Mientras que se sube, se ven esas fuertes murallas naturales que a la lejanía son cordillera azul. Llueve. Hay que subir las ventanillas, en este caso con un sofisticado forro de plástico el cual se desprende al sacar del calvo la tira que los sostiene. Para la lluvia. Se recoge la ventanilla. Ya ante nuestros ojos se desprende todo un paisaje de ensueño, con la Caridad de un día después de ser bañado por las aguas lluvias, el valle se ve nítido.
Comprendo ahora una vaga sensación que los españoles sintieron al ver terminar abruptamente la montaña y desplegarse un amplio valle. Y luego matar sanguinariamente a nuestros antepasados, y los que no, enviándolos hacia el interior de la cordillera, como al lugar que nos adentramos. Sube y sube. Sin embargo vamos hacia la parte baja dicen las diestras del camino, las que me guiaban. Llega el crepúsculo, ese momento en el cual los matices del sol en el espacio lo hacen de mil tonalidades, los reflejos del astro se refuerzan en los espejos de agua que se notan en el valle. Para la chiva. Se baja unas mujeres con sus bulticos de más de 20 kilos. Sigue. Para. Llegamos a un particular lugar donde se exhiben panecillos, helados de coco conocidos en mí tierra como cremas, paqueticos de empanadas de dos mil viene y manos por las ventanillas con dinero van. Continuamos. Para de nuevo. El conductor desaparece. Entra la noche. No llegan los pasajeros que esperamos. La temperatura baja, comienza a titilar la noche con sus estrellas. Continuamos y llegamos al lugar de encuentro. Pasan ocho días.
Amanecen los días con el canto del viento, con los murmullos de los pájaros, y ahora comprendo porque baja la neblina, ronda el oso, se debe proteger de ser visto. Pero con esta explicación se suma la neblina que baja de nuevo al valle para seguir con el camino del agua, menos condensado y convertido en bruma cerrando un ciclo vital para las montañas y los humanos. Termina la estadía de Escuela. La chiva aguarda. De nuevo la chiva baja llenita hasta el tope. Desde los asientos preferenciales en la capota, y con la plena luz del día, lo ve uno todo, lo siente, ya huelo, ya palpo, ya saboreo. Desde lejos el camino se ve estrecho para el grosor de la chiva, pero queda demostrado que hasta dos chivas hacen equilibrio por este camino tipo cuerda floja. Amapola, ummm, dicen que es la mata que mata, igual es hermosa con su fuerte rojo carmesí.
Siento el viento, soy libre en un instante que me dejo atrapado por el fragor del viento. Se siente tranquilo, aunque el terreno es hot. Y sin pensarlo ya no huele a indio, ya no huele a Andes, y por magia ha cincuenta metros antes, siento que todo a cambiado; no lo veo. Y luego llegamos a Quilichao donde de nuevo pierdo el olfato.
Sebastian Sanchez
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