Con la presentación en Cali de lo que será la política de seguridad ciudadana, el Gobierno de Juan Manuel Santos pretende frenar el azaroso ambiente de inseguridad que se vive en varias ciudades del país.

 

Y piensa que lo logrará reformando los códigos de procedimiento penal, de la infancia y la adolescencia, entre otros, sin enfrentar las circunstancias económicas, sociales y culturales que han permitido la exclusión de millones de colombianos abocados a sobrevivir en las periferias de las ciudades.

 

Con lo que será en el futuro el Estatuto de seguridad ciudadana, el gobierno de Santos pretende responder, desde la acción punitiva, los efectos sociales de un modelo económico que ha logrado someter al Estado y la vida de los ciudadanos a la lógica del mercado, obligando al primero a abandonar sus naturales responsabilidades, para entregárselas a una iniciativa privada, insolidaria y en ocasiones mezquina; en cuanto a los segundos, ese mismo modelo económico neoliberal ha convertido a los ciudadanos en sujetos que sobreviven cada vez más en condiciones de lenta pauperización, garantizando ciudadanos temerosos de asumir posturas críticas y de generar conciencia colectiva para enfrentar las políticas económicas y de exigirle al Estado que cumpla con sus obligaciones.

Un mismo modelo económico que ha permitido que la riqueza se concentre en unos pocos y que las condiciones de inequidad se extiendan a millones de colombianos que aspiran a mejorar sus propias condiciones de vida. Será, sin duda, una política de represión sin que el Estado colombiano haya logrado vencer obstáculos históricos como el no tener para sí el monopolio de las armas, el no ser un referente moral y ético-político suficiente para guiar los procesos de socialización al interior de la nación. Se trata de un Estado históricamente ilegítimo, que apela a acciones de fuerza para ocultar la manera irresponsable como ha manejado asuntos públicos sensibles en pro de asegurar una vida digna y cuidar los bienes y la honra de sus asociados.

En varios medios masivos se destacan estas palabras expresadas por Santos en el lanzamiento de dicho proyecto de política: “…muchas veces se nos olvida hablar de los valores, pero nos corresponde a nosotros, a los padres y madres de familia, transmitir unas sólidas bases morales para que nuestros hijos crezcan con principios éticos. La honestidad, la integridad, la no apelación a la violencia para resolver conflictos, son valores que se aprenden en casa”.1

Y en dónde queda el papel y la responsabilidad que tiene el Estado para convertirse en ese bastión moral y ético-político sobre el cual se sostengan los procesos de socialización. ¿Qué responsabilidad tienen las élites, las mismas que representa Santos, en el crecimiento de la pobreza y de ese caldo cultivo para la violencia y el malestar social en el que se han convertido los cordones de miseria, tanto en el campo y las ciudades? Claro que también le caben responsabilidades a los ciudadanos, a la escuela y a otras instituciones o actores sociales de la sociedad civil y por supuesto, a los propios medios de comunicación y a la industria cultural.

Combatir la delincuencia en las ciudades, con la permanencia de problemas y asuntos estructurales como el narcotráfico, el mismo conflicto armado interno, la pobreza, el desempleo, así como los modelos económico y político, abiertamente excluyentes y violentos; y sin cumplir aún con exigencias claves del Estado moderno, como el monopolio legítimo de la fuerza, no pasará de ser un ejercicio en el que un Gobierno de Santos se exhibe, con el  concurso de los medios masivos, como un abanderado de la seguridad ciudadana, sin revisar e intentar cambiar circunstancias multifactoriales que han permitido construir una sociedad violenta, insolidaria y con bajos o escasos referentes de respeto a la dignidad y a la vida humana.

He aquí algunos subtemas que hacen parte de dicha política ciudadana sobre los cuales se espera un alto y largo ejercicio reflexivo por parte del Congreso de la República, en aras de concebir un estatuto de seguridad que no afronte de manera coyuntural asuntos problemáticos que requieren más que la acción policiva y represiva del Estado.

Son estos: pocas veces se tienen en cuenta las condiciones laborales y salariales de los policías, que a diario deben enfrentar la delincuencia. Que agentes, suboficiales y oficiales se vean involucrados en atracos a bancos, y en general en actividades ilícitas, debería de servir para mirar el asunto salarial, las condiciones de vida y hasta los criterios para el reclutamiento de los futuros policías.

Otro subtema que resulta desde ya preocupante tiene que ver con la posibilidad de que alcaldes y gobernadores reciban donaciones de particulares para garantizar la seguridad en las urbes. Ello podría degenerar en el patrocinio de grupos de seguridad privada que servirán no sólo a quienes donarían el dinero, sino para quienes puedan pagar por el servicio que particulares, con la anuencia del Estado regional o municipal, ofrecerían a futuro.

Nuevamente, estaría el Estado entregando a particulares responsabilidades naturales que no puede delegar.

Hay que celebrar que el gobierno de Santos decidió abolir de la propuesta de estatuto de seguridad ciudadana, el delito de apología al terrorismo, que no era más que una peligrosa ventana que abriría la oportunidad para perseguir a opositores, críticos, libre pensadores y a la propia prensa. En hora buena decidieron borrar semejante artificio jurídico-político. Hay que esperar que las fuerzas políticas de derecha, con asiento en el Congreso, no  revivan ese ‘nuevo’ delito.

Por Germán Ayala Osorio, comunicador social y politólogo