Al sur del país de Colombia se encuentra el municipio de Toribio, un territorio montañoso, un lugar privilegiado, donde  los climas se sobreponen en las montañas.  En donde el agua fresca no falta. Aquí nacen los ríos que  descienden para crear  valles fértiles. Además en este territorio se encuentran los páramos, lugares sagrados donde la estrella y la laguna se juntaron para dar origen a los indígenas Nasa, dicen los mayores.

Ha sido también un territorio reconocido hace varios años por su proceso de resistencia pacífica y por tener el mejor plan de desarrollo del país (por Planeación Nacional en el año de 2002). Aunque su gente lucha para tener sus victorias, se ven envueltos en el dolor que deja un conflicto armado que no da tregua en el país, una guerra que aplasta a los humildes y que frustra los sueños de una comunidad civil.

La lucha permanente de este pueblo por la vida y por la dignidad es nuevamente irrespetada por los grupos armados.

Ataque al casco urbano de Toribío

Después de tener una semana muy soleada con vientos que anunciaban que se acercaba el tiempo de quitar  el monte para sembrar el frijol y el maíz (costumbre de cada año de los indígenas de Toribio), llegó el sábado 9 de Julio, un día muy frío y oscuro, amenazaba con llover. Un frío que en menos de tres horas se convirtió en calor, dolor, rabia y desesperanza.  Un calor que no era del sol, un dolor incurable, una rabia por no poder evitar este horror  y una desesperanza  que se hacía cada vez más fuerte con los ruidos de la pólvora que retumbaban a cada segundo en los tímpanos  de mucha gente.

“Parecía el fin del mundo, las bombas explotaban en los techos de las casa, la gente corría y  gritaba” cuenta una de sus habitantes.  Han pasado ya ocho días del fuerte ataque a Toribío, sin embargo la gente sigue con mucho miedo y zozobra.  Temen que los combates continúen debido al  aumento del pie de fuerza en sus alrededores y al despliegue rápido de militares para la construcción del batallón de alta montaña en Tacueyó.

Ángela es una joven del casco urbano de Toribio, vivía con su esposo y sus dos hijos antes del ataque de la guerrilla, alquilando una casa. Su esposo se gana la vida en su negocio de cerrajería.  Los dos habían hecho un crédito en el banco para dotar la vivienda. Había que levantarse la plata mensual del crédito, del arrendo, de la comida  y del estudio de sus hijos. Para ella era necesario buscar trabajo, aunque se capacitó en Educación Preescolar no había  podido encontrar  empleo, por eso puso un local de fotocopias en su vivienda.

Por eso como todos los sábados, día de mercado en Toribio,  Ángela se levantó muy temprano para ir a la plaza, debía comprar las verduras rápido, pues  antes de las ocho de la mañana debía estar en su casa para abrir el negocio de fotocopias.

“Me levante deprimida con ganas de llorar pero no sabía por qué, fui al mercado y sentí que el pueblo estaba muy solo (…) como apagado, el clima estaba muy frio. Compre todo rápido y regresé a mi casa, a las 8:15 de la mañana. Seguí con un mal presentimiento, recuerdo que sólo una persona llegó a sacar una fotocopia.  Cuando estaba en la cocina escuché unos  disparos, pensé que era algo pasajero, sin embargo me pasé a la sala de la casa, después escuche la explosión y entré  en crisis (…) llevé mis manos a la cara, estaba sangrando, me puse a llorar de pensar que mucha gente como yo estaba en las mismas condiciones. Me llevaron a la casa más cercana para buscar refugio. Allí estaban muchos niños, lloraban y me preguntaban si a ellos también les iba a pasar lo mismo. Otros me preguntaban por su mamá, hacían muchas preguntas juntas. Llegó un señor del cabildo y me dijo que confiara en él, que me llevaría al hospital. Me llevó rápido en moto, cuando llegamos a la IPS fue muy desgarrador, habían muchos niños, mayores y jóvenes heridos (…) pregunte si habían muertos y me hicieron seguir a un cuarto, allí estaba mi amigo más allegado,  me descompense (…)”

El techo de la casa donde vivía Ángela se daño, lo que allí había no quedo sirviendo. Hoy ella y sus esposo duermen donde les coge la noche. A sus hijos tuvieron que sacarlos del pueblo.  La comida se la rebuscan. Los pocos familiares que tienen se encuentran en las mismas condiciones.  “Me pregunto siempre ¿por qué a nosotros? si somos gente buena, si Toribío tiene cosas y costumbres muy bonitas. Mi familia ha ido partiendo  a otros lugares debido a las tomas guerrilleras.  Pero yo no tengo fuerzas para irme de mi pueblo, aquí me quedo”. argumenta con un nudo en la garganta.
Doña Filomena, es nativa de Toribío, a sus 72 años le ha tocado presenciar los 14 ataques de la guerrilla.  Apenas hacía 15 días que acababa de arreglar la fachada de su casa, pero el ataque del sábado en segundos le desmoronó la mayor parte de su vivienda.  Cada ataque de la guerrilla le representa una suma de dinero. Ahora debe conseguirse $ 600.000 como mínimo para arreglar el techo de las dos únicas piezas que no fueron destruidas totalmente. Por ahora cubre el techo de su casa con un plástico. “El sábado me encontraba en la plaza cuando empezó eso tan horrible, me olvidé de mi canasto y pensé en mis nietos que se habían quedado dormidos (…) salía humo (…) han sido los peores ataques que ha sufrido el pueblo, no hubo tiempo de nada (…) no tengo palabras para seguir hablando (…)”

Doña Filomena pasa las noches donde un cuñado, al amanecer regresa a su destruida residencia para pasar el día  junto a su hija que también quedo en la calle. Recuerda con tristeza sus pertenencias y no quiere abandonar su vivienda.


El pueblo de Toribío, se repone del ataque

Acostumbrados a levantarse de los escombros, el pueblo de Toribío une sus manos para arreglar su municipio. A ritmo de sayas los jóvenes cubren con plástico el techo del centro Juvenil. Chistes y bromas  son los que salen de los labios de mayores mientras  recogen los vidrios y los escombros de  la sede del Proyecto Nasa.

Mientras tanto Ángela se recupera de la herida en la frente y busca un cuarto para vivir con su familia y Doña Filomena, con alegría recibe la visita de su hermano. Ambas reflejan ilusiones en medio del dolor. Como dijo un joven indígena, Diego Esneider Dagua, “a nosotros podrán atacar y destruirnos las cosas pero no nos quitarán la sonrisa, ni arrancarán nuestras raíces de resistencia y mucho menos acabarán con la esperanza”.

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