Una vieja e indeseable costumbre hace ver la tragedia innúmera de los habitantes de Colombia como algo cíclico, cotidiano, una desgracia que debe pasar porque llegó el invierno. Los dos millones de damnificados que expresan su dolor con la frase que ya parece un cliché: “lo perdimos todo”,…

…la frase de cajón ante los cadáveres molidos de los triturados por el lodo y la piedra: “era una tragedia anunciada”, las lágrimas sedicentes del presidente, la limosna sublimada como solidaridad y la emergencia decretada con toda solemnidad que bien puede traer, cuántas veces no lo hizo antes, tantos males como los que llueven del cielo.

Y siempre, siempre, los ahogados, los macerados, los despojados son los pobres, los campesinos, los desplazados, los obreros, los que viven del milagro del rebusque diario. Ya lo dijo, mezcla de desolación y cólera, Neruda,

Sólo es para ti, pobre, para tu esposa y tu sembrado,

Para tu perro y tus herramientas, para que aprendas

A mendigo.

No hay que buscar los muertos río arriba, pero bien podríamos hoy, cuando todo es agua, subir hasta los nacederos de este diluvio imparable para hallar las causas de las muertes de los niños que jugaban, de los niños que dormían, de los niños que comían su escaso alimento.

¿Quién empujó a los campesinos a las selvas? ¿Quién los obligó a desbrozarlas? ¿No fueron esos, no son esos los mandarines que han gobernado y usufructuado a Colombia? ¿No fueron esos los que se apoderaron a las malas o a las buenas de las tierras planas y centrales y mandaron a los que no sucumbieron a las manos de sus esbirros a las laderas que se deslizan, a las islas que se inundan, a los pueblos que tiritan con un chorrito de agua, a las casas de cartón que malamente se aferran al barranco?

Deberíamos en esta mala hora examinar, así lo hizo Zalamea, el hongo en la axila del poderoso. ¿Quién mandó a construir esas carreteras de porquería? ¿Quién las entregó en concesión para que antes y después de cada derrumbe hubiera un peaje? ¿Quiénes, aprovechando los males que han causado, imponen más negociados flamantes sobre las carreteras que florecen de cruces?

¿Quiénes acabaron lo poco que había de industria, lo poco de agricultura? ¿Qué hicieron con los que perdieron su jornal? ¿Qué pasó, a dónde fueron los que despojaron los bancos de sus casas? Tantas preguntas, tantas respuestas.

Hoy, en los noticieros que hacen dinero con el mercado de lágrimas, en las declaraciones mendaces de los altos funcionarios, en las lacrimosas donaciones de los banqueros filántropos de dientes de barracuda, sólo hay víctimas. Pues bien, debemos preguntarnos si también hay victimarios.

Este doctor Santos que ahora, frente a las cámaras y reflectores de la televisión, se estremece como si a él también le cayera negra agua por el espinazo, es, parece, un hombre nuevo, un gobernante recién graduado. Pero, si la memoria no falla y qué no nos falle la memoria, ¿No fue ministro de Uribe, ministro de Pastrana, ministro de Gaviria? Gobernante por veinte años. Y entonces, ¿No es también copartícipe, culpable del abandono, del atraso?

¿No son culpables las agencias del imperialismo que nos recetaron la riqueza para los monopolios con la argucia de que algo les chorrearía a los ciudadanos sencillos? Y su mentira fue verdad a medias, puesto que les chorreo agua, lodo y hambre.

No es de buen recibo gritar cuando tanto se llora. Pero en esta inmensa tragedia la compostura está un poco fuera de lugar. Al fin y al cabo, las desgracias no han hecho más que empezar para millones que esperan la cólera desenfrenada que les vaticinó el hombre de la Isla Negra,

Los pobres viven abajo esperando que el río

Se levante en la noche y se los lleve al mar.

¿Seguirán esperando a que a cambio de sus tierras, sus casas y sus hijos les arrojen palabras y mendrugos?

Cuando al frente de sus ranchos arrasados dicen que lo perdieron todo, no se refieren a su dignidad. ¿O acaso podrían sobrevivir sin ella ante los infortunios que requieren de más temple del que jamás tendrán sus perfumados victimarios?

 

 

Francisco Torres, Arauca