“Estamos ante los dolores de parto de una nueva criatura que lleva gestándose 50 años”, escribe Alfredo Molano Bravo, sociólogo, escritor y uno de los más lúcidos y comprometidos periodistas de Colombia[1]. Sostiene que lo que está sucediendo, las masivas movilizaciones en el campo y las ciudades, “no es otra cosa que las demandas represadas, y reprimidas a balazos, durante muchos años”.

Desde el 19 de agosto el paro agrario nacional que movilizó a miles de campesinos en todo el país confluyó con las demandas de camioneros, cafeteros, pequeños y medianos mineros y de un amplio conjunto de productores de alimentos que atraviesan una profunda crisis que los está forzando a abandonar tierras y cultivos que han sostenido con mucho esfuerzo.

Lo nuevo no es sólo la confluencia de demandas y protestas sino también la articulación de actores a través de la Mesa Agropecuaria y Popular de Interlocución y Acuerdos (MIA). Sectores que habitualmente no tienen vínculos ni relaciones fluidas, fueron capaces de acordar demandas y establecer jornadas de protesta comunes.

La respuesta inicial del gobierno de Juan Manuel Santos fue la represión. Un comunicado de la Cumbre Nacional Agraria, Campesina y Popular destaca que en los últimos meses la represión causó doce muertos, cuatro desaparecidos, 660 casos de violaciones de derechos humanos, 262 detenciones arbitrarias, 485 heridos y 21 por armas de fuego, 52 casos de amenazas y hostigamiento a dirigentes sociales y 51 ataques indiscriminados a la población.

La persistencia de la movilización a lo largo de casi cuatro semanas y la inutilidad de la represión para detenerla, convencieron al presidente de la necesidad de negociar un “Pacto Nacional por el Agro y el Desarrollo Rural” puesto en escena el 12 de setiembre que no incluyó a todos los protagonistas. Antes de dar ese paso, Santos se vio forzado a reestructurar su gabinete, lo que revela la profundidad del impacto que tuvieron las movilizaciones sociales, las mayores que conoció Colombia en varias décadas.

Todos contra el TLC

El periodista viajaba en autobús por la carretera que lleva de Cali hasta Popayán, una inmensa llanura saturada de cultivos de caña. En cierto momento, cuando transitaban por la zona de lomas donde despuntan cultivos campesinos, el bus frena en seco. La descripción de Molano no tiene desperdicio: “Miré por la ventanilla y vi que de las lomas que dan al occidente bajaban saltando cercas cientos de campesinos negros. Gritaban y agitaban largos garrotes”.

Del otro lado de la carretera la escena era similar: “No había salido de mi asombro, cuando vi que del lado opuesto llegaban otros tantos indígenas con la misma actitud, aunque un poco menos nerviosos, seguramente por la práctica que tienen de tomarse la carretera Panamericana. Mezcladas las corrientes, atravesaron los vehículos, les desinflaron las llantas y nos ordenaron a todos los nerviosos y obedientes pasajeros que nos bajáramos porque ´la joda va para largo´”.

La descripción desvela lo impensable. Los negros vienen de regiones mineras “donde se explota el oro con batea desde hace cuatro siglos”, donde unos años atrás les construyeron una hidroeléctrica que les quitó tierras y minas. “Ahora, las retroexcavadoras explotan lechos de quebradas y los paramilitares vuelven a rondar sembrando el terror para que las comunidades terminen por aceptar la entrada de las grandes mineras”.

Los indígenas nasa se volcaron a la carretera en demanda de tierras para sus resguardos (territorios autónomos), por precios para sus productos, exigen créditos y desmontar los monopolios agrícolas, caminos para sacar sus cosechas, la desmilitarización de las regiones y por “libertad de comercio para sus semillas ancestrales”, algo que hoy está penado con cárcel gracias al TLC.

Lo más notable del relato es la mezcla de corrientes, del movimiento indio con el afro, algo que raras veces ha sucedido en este continente, pero que tiene un precedente en esas mismas tierras: en octubre de 2008 la Minga por la Vida (marcha de 20 mil nasa del Cali a Bogotá) coincidió con la huelga de doce mil cortadores de caña, casi todos afrodescendientes. Ahora esa confluencia se multiplicó.

César Pachón, vocero de cultivadores de papa y cebolla de Boyacá, departamento cercano a Bogotá, explica los motivos que los llevaron al paro el 19 de agosto. “Participamos en el paro papero del 7 de mayo. También habíamos hecho uno con los cebolleros, el 16 de noviembre de 2011. Desistimos de los paros anteriores por promesas del gobierno que nunca cumplió. Ahora vamos a resistir”.

Pachón representa a Dignidad papera y Dignidad cebollera de Boyacá. Se trata de 110 mil familias que dependen de cultivos de papa y unas 17 mil de la cebolla. Cuando le preguntan por las causas del paro, no duda: “Los efectos desastrosos de los tratados de libre comercio que aprobaron los dos últimos gobiernos, los altos precios de los insumos que encarecen la producción, la ausencia de una política agropecuaria que proteja a los pequeños y medianos cultivadores frente a la libertad absoluta de importaciones”.

En detalle, explica la ruina de los pequeños productores: “Producir una carga de 100 kilos de papa cuesta 70 a 75 mil pesos. La vendemos a 25 mil. La producción de una carga de cebolla está en 65 mil pesos y se vende a 10 mil. Desde que empezó la política de apertura económica nos ha tocado salir de lo que habíamos conseguido durante toda una vida. Yo vendí la casa y la finca de mi familia y ahora lo único que me queda es un carro ¿Cómo voy a pagar las deudas y comprar los insumos para los cultivos? Y esto que me pasa a mí, nos pasa a todos”.

Luis Gonzaga Cadavid, de Dignidad cafetera del departamento de Caldas, explica que las 36 mil familias cafeteras de la región “están inconformes con las políticas del gobierno y de la Federación Nacional de Cafeteros”, tanto por los precios como por “la manera antidemocrática como se toman las decisiones en el sector”. En febrero iniciaron un paro porque el precio del café cayó más de la mitad.

Tienen cuatro demandas: control de precios e insumos que son monopolizados por cuatro multinacionales; control a la explotación minera en zonas cafeteras ya que la entrega de títulos mineros amenaza su existencia; democratizar la Federación; y flexibilizar el pago de las deudas con la banca.

La confluencia de actores es asombrosa. Cafeteros, paperos, cacaoteros, arroceros, lecheros, cebolleros, frijoleros, productores de cereales y leguminosas, paneleros (fabricantes de azúcar), citricultores, floricultores y cerealeros. Pequeños y medianos productores no representados por las grandes federaciones patronales y agrupados ahora bajo el paraguas de Dignidad Agropecuaria Nacional.

Torcer el rumbo

A ese enorme universo deben sumarse los camioneros y los mineros. El paro minero se había iniciado el 17 de julio con un pliego de nueve condiciones entre las que destacan “el reconocimiento oficial de la minería artesanal pequeña y mediana”, que se defina un nuevo código de minas, el cese de los operativos policiales y militares, el respeto a las comunidades afro e indígenas y congelar la entrega de títulos a las multinacionales mineras.

Después de 48 días de paro y protestas de 58 mil mineros de 18 departamentos, el gobierno y la Confederación Nacional de Mineros de Colombia (Conalminercol) llegaron a un acuerdo que entre otros puntos reconoce “zonas de trabajo para los pequeños y medianos mineros” que se formalizarán a través de una ley que en los hechos les permite “mantener el derecho al trabajo”.

Los camioneros paralizaron unos 250 mil vehículos desde el 19 de agosto para que se respete una tabla de fletes que los propietarios de mercancías pagan por debajo de lo estipulado. Las movilizaciones fueron apoyadas por la Central Única de Trabajadores (CUT), Coordinación Nacional Agraria (CNA), Asociación de Camioneros de Colombia (ACC), Alianza por el Derecho a la Salud (ANSA), Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación, la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE) y Asociación de Trabajadores Hospitalarios, entre otros.

Convocaron un “cacerolazo nacional” en apoyo a los sectores en conflicto y jornadas de protesta para el 11 y 12 de setiembre cuando se realizó la Cumbre Nacional Agraria, Campesina y Popular. En realidad los movimientos comenzaron en febrero con la protesta de 130 mil caficultores, que fue un serio aviso no tenido en cuenta por el gobierno. En junio la protesta de miles de campesinos incendió el Catatumbo (Norte de Santander), zona fronteriza con Venezuela donde rechazan la “erradicación no concertada de cultivos de coca”.

En agosto se produjo la confluencia de todos los sectores que venían elevando sus quejas y demandas sin obtener respuestas. Presionado, el gobierno decidió negociar por separado con cada sector, hizo concesiones, firmó acuerdos y consiguió que se despejaran las rutas del país. No será fácil que cumpla, como lo saben los caficultores que vieron sus acuerdos incumplidos desde marzo pasado.

Héctor Mondragón, economista y asesor de movimientos campesinos e indígenas, establece cinco razones para comprender la crisis que azota a la economía agropecuaria y que está en la base de la actual oleada de protestas. La primera es el TLC con Estados Unidos que permite la importación de productos agrícolas subsidiados, establece normas de propiedad intelectual injustas que “atacan el derecho del agricultor productor a reproducir sus semillas”.

En Colombia y en el mundo está circulando un documental titulado “9.70”, de la realizadora Victoria Solano, donde analiza la resolución 970 aprobada en la firma del TLC en el que se impide a los campesinos reservar parte de su cosecha para la próxima siembra. En base a esa resolución en el municipio arrocero Campoalegre, departamento de Huila, se incautaron y destruyeron toneladas de arroz.

El segundo problema para Mondragón es “la destrucción de la institucionalidad agropecuaria” ya que Colombia necesita “una poderosa institución de crédito agropecuario” de carácter estatal para planificar el mercado agropecuario, garantizar precios mínimos y evitar que los campesinos se endeuden pagando altos intereses.

Por último destaca el acaparamiento de la tierra. “Más de 16 millones de hectáreas aptas para la agricultura están desperdiciadas en manos de grandes propietarios, ocasionando que Colombia tenga los precios más altos de la tierra e toda América Latina”, señala Mondragón. Más grave aún es que la guerra provocó “un acelerado proceso de despojo o traspaso de tierras ya cultivadas por los campesinos”.

Los derechos del campesinado

Desde 1990 en que se produjo la apertura económica, la producción de maíz cayó de 700 mil a 200 mil hectáreas; el trigo de 60 a sólo cinco mil; el arroz de riego de 330 mil a 140 mil hectáreas; desde 2010 la papa cayó de 150 a 90 mil hectáreas y el frijol se redujo a la mitad[10]. Nadie puede dudar de la profunda crisis que afecta a las familias campesinas.

Sin embargo, el nudo del problema agraria está en otro lugar. El pliego de demandas del paro campesino, sector que representa el 32% de la población del país, señala en su punto tercero: “Exigimos reconocimiento a la territorialidad campesina, de afrodescendientes e indígenas”. Exigen, por tanto, “la delimitación y constitución inmediata de las Zonas de Reserva Campesina (ZRC)”.

Las ZRC fueron creadas en 1994 a través de la ley 160 que promueve “la regulación, limitación y ordenamiento de la propiedad rural, la eliminación de su concentración y el acaparamiento de tierras baldías, así como fomentar la pequeña propiedad campesina y prevenir la descomposición de la economía campesina del colono”[12]. En suma, la ley buscaba defender al campesino frente a la voracidad de los terratenientes.

Hasta el momento se han creado seis ZRC, en zonas que se encuentran “en los límites de la frontera agropecuaria, en regiones altamente afectadas por la dinámica de la confrontación armada y ausentes de la presencia estatal”. La mayoría fue solicitada de forma directa por procesos de organización campesina, como alternativa a la dinámica de violencia. Desde la llegada de Álvaro Uribe al gobierno, en 2002, la creación de esas zonas fue bloqueada.

Aunque la legalidad juega a favor de los campesinos, las ZRC son “vilipendiadas por los militares, terratenientes y gamonales”, como señala Alfredo Molano. Es, entonces, un problema político, de poder, de relación de fuerzas. Por eso la Declaración Política de la Cumbre nacional, Agraria, Campesina y Popular reunida el 12 de setiembre en la Universidad Nacional en Bogotá, señala: “Luchamos por el reconocimiento político del campesinado”.

Se trata de inversión social en la población rural y, en paralelo, de garantías reales para el ejercicio de sus derechos políticos. Un reciente estudio del Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), uno de los más prestigiosos centros de estudios del país, coincide en que el Estado tiene una “deuda histórica” con los campesinos y que “ha fracasado en asegurar un satisfactorio reconocimiento político del campesinado”.

Es el sector que ha sufrido los más altos niveles de victimización y violación de los derechos humanos en las cinco décadas de guerra. El CINEP incluye entre los campesinos a pueblos indígenas, comunidades negras, mujeres y jóvenes rurales quienes padecen “desvalorización y déficit en la representación política antigua y estructural.”

A ellos se suman las víctimas del conflicto armado, los desplazados, y los nuevos afectados por el TLC, pequeños y medianos propietarios. Un reciente informe de Human Rights Watch señala que el conflicto armado “ha forzado a más de 4,8 millones de colombianos a abandonar sus hogares”, siendo el país con más desplazados del mundo, que se han visto forzados a abandonar seis millones de hectáreas que fueron usurpadas por terratenientes.

Con estas tremendas asimetrías de poder y representación en el Estado, se cerró el primer capítulo de lo que podemos llamar como el retorno triunfal del campesinado. El 12 de setiembre miles de delegados asistieron a la Cumbre Agraria. El mismo día el gobierno convocó el Pacto Nacional por el Agro y el Desarrollo Rural, dominada por la presencia de la Sociedad de Agricultores Colombianos (SAC) que propone la agricultura a gran escala y está muy lejos de las necesidades campesinas.

La mayoría de los grupos campesinos no asistieron o se retiraron de la reunión, entre otras cosas porque, como dijo un papicultor de Boyacá, el gobierno insiste en no modificar el TLC. Mientras el gobierno cosechó algunos éxitos a corto plazo, al negociar por separado con los diversos sectores y desactivar así la protesta, los campesinos pueden considerarse los grandes vencedores de este pulso.

Colocaron sus demandas en lugar destacado de la agenda política y gestaron la primera crisis de gobierno en décadas. Buena parte de la población entendió que está en juego la soberanía alimentaria y que el TLC la vulnera. Establecieron una potente confluencia entre los principales actores rurales, movilizándose de forma pacífica, sin crear un aparato que los hegemonice desde arriba. Su voz estará en las negociaciones de La Habana aunque ellos no formen parte de la cita.

Raúl Zibechi es analista internacional del semanario Brecha de Montevideo, docente e investigador sobre movimientos sociales en la Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor a varios grupos sociales. Escribe cada mes para el Programa de las Américas

 

(www.cipamericas.org)
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