Ganar un premio Noel es morir un poco: se agotan las cumbres por conquistar y se adquiere esa aura de perfección beatífica que sólo se les reconoce a los finados.
Criticar a un Nobel es tan políticamente incorrecto como hablar mal de un muerto. Y el galardonado padece la muerte lenta de ver su obra convertida en lectura de moda para adular —aquellas cosas que “debes leer” en vacaciones o mencionar en un coctel—.
Afortunadamente, el merecido premio literario a Vargas Llosa puede ser la excepción. Porque el autor peruano siempre ha entendido la escritura como una invitación a la crítica, a esa discusión abierta que florece sólo en las democracias que ha defendido toda la vida.
Pues bien: uno de los debates centrales de la obra reciente del peruano tiene que ver con los pueblos indígenas. Su última novela, El sueño del celta, reconstruye las atrocidades cometidas contra los indígenas amazónicos de Colombia y Perú. Y en su discurso del Nobel en Estocolmo sostuvo que “desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza”.
Atrocidades, oprobio, vergüenza: temas improbables para una lectura de playa. Por eso, antes de que la discusión naufrague en la lectura pop, vale la pena plantear algunas preguntas incómodas.
Por ejemplo, ¿qué ha sido de los huitotos y los demás indígenas que, como se cuenta en El sueño del celta, fueron asesinados, esclavizados, mutilados, violados, despojados y marcados como ganado por los cultivadores de caucho en el Putumayo hace un siglo? Hoy se sabe que el genocidio fue tal que, entre 1900 y 1912, la población nativa pasó de más de 50.000 a cerca de 8.000.
Lo que pocos saben es que los huitotos están hoy tan amenazados y desamparados como entonces. El riesgo ya no es el caucho, sino la coca, el boom minero y otras economías que han atraído a colonos, grupos armados y empresarios que están detrás de las tierras nativas. Por eso son uno de los 34 pueblos en riesgo para los que la Corte Constitucional pidió protección especial en 2009. Por eso su población no supera la que dejaron los caucheros, y hoy es diezmada por los desplazamientos forzados a Leticia, Florencia o Villavicencio. Y por eso siguen esperando respuestas estatales concretas a la orden de la Corte, o al plan de vida que presentaron al Gobierno hace unos años.
Así que los lectores que se horroricen con lo que Roger Casement, el celta de la novela, vio en Putumayo, tendrían que horrorizarse con lo que encontrarían hoy allí mismo, o con la situación de más del 60% de los pueblos indígenas colombianos que, según la ONIC, están en riesgo de extinción por la misma combinación de violencia, desplazamiento, minería y otros proyectos económicos que avanzan sin consultas adecuadas con los pueblos.
El problema es que hay un abismo entre la indignación sobre los errores pasados y la disposición para no repetirlos. Aquí es justamente donde se equivoca Vargas Llosa. Con la misma elocuencia que ha narrado los abusos históricos, ha criticado al movimiento indígena por oponerse a la explotación comercial de sus territorios. El año pasado se vino lanza en ristre contra los indígenas peruanos por detener la legislación que abría la Amazonia de su país a la minería. Y en 2003 pronunció aquel infortunado discurso en Bogotá, en el que comparó al movimiento indígena con colectivismos terroristas, basados en el “espíritu de la tribu”, que parecen “un anacronismo más bien ridículo” y obstaculizan “el desarrollo, la civilización y la modernidad”.
Así que la “emancipación” de la que habla el escribidor no es la que decidan los indígenas, sino la única que estima posible: la economía de mercado y la “civilización”. Lo mismo decían los caucheros que cazaban indígenas en el Putumayo.
Por: César Rodríguez Garavito
* Miembro fundador de DeJuSticia (www.dejusticia.org)
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