De no extirpar de raíz las mafias de terratenientes, ley de víctimas nacerá con una pata quebrada.

“Donde ponemos el dedo sale pus”. Con esa brutal afirmación, el Superintendente de Notariado y Registro, Jorge Enrique Vélez, le describió al presidente Juan Manuel Santos el estado de las investigaciones sobre 10 de las 192 oficinas de registro en el país. De acuerdo con esta entidad -a cargo de la guarda de la fe pública-, notarios, funcionarios del Incoder y registradores, en asocio con terratenientes, habrían usurpado unas 150.000 hectáreas de terrenos del Estado y de campesinos.

Este saldo es apenas el banderazo de un desbordado saqueo que ha durado décadas y que ha empleado a las mismas agencias estatales para legalizarse. La revisión inicial solo cubrió unas áreas críticas, como el Carmen de Bolívar, los Montes de María, el Urabá antioqueño, municipios del Meta, Caquetá, Chocó y Norte de Santander. Pero la podredumbre descubierta es de tal magnitud, que el Gobierno anunció que incluirá a la Superintendencia de Notariado y Registro dentro de las entidades por intervenir, en uso de las facultades a punto de ser aprobadas en el Congreso.

Los mecanismos de la corrupción identificados por estas pesquisas son de variada índole. Al tradicional y violento despojo de terrenos dentro de la dinámica del conflicto interno se suman esquemas de complicidad entre empresarios y funcionarios públicos para asaltar predios de propiedad estatal o adjudicar irregularmente terrenos que gozan de protección legal o simplemente regalar baldíos a particulares para su millonaria reventa. En palabras del superintendente Vélez, “la mayor víctima de robos de tierras es el Estado”.

Ad portas de la fase final del debate de la ley de víctimas en el Legislativo, es bienvenido el anuncio de reforma del aparato estatal de vigilancia al servicio de Notariado y de Instrumentos Públicos. Para el éxito de la ambiciosa tarea del capítulo de tierras que incluye esta iniciativa parlamentaria, es indispensable contar con una estructura depurada capaz de ‘dar fe’ de la propiedad de millones de predios en Colombia.

Su captura por intereses mafiosos o su sometimiento a punta de intimidaciones debilitaría uno de los pilares de la restitución a los miles de despojados: los fallos de los jueces agrarios.

La discusión sobre esta intervención no debe centrarse en el trivial argumento de que no todos los 872 notarios, los 192 registradores y el Incoder están involucrados en actos de corrupción. Tal aseveración no amerita la mínima consideración. Lo que es inocultable es que en el traspaso ilícito de cientos de miles de hectáreas algunos funcionarios estatales emplearon su poder para beneficiarse o enriquecer a otros.

El siguiente paso es la identificación, la destitución y el procesamiento de los responsables de estas graves irregularidades. Solo poniendo nombre propio y apellido se evitará que un falso espíritu de cuerpo enrarezca las pesquisas. Estas investigaciones internas de la Supernotariado deben, asimismo, desembocar en acciones judiciales contra los empresarios que se apropiaron, mediante estos oscuros vericuetos, de baldíos. Son tan ladrones como quienes los ayudaron con las escrituras.

Si en las restantes 182 oficinas de registro sale tanto pus como en las diez primeras, la Casa de Nariño está ante un masivo e impostergable ejercicio de depuración administrativa. No es suficiente el diseño futuro de una Superintendencia más transparente si no se atacan de raíz los ‘cartelitos’ de robatierras, ya enquistados y funcionando en la actual estructura.

De no extirparlos, serán otra amenaza adicional a la de los grupos armados contra la necesaria aplicación de la ley de víctimas.

 

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