Hace años el Oriente Antioqueño vivió una de las guerras más cruentas en su historia, guerra que desplazó a miles de campesinos a ciudades y poblados urbanos, y dejó a centenares de personas humildes muertas y, aún, desaparecidas. Ahora que algunas familias han retornado a sus pequeñas parcelas para retomar sus vidas y alimentarse de la tierra, se ven obligados a sobrevivir a una nueva guerra, ya más silenciosa.
Primero el decreto que reglamentó la producción de la panela, luego la norma que reglamentó la producción y comercialización de la leche, y otra más frente al sacrifico de animales. Tras estas normas, las instituciones del Estado como el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (INVIMA), y el Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, han impuesto la idea de una producción limpia y un manejo empresarial de los productos del campo, medidas afines a las condiciones que imponen los tratados de libre comercio.
La última de estas políticas es la resolución 970, proferida por el ICA el 10 de marzo de 2010, con la cual se pretende controlar y vigilar todo el mercado de las semillas nativas, más conocidas como semillas criollas. Ese control se hace a través de la imposición de una serie de requisitos que debe cumplir el comercializador y el productor, y no sólo obliga a los grandes, sino también los pequeños productores, quienes en su mayoría siembran para su consumo familiar.
Esta resolución controlará cualquier forma de obtención de la semilla: la producción, la venta, el almacenamiento, incluso el intercambio y la donación. La razón es que la semilla ahora debe ser seleccionada y certificada por el Instituto. Es decir, esas semillas que tradicionalmente nos dio de comer a campesinos y urbanos y que tiene “gorditos” a muchos funcionarios del gobierno, tiene que pasar por procedimientos injustificados que determinarían la calidad o no de las semillas.
Para empezar, el campesino debe sacar un registro donde especifique cuál es la semilla que produce y cuál es el lote que utiliza para dichas siembras. En este momento los campesinos tramitan una cédula panelera, porque les dijeron que sin ella no podrían comercializarla, teniendo en cuenta que en los municipios de Granada, Cocorná, San Luis y San Carlos la mayoría viven de la panela, todos están afanados por obtener dicho certificado así como también desde hace tiempo la mayoría tienen la cédula cafetera. A estas dos cédulas se les suma ahora el certificado de las semillas.
Pero eso apenas es el principio. Resulta que hay personas y empresas dedicadas a patentar semillas a través de una figura denominada “derechos de obtentor”. Los campesinos que deseen sembrar esas semillas, con inventor propio, deberán ser autorizados por ese nuevo creador para poder sembrarla. El campesinado que por tantas generaciones ha sembrado semillas, tendrá que pagar el descubrimiento que se registró hace tan sólo un tiempo.
De la misma manera, cada campesino tendrá que pedir autorización al ICA antes de cada siembra para poder hacerlo. El ICA determinará dónde hacerlo, con qué técnicas, qué cantidad, etc. Pero muy acertadamente decía un campesino de San Luis “más estamos nosotros pa´ enseñarles a ellos”. Por cierto, si después de todo esto el campesino quiere volver a sembrar la misma semilla, no puede apartar de la cosecha las mejores para sembrarlas, deberán repetir todo el procedimiento ante el ICA. “Para qué títulos de propiedad de tierras, si otros deciden qué voy a sembrar”, decía una campesina de Granada.
Estas semillas, en aras de alcanzar calidad y, por ende, certificación, pueden ser creadas en probetas, manipuladas genéticamente en laboratorios y hasta mutadas con genética animal para que puedan sobrevivir a las enfermedades naturales de las plantas. Precisamente por esas condiciones, requieren para el proceso de desarrollo de sus propios abonos, de modo que el paquete se venderá completo al mejor estilo de un “combo: lleve su semilla certificada y el abono que le funciona”. Así las cosas, ¿de qué producción limpia nos están hablando?
Estas razones nos han llevado a comprender que esta guerra no es militar, es política, social y muy silenciosa. A través de decretos y resoluciones que reglamentan exigentemente la actividad productiva de los campesinos, y sin darles más opciones para que subsistan, el campo podría despoblarse nuevamente si a los campesinos se les despoja de su autonomía y de la posibilidad de vivir de la tierra. ¿Qué les queda?
No es un secreto la riqueza hídrica que representa el Oriente Antioqueño para el departamento y para el país; tampoco lo son los 12 grandes proyectos hidroeléctricos y alrededor de 45 proyectos de microcentrales, más los de minería, que vienen proyectando muchas empresas de ingenieros y multinacionales del gran capital. Esto, que es otro riesgo de despojo y desplazamiento para los campesinos, presumiblemente es la causa por la cual cada día la legislación sofoca al campesino y lo obliga a dejar el campo, ya que el campo ahora no es viable para los usos tradicionales y la relación milenaria que se ha tenido con la tierra.
Las comunidades campesinas también tendrán que resistir a estas políticas de despojo, el campo es su único hábitat y es la tierra su alimento. La resistencia está en mantener esos circuitos de comercialización que con sus costumbres han mantenido y la certificación y garantía de la calidad de las semillas será social. Habrá que constituir bancos de semillas para no dejar desaparecer las semillas nativas, y deberá ser público el rechazo a esta resolución, ya que en nada beneficia a los pequeños y medianos productores.
[ Fuente: Corporación Jurídica Libertad ] [ Autor: Comunicaciones CJL ]
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