La reciente aprobación del Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Colombia y Estados Unidos reafirma la política militarista del gobierno de Barack Obama hacia América Latina, como el principal camino para resolver la crisis económica y el declive de la hegemonía global y regional.
Ironías de la vida, el TLC impulsado por el conservador George W. Bush fue destrabado luego de cinco años por el Congreso, bajo el “progresista” Obama, mostrando que cuando se trata de los intereses imperiales y multinacionales no hay diferencias sustanciales entre los dos partidos estadunidenses.
El presidente Juan Manuel Santos declaró: “es el tratado más importante que hemos firmado en nuestra historia”, aunque va a hundir la producción agropecuaria, como ya sucedió en todos los países que signaron esos acuerdos. Sin embargo, como señala el periodista colombiano Antonio Caballero en su columna titulada “El empalamiento” (Semana, 15/10/ 2011), el tratado es en realidad “un acta de sometimiento” que profundiza el papel de gendarme regional de Colombia.
Estamos ante una clara opción de las elites por el “neoliberalismo armado” que les permite aumentar las ganancias y a la vez bloquear la protesta social. Este modelo, que ya se viene aplicando con éxito en Guatemala y México, y que tiende a desbordarse hacia toda la región, es el régimen político adecuado para promover la “acumulación por desposesión” que analiza David Harvey en El nuevo imperialismo (Akal, 2003), aunque el geógrafo británico no especifica en sus trabajos el tipo de Estado que corresponde a este modo de acumulación.
Colombia ostenta el mayor gasto militar reconocido de forma oficial de la región, que alcanza casi 4 por ciento del PIB, duplicando en porcentaje al de Brasil y casi tres veces mayor que el de Venezuela, aunque otras fuentes lo elevan hasta 6 por ciento. Actualmente, el ejército de Colombia cuenta con 230 mil integrantes, la misma cantidad que el de Brasil, que tiene una superficie siete veces mayor y cuatro veces más población. La desproporción respecto a sus vecinos Ecuador y Venezuela es enorme, aunque los medios se empeñan en mostrar que la verdadera amenaza a la paz regional proviene de Caracas.
Bajo los dos gobiernos de Álvaro Uribe (2002-2010) los campesinos fueron despojados de 6 millones de hectáreas y hubo 3 millones de desplazados. A la política de privatizaciones de su antecesor (telecomunicaciones, banca, petróleo), Santos suma ahora la reprimarización de la economía orientada a la explotación de minerales, gas, carbón, oro y petróleo, y la expansión de la agroexportación de soya, caña de azúcar y palma africana. Una parte de los capitales que “invierten” en esos negocios proviene del paramilitarismo y el narcotráfico, que han unido armas y bienes despojados.
Colombia figura entre los 10 países más desiguales del mundo. Con las reformas laborales, los empresarios ya no pagan ni siquiera las horas extras. La salud y la educación sufren recortes para engrosar el presupuesto de guerra y la privatización quiere avanzar sobre las universidades, pese a la amplia movilización estudiantil. Para eso funciona el “neoliberalismo armado”, hijo pródigo del Plan Colombia, coronado ahora con el TLC.
Hacia adentro, el Plan Colombia es despojo y militarización para frenar la resistencia. Para afuera, convierte al país en la principal plataforma de la política militar del Pentágono. Un estudio del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep) señala que bajo los dos gobiernos de Uribe la movilización social fue la más alta en el pasado medio siglo: casi cuatro veces más conflictos por año que en las décadas de 1960 y 1970, y 50 por ciento más que en la de los 90.
La guerra y la militarización se han disparado precisamente en los departamentos que presentan mayor resistencia social, que son también en los que el avance de los megaproyectos extractivistas es más intenso. La guerra que promueve el Plan Colombia, cuyos beneficios serán trasvasados por el TLC, es para liberar territorios para la acumulación de capital. Vale detenerse en el encadenamiento entre guerra y neoliberalismo, violencia y acumulación, para comprender de qué se trata el modelo, aunque esté adobado por una mediática disputa electoral cada cuatro años y declaraciones contra el narcotráfico y la guerrilla.
Pero el modelo tiende a desbordarse a toda la región. El 27 de setiembre, la Cámara de Diputados de Paraguay votó el estado de excepción durante 60 días en dos departamentos: Concepción y San Pedro, los más pobres, y en los que el movimiento campesino protagonizó algunas de sus más importantes movilizaciones. La excusa es combatir al Ejército del Pueblo Paraguay (EPP), un grupo que según la fiscalía cuenta con 10 integrantes. La medida que habilita la acción de las fuerzas armadas como policía interna ya se había adoptado en 2010 por 30 días en cinco departamentos, sin detener a ningún miembro del EPP.
Abel Irala, del Serpaj, atribuye la militarización al modelo productivo: “El agronegocio necesita avanzar sobre las tierras del narcotráfico, y en ese conflicto la militarización juega en favor de la soya. El campesino que planta mariguana es el último en la escala, y la mujer, cuando lo meten preso, vende ese terreno para sacarlo de la cárcel, y se lo vende a los soyeros”. La Coordinadora de Derechos Humanos denunció que hay 500 militantes sociales procesados, que las torturas son más frecuentes y que la justicia utiliza las figuras de “perturbación de la paz pública”, por realizar marchas que no cortan rutas, y de “sabotaje”, al bloqueo de carreteras, que supone 10 años de prisión.
No es casualidad que sean colombianos los asesores militares de las fuerzas represivas paraguayas. El “neoliberalismo armado”, con o sin TLC, no reconoce fronteras ideológicas y se propone aniquilar o domesticar a los movimientos antisistémicos. En medio de la profunda crisis que vivimos, hay sobradas muestras de que los de arriba apostaron al militarismo duro y puro.
Raúl Zibechi
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