Cultivaba papa, ulluco, maíz. Un día, antes de mediodía se lo llevaron los soldados de la plaza de su pueblo para el cuartel, tal como se hacía en las guerras civiles del siglo XIX.

No lo amarraron, pero lo empujaron en un camión. Aprendió a obedecer como un autómata y luego lo mandaron a combatir la guerrilla en el Tolima, lejos de su casa. Combatió. Salió con libreta de primera y con un tartamudeo que obligaba a su interlocutor a completar la frase. Trató de entrar al Sena, quería ser carpintero, o plomero, o zapatero. No pudo. Buscó trabajo para repartir pizza, pero necesitaba bicicleta; buscó ser repartidor de chapolas, era un puesto para 58 aspirantes. La competencia lo derrotó. Fue desmoronándose después de dos años de llenar solicitudes, hacer colas, llamar por teléfono y recibir “venga después”, para después decir “lo sentimos, no fue aprobada su solicitud”. Dio muchas vueltas hasta que se lo llevaron unos piscicultores de tilapia roja a trabajar en Fusagasugá. Tenía que hacer de todo: echarles comida a los peces cuatro veces diarias, seleccionar los más grandes, sacarlos del agua, “sacrificarlos”, congelarlos, empacarlos, salir a entregar los pedidos. A los seis meses era otro. Sonreía. Al año, el tartamudeo se fue. Compró una moto que quería para conseguirse una novia. Sin mujer es imposible vivir. Se casó —tuvo un niño a quien bautizó con el raro nombre de Rialti —. Compró un celular.

Un día lo llamaron para felicitarlo por su trabajo, por su cumplimiento, por sus buenas maneras, por su fe en el futuro, por su patriotismo, y le pidieron que pasara por la oficina del banco que tenía una muy buena noticia que darle. Llegó al banco acabado de afeitar y recién peinado. Esperó una hora hasta que lo atendieron. Nuevas felicitaciones. “El gerente del banco ha examinado su hoja de trabajo y quiere premiarlo con una tarjeta de crédito, un instrumento indispensable para progresar en esta época. Más aun, el gerente considera que usted tiene una capacidad de endeudamiento de dos millones de pesos. Así que, firme aquí”. Con la tarjeta en la mano se dedicó a usarla: otro celular, un televisor, un reloj, un casco con visera para la moto, un bluyín para la señora y una botella de whisky. Al fin, la cuenta: 380.000 “a pagar en cualquier oficina de la entidad”. Ignoró la obligación porque de no hacerlo, con qué comía, con qué le echaba gasolina a la moto, con qué compraba los pañales de la criatura.

Al mes siguiente, la deuda había aumentado. Los intereses comenzaron a crecer. El otro mes —pensó— será distinto. Nada. No hubo otro mes. Siguió cojeando, abonando centavos, pesitos, nunca logró ponerse al día. Perdió la moto, el famoso departamento jurídico se le fue encima, el banco se pagó por la derecha. Naturalmente, lo botaron del puesto. No tenía derecho a prestaciones. Sin moral, echó por la calle del medio y terminó en una gallada robando celulares en las busetas y asaltando incautos en los cajeros automáticos. Es una de las funciones sociales más violentas de la banca: quebrar a los pobres, concentrar sus ingresos, acumular el capital.

Así se explican los billones de ganancia semestrales que con tanto orgullo se divulgan en los medios.

Por: Alfredo Molano Bravo

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