Corría el cuarto día de la primera sesión de la Escuela de Comunicación Comunitaria a cargo del Tejido de Comunicación de la ACIN (Asociación de Cabildos Indígenas del Norte – Cauca). Los combates entre insurgencia y ejército llevaban ya varios días y constantemente escuchábamos el sobrevuelo de helicópteros del ejército, además de bombazos y ráfagas de fusil.

 

Pero ese día fue un tanto distinto, en horas de la mañana me percaté de la presencia de un sacerdote, pequeño de estatura, cabello  blanco, y acento extranjero. Al curita ya lo había visto un par de años antes en una charla a cerca de la teología de la liberación que tuvo lugar en la Universidad  Nacional de Bogotá.

El padrecito se llama Antonio Bonanomi, y es de origen italiano. Desde hace más de dos décadas ha acompañado (evangelizado) los procesos sociales de las poblaciones indígenas, campesinas y afrodescendientes del Norte del Cauca. Podría hacer una nota más larga acerca del curita, la evangelización, la teología de la liberación  o cualquier cosa más, pero en esta ocasión no me centraré en él ni su religión.

Luego de una primera charla con un señor calvito que hablaba mucho, que de hecho venía hablando bastante desde el día anterior y que a mi parecer estaba como en el sitio equivocado, pues decía conceptos y utilizaba lenguaje académico para un auditorio en el que el grueso de los asistentes eran indígenas y muy pocos  de ellos entendían las muchas palabras que emanaban de la boca del “académico” uniandino. Además el señor se ponía bravo cuando alguno lo contradecía en sus teorías y conceptualizaciones a cerca de la comunicación. Una vez terminada la charla con el susodicho profesor, se presentaron ante el auditorio  el curita Antonio  y otro más alto pero también extranjero de quien no recuerdo el nombre, así pues dieron inicio a una misa que celebrarían en el mismo salón donde estábamos compartiendo conocimientos. Pero como a mi la verdad el Cristianismo me causa un cierto grado de aversión en todas sus variantes, vertientes o sectas. Decidí salirme del recinto (no fui el único por cierto) y meterme en la carpa.

Conmigo entraron otras personas a esa pequeñita “vivienda” para dos, en un momentico éramos 4 o 5, el calor era sofocante, el día era, a diferencia de la mayoría de los que estuve allí, soleado y, el cielo despejado.  Con quienes nos metimos a la carpa empezamos a hablar y a escuchar, nuestros sentidos se habían aguzado en la medida que nuestro estado de conciencia era paulatinamente alterado.

Las cosas se pusieron interesantes cuando el curita daba el sermón. A diferencia de lo que uno, estudiante, medio ateo, más bien contrario al Cristianismo, entre otras, podría o estaría acostumbrado a oír de los ministros de la Iglesia. El padrecito hablaba a cerca de la tierra, de la lucha por los derechos, la autonomía de los pueblos, entre otras cosas poco comunes entre los discursos de la Iglesia.

Pero lo mejor no fue eso, el momento más, como podría decirlo, contrastante tal vez, fue una vez terminado el sermón, el cura y el resto de los asistentes empezaron a entonar el himno del pueblo Nasa, ese que dice “… indígenas, campesinos, llevamos sangre Páez, de Álvaro y de Benjamín, de la Gaitana y Quintín…” y mientras sonaban con gran sentimiento los acordes y las voces, repetidamente sonaban también los bombazos, las ráfagas y los helicópteros que a unos cientos de metros de donde nos encontrábamos, daban fe de la rudeza de los combates y del conflicto armado que ha estado presente de forma constante en el territorio norcaucano. Donde se evidencian las tensiones que se viven en torno a la tierra, los “recursos” naturales, los monocultivos, la minería, las empresas transnacionales, los alzados en armas, los que se alzan contra los alzados y los alzados en bastones de mando.

Nota: El nombre del sitio en donde me encontraba. Vereda Guavito, Resguardo López Adentro, en la carretera que de Caloto conduce a Corinto, en el norte del departamento del Cauca, Suroccidente colombiano.