Autor: Alfredo Méndez Bahena
Fuente: Jornada del Campo
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